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MONTAÑA ADENTRO

 

 

1

 

 

Un crujido seco y la máquina cortadora de trigo tumbóse a un lado. A pesar del empuje de los bueyes que inclinando la cerviz hundían en la tierra las patas tensas por el esfuerzo, la máquina quedó inmóvil.

--Parece que s'hubiera quebrao algo--dijo el que dirigía la yunta.

--Así no más parece --contestó Segundo Seguel desde lo alto de su asiento, al par que miraba afanoso por entre la complicada red de hierros. Luego bajó de un salto a tierra, se estiró, desentumeciendo los músculos, agregó:

--Güen dar con el asiento duro; tengo el cuerpo toíto molío.

Apoyado en la picana, el otro lo oía indiferente.

--Nos llegó, compañero. Es la ruea grande la que se quiebró. Veni'aguaitarla, me parece qu'esto no lleva remedio.

Tendidos de vientre sobre el suelo, los dos hombres examinaron largamente la avería. Ya en pie, se miraron perplejos.

--Hay qu'ir avisar--dijo Segundo Seguel.

--Mal trago.

--Y tan remalo.

--Mejor será que desenyuguemos y vamos los dos.

--Ya está.

Seguían el rastro: adelante los bueyes, atrás ellos, preocupados por el enojo del administrador, que estallaría bravo cuando supiera el percance. Ondulaba el trigal impulsado por el puelche. Abajo, en la hondonada, el río Quillen regañaba en constante pugna con las piedras. El agua no se veía oculta entre los matorrales y eran éstos a lo largo del trigal como una cinta verde que aprisionara su oro. De roble a roble las cachañas se contaban sus chismes interminables, riendo luego con carcajadas estridentes terminadas en i. En la vega que se extendía más allá del río roncaba jadeante el motor, lanzando al cielo su respiración grisácea. Se detallaban ya los trabajadores que silenciosamente hacían la faena. Ni un canto ni una risa, ni una frase chacotera salía de sus labios. Harapientos, sucios, sudorosos, iban y venían con cierto mecanismo en los movimientos que les daba aspecto de autómatas: hasta el mirar angustiaba por la falta de espíritu. Autómatas y nada más eran aquellos hombres que el administrador vigilaba desde una ramada. Que alguno perdiera el equilibrio de su mecanismo y la frase cruel lo flagelaba:

--¡Así no, pedazo de bruto!

Lo temían. Seguro de su omnipotencia, irascible, cualquier falta lo hacía despedir al trabajador. Y era eso lo que más temían, prefiriendo acatar todas sus arbitrariedades antes que perder el puesto. En los tiempos difíciles que corrían costaba encontrar trabajo y más aún conseguir puebla en algún fundo.

En viendo a los dos hombres, don Zacarías se alzó amenazador.

--¿Qué les pasó?

--Na, patrón--contestó con voz insegura Segundo Seguel.

--¡Cómo que nada!... Y entonces, ¿por qué se vinieron?

--Es que la ruea grande e la máquina se quiebró por el eje--explicó con voz entera Juan Oses, mirando bien de frente al administrador.

--Se quebró... Se quebró... La quebrarían ustedes, rotos de miéchica... Apostaría que echaron la máquina por las piedras. ¿Es que no tenís ojos vos pa' mirar por onde echái los güeyes?

En su ira, para mejor darse a entender, acudía a los modismos de ellos.

--La máquina queó onde mesmo se averió. Vaiga a verla y se convencerá de que no ha chocado con nenguna pieira.

--Entonces seríai vos, que manejaste mal las palancas--hablaba ahora a Segundo, que entontecido por su mirada roja de ira, con movimiento de péndulo movía acompasadamente el cuerpo.

--No ha sío na tampoco él; la rotura es en la ruea, por el lao del eje --contestó Juan Oses viendo que el otro se callaba.

--Vos cerrái tu hocico, fuerino sinvergüenza. Vamos al alto y pobre de ustedes como hayan piedras... Sinvergüenzas...

Montó rápido a caballo, partiendo al galope. Se perdió entre las quilas que festoneaban el río, apareciendo en la subida fronteriza como un móvil punto obscuro que alejándose se empequeñecía. Los hombres lo siguieron por un atajo.

Lo encontraron gateando bajo la máquina al par que lanzaba sordas exclamaciones de amenaza. Convencido de que la rotura no llevaba remedio, se puso de pie haciendo jugar las palancas: funcionaban todas. Buscó entonces bajo las ruedas y en el rastro la piedra que pudiera haber motivado el percance: no había ninguna. Volvióse entonces a los hombres con la mirada más negra aún:

--El tonto soy yo, que busco las piedras, como si antes de avisarme no las hubieran sacado. Den gracias a que tenemos que cortar a mano, si no los despedía al tiro. Toma mi caballo, Juan, y ándate al galope a Radalco a decir que mañana de alba manden la otra máquina, y tú, Segundo, anda llamar a los medieros que están en el potrero quince y diles que se vengan para acá a cortar. Hay que terminar hoy con este potrero, no nos vaya a llover.

--Quea hartazo trigo parao entoavía --se atrevió a observar Segundo.

--Se trabaja hasta tarde. Si no fueran una tropa de flojos a las ocho podrían terminar. Ya está. Váyanse...

En distintas direcciones partieron los hombres. Quedó solo el administrador mirando con ojos torvos la máquina inservible. Una fila de carretas emparvadoras lo sacó de su abstracción. Avanzaban lentas, balanceando el alto rombo de gavillas; sentado sobre ellas, el emparvador dirigía la yunta con gritos guturales. Un quiltro de raza indefinible seguía el convoy: era un perrillo joven con cierta gracia ingenua en los movimientos y una luz de alegría en los ojillos redondos. Dando saltos que torcían de lado su cuarto trasero, llegóse al administrador olfateándole los zapatos. Con un formidable puntapié lo envió el hombre lejos, dolorido y aullando. Largo rato aún, entre los tumbos de las carretas y las voces de los emparvadores, se oyó el llorar del perro que se alejaba cojeando.

Una bandada de cachañas se posó en un roble.

--¡Aquí! ¡Aquí! --gritaban, contestándole otra bandada desde el monte.

--¡Sí! ¡Sí!

--¡Allí! ¡Allí! --y ya todas unidas bajaron a tierra en busca de los granitos de trigo que tras ellas dejaran las carretas.

Oleaba el trigal rumoroso y sobre su oro dos mariposas de púrpura se perseguían, para luego no ser más que una, temblorosa y flameante.

Por ser noche de luna, pudo trabajarse hasta las nueve; a esa hora tocó descanso el motor y los peones se alejaron en grupos camino de la rancha. Iban silenciosos y de prisa, impelidos por el hambre que arañaba sus estómagos. Nueve horas de rudo trabajo habían desgastado sus energías y necesitaban reponerlas con alimento y reposo.

El camino polvoriento, blanco de luna, tenía a cada lado una barrera de palos, troncos de árboles enterrados uno junto a otro, grises, negros, estriados. Dejando atrás el trigal, bajaron dos quebradas atravesando dos veces el Quillen, que se complace en serpentear por los potreros entrebolados. Los grupos de árboles formaban macizos obscuros sobre la alfombra muelle y bienoliente, y en el perfil de las lomas, los robles, maitenes y raulíes tomaban aspectos fantásticos de animales prehistóricos, enormes y aterrorizantes. En la paz de la noche el reclamo de un toro en el monte se enroscaba frenético y obstinado al silencio. Una fogata encendió su haz de llamas en la lejanía: porque allí había algo que remedaba grotescamente el hogar, los hombres apresuraron el paso. Una última repechada y llegaban.

--Linda l'hora e llegar--regañó una voz de vieja en los tranqueros--. Güenazas estarán las pancutras.

--No rezongue tanto, veterana. Con l'hambre que traímos un diaulo asao que nos dé encontramos rico --contestó alegremente Chano Almendras.

La vieja alta y magra se hizo a un lado. A la luz de la luna y en el fondo rojo de la hoguera, parecía una bruja camino del aquelarre. Otra figura femenina, juvenil y agraciada, se destacó en la puerta de la sórdida casucha.

--Abreviar, niños, que las pancutras estarán como engrudo --exclamó con una voz áspera y desafinada que azotaba los nervios.

--Ya estamos listos. Güenas noches, Catita--contestaron los hombres.

 

 

 

2

 

 

Desde la muerte de su marido, que fuera mayordomo de la hacienda, doña Clara y su hija Cata ocupaban el puesto de cocineras de los trabajadores. Bravas para el trabajo, se daban maña para amasar, cocinar, tostar y moler el trigo, dejando aún tiempo libre para hilar lana y tejer pintorescos choapinos que luego vendían a buen precio en la ciudad.

Felices en su despreocupación, lo único que por muchos años atormentó a doña Clara fue aquella afición desmedida de la muchacha por "chacotear con los guainas".

--A vos te va a pasar una mano bien pesá--solía advertir, al verla charlar coqueta con algún peón.

A ella que había sido "honrá", la sacaba aún de quicio el recuerdo del día en que Cata -el otoño anterior- le había dicho tranquilamente:

--¿Sabe iñora que voy a tener guagua?

Y a sus alaridos de indignación, con la misma tranquila indiferencia, había contestado narrando "su mal paso".

Fue su aventura rápida y vulgar. Un asedio que despertó todos sus instintos, noches de placer bajo el toldo cobijante de las quilas, y luego, al anuncio ruboroso del embarazo, el retroceso brutal y abierto del hombre que no quiere trabas ni responsabilidades.

--¿Estáis segura siquiera de qu'es mío?

La mujer no tembló bajo la injuria.

--Tú bien sabís...

--Yo no sé na...

--Tampoco te pío na yo. M'hijo es mío. Con su maire pa´ mantenerlo tendrá de un too-- tomaba camino de la rancha, vibrante de desprecio.

--Aguardá, mujer, no seáis tan arrebatá...

No quiso oír nada. Pasó la noche sorbiendo silenciosas lágrimas de fuego y haciendo esfuerzos sobrehumanos para no dejar estallar los sollozos. Con el clarear de día clareó también en su espíritu la conducta que debía seguir en lo futuro. Ante todo contarle "su fatalidá" a doña Clara.

La vieja la oía aniquilada.

--¿Y por qué no conseguís que se case con vos? -- preguntó.

--¡Bah! Era lo que me faltaba. Tener por marío a ese canalla.

--¡Vos sí que sois canalla! Sinvergüenza no más... Aguardáte, cochina, que habís venío a manchar mis canas-- se irguió amenazadoramente esgrimiendo la tranca.

La muchacha pudo esquivar el golpe, y con aquel su mirar relampagueante fijo en la madre:

--¿Es que quere matar a m'hijo? -- preguntó.

Abatióse la vieja murmurando amenazas y maldiciones.

Durante semanas de semanas no dirigió palabra ni mirada a Cata. Se pasaba los días acurrucada junto al brasero, rezando rosario tras rosario, probando apenas los alimentos, sorda a preguntas, llegando su estado de estupor a inquietar a Cata.

--Ya está, mamita, no sea ideosa, coma no más. ¿No ve que se está debilitando con tanta lesera?... Lo hecho ya no tiene güelta... Hay que tener conformiá. Ya está, coma, no sea lesa pué... Hay que conformarse con el destino...

No salió de su hurañez hasta que nació el niño. Indiferente al sufrimiento de Cata, los primeros vagidos del nieto la hicieron alzarse rápida, acudiendo junto a aquella carne de su carne que envuelta en pañales por las torpes manos de la "iñora curiosa" que en los contornos oficiaba de partera, parecía llamarla desde su cajoncito arreglado a modo de cuna. Reconciliada con Cata, volvió a sus antiguos hábitos de trabajadora, cuidando al niño con verdadera pasión.

Después de su aventura creyó doña Clara curada a Cata del mal de amores. Por mucho tiempo pareció que la maternidad había embotado en ella todo otro sentimiento. Mas, con la llegada de los fuerinos que acudían a los trabajos de las cosechas, la vieja sintió renacer sus recelos viendo cómo Cata aceptaba las atenciones de Juan Oses.

--¿Es que entoavía no estáis curá e leseras? --preguntaba agriamente.

--Este no es como l'otro, mamita.

--Toos son lo mesmo...

--No, mamita, éste no es como toos...

--Toítos son lo mesmo... te lo güelvo a'icir.

Y por eso aquella noche, a la llegada de los trabajadores, Cata sonrió largamente a Juan Oses al contestar a su habitual pregunta:

--¿Cómo le va, Catita?

--Muy bien, Juan, ¿y usted?

 

 

 

 

3

 

 

Con las polleras arrolladas en torno a las piernas, en cuclillas junto al canal, doña Clara lavaba afanosa. A fuerza de años y de disgustos tenía ciertas inocentes manías, como ser: hablar sola, ofrecer en sus angustias padres nuestros y rosarios a toda la Corte Celestial, no reír en viernes porque en caso contrario había de llorar en domingo, dejar los zapatos cruzados al acostarse para ahuyentar al Malo... Hablaba sola esa mañana, aprovechando los momentos de indignación para apalear con furia la ropa.

--Era lo que faltaba no más... Y si'hace la lesa conmí, pero agora no le valen tretas. El año pasao estaba muy ciega yo... Pero lo qu'es agora le va salir bien caro conmí... Aguárdate, no más, que te güelva a pillar dándole conversa a Juan Oses... Na sacái con icirme qu'éste no es como 1'otro... Toítos son lo mesmo, palabrería vana... Te muelo a palos si te güelvo a encontrar con él... Así... Benaiga m'hijita y lo coltra que mi'ha salío... Pero me la vis a pagar toas juntas por cochina... ¡Ah!

Se puso bruscamente en pie, equilibrándose sobre las grandes piedras lisas. Un momento, con el cuello tenso y la boca abierta para mejor oír, escuchó los rumores que el viento traía.

--Está llorando el mocoso. ¡Ya voy!... ¡Ya voy!... -- agregó alzando la voz, como si la criatura pudiese oír y comprenderla.

Hizo un atado con la ropa y a grandes pasos, que parecían desarticular las caderas enjutas, tomó el camino de la puebla.

Era ésta un edificio miserable, en que las tejuelas ralas por la vejez dejaban rendijas tapadas malamente con tablas sujetas por grandes piedras. La puerta, amarrada al quicio con alambres, había que levantarla en peso para hacerla girar. El interior lo formaba una sola habitación, sin más luz que la proveniente de la puerta abierta y la escasa que filtraba por las innumerables rendijas laterales. Sólo el costado norte estaba protegido de las lluvias por trocitos de listones, clavados pacientemente uno junto a otro a lo largo de las rendijas. No había cielo raso ni piso y amoblaban el tugurio: un catre, un camastro, una caja guarda-ropa, varios cajones, otros tantos pisos, una mesa enana, un brasero y una tabla-sujeta a la pared a modo de vasar.

Diez metros más allá alzábase la cocina: otro edificio análogo, pero aún más miserable. Detrás, protegido por tablas y ramas, quedaba el horno. Enfrente, una ramada servía de comedor a los peones cuando el tiempo lo permitía: lloviendo se comía en la cocina, sentados en la tierra endurecida y negruzca, rodeando el montón de leña que ardía en el centro. Olletas, tarros de parafina vacíos, una batea de amasar y, sobre una zaranda, tarritos de conserva arreglados mañosamente con un alambre a modo de asa para servir de vasos. Platos, fuentes, y cucharas de latón: todo ello misérrimo, pero limpio.

Más allá aún estaba ese horror que en los campos sureños se llama la rancha: tablas apoyadas en un extremo unas contra otras, formando con el suelo un triángulo y todas ellas una especie de tienda de campaña donde duermen hacinados los peones fuerinos, es decir: aquellos que están de paso en la hacienda trabajando a jornal o a tarea durante los meses de excesivo trabajo. Treinta o más hombres duermen en esas condiciones bajo la rancha que se agranda a voluntad con sólo agregarle más tablas. Duermen vestidos sobre un poco de pasto seco, y en esa región montañosa, en que aún se usa la ojota, ni siquiera la molestia de descalzarse tienen... Hay peones que optan por dormir bajo los árboles, mas, en lloviendo, tienen que guarecerse forzosamente en la rancha nauseabunda poblada de parásitos: germen de roñas físicas y morales.

--A la rurrupata..., que viene la gata... --Lloraba el niño y la voz de doña Clara desafinaba en vano por calmarlo--: Cállese, mi lindo; cállese, mi guachito di'oro... Mire que ya viene su maire a darle la papa. A la rurrupata... Tutito, mi lindo..., y una garrapata... ¡Chus!..., ¡ah, pollo! Tutito, tutito... No sé por qué se me le imagina qu'este angelito está afiebrao... Ayer estuvo lloronazo tamién... Que viene la zorra... Tutito, mi, lindo... Ehi está la Cata... Tutito, mi precioso... ¡Hasta el cabo llegaste!

--He tenío que dar la güelta del choco. El llavero estaba en el molino y allá tuve qu'ir a buscarlo y golver después pa' la boega. Vengo como macho e cansá.

Llegaba Cata acompañada del chiquillo que durante las cosechas la ayudaba en sus quehaceres. Arreaban una mula cargada con las raciones.

--Mete too en la cocina --agregó, dirigiéndose al chiquillo-- y te ponis al tiro a cerner l'harina p'amasar lueguito.

Vestía un traje de percala clara cortado sin arte ni gracia alguna, pero que no lograba quitar su armoniosa proporción al cuerpo. Toda la belleza del rostro estaba en los ojos emboscados entre tupidas pestañas negras: eran verdes y un polvo de oro danzaba en ellos. El resto de la cara era vulgar. Frente estrecha, cejas pobladas que se enarcaban sobre la cuenca del ojo, nariz respingona, boca grande que al reir ahondaba un hoyuelo en cada mejilla, dejando ver los dientes de nívea blancura. Una cabellera crespa, negra y lustrosa, se arrollaba en un moño sobre la nuca ambarina. Muy moreno el cutis, dos placas rojo obscuro arrebolaban las mejillas.

--Parece qu'el niño estuviera enfermo --observó la vieja, preocupada.

--¿Por qué?

--No ha querío dormir. Desde que te juiste casi no ha parao e llorar. --Tráigalo p'acá, es hambre no más la que tiene.

Prendió la boquita al seno, mas luego lo soltó, prosiguiendo en,su- monótono lloro.

--¿Sabe que no está descaminá, mamita? ¿Qué será lo que tiene?

--Falta qui l'haya hecho mal el piacito e sandilla que le di antiayer --dijo la abuela, vacilando a cada palabra.

--¿Hasta cuándo le voy a'icir que no me le dé na al niño? --Bailaba el polvo de oro sobre las esmeraldas que se obscurecían.

--Si jue pa' que no se le juera a romper la hiel. Apenitas si le- unté la boquita...

--No me venga con esculpas; usté hasta que no me mate al niño no va'parar.

--Eso sí que no... ¡M'hijito lindo! Yo lo hice con güen fin y si no me creís, ehi está la mamita Virgen por testigo... ¡Ay, Señor!-... ¡Ayayay!...

Sabía doña Clara deshacer los enojos de Cata; empezó. a lloriquear secando con fuerza unas lágrimas imaginarias.

--Ya está,. pue, no llore. No llore, 1'igo, y vaya'sentar la tetera pa' darle'Aladino una poquit'agua e manzanilla.

--¡Ay, mamita Virgen! Era lo que me faltaba agora... Mamita quería, te ofrezco un rosario si mejorái al niño.

Era la de doña Clara una religión -muy singular. De Dios tenía una idea muy vaga y si guardaba los mandamientos divinos no era por amor a Dios; sino por miedo al infierno. Pero tenía una verdadera pasión por la mamita Virgen, con la cual siempre andaba en tratos, ofreciéndole rosarios y rosarios en cambio de tal o cual cosa.

--Este rosario pa' que mi librís del infierno --murmuraba--, estotro pa' que a las, gallinas no les dé el achaque y éste pa' que m'encuentre un nial e perdiz.

Sucedía a veces que la mamita Virgen no se prestaba a estas negociaciones; entonces doña Clara iba al despacho de Rari-Ruca en busca de uua vela que devotamente encendía en el alto del Quillen, en el promontorio que marcaba el sitio donde años antes fuera asesinado el compadre Juan Anabalón. Pero.el compadre también solía hacerse el sordo...

Siendo joven doña Clara hubo en la hacienda unas misiones, pero aquellas enseñanzas poco recordaba. Años después llegó para una cosecha un fuerino que era "canuto" y el cual, en las noches, predicaba sus doctrinas a los peones, que ningún caso le hacían. Sólo doña Clara le oía encantada narrar las parábolas, que eran para ella cuentos maravillosos. Fuera de estas historias y de aquello de no confesarse, la demás doctrina del "canuto" le era odiosa. ¡Bah! ¡ Cómo que no! ¡ La mamita Virgen era la mamita Virgen!... Tomando un poco de aquí- y otro de allá, hizo una religión para su uso particular.

--Mi Diosito --solía decir por las noches al acostarse--. Tú que too lo vis y sabís, sabrás cuáles son mis pecaos y me los habrís ya perdonao. Amén.

La religión de Cata era más difusa aún. Muy pequeña en la época de las misiones, fue entonces bautizada; su instrucción religiosa le venía de doña Clara. La muchacha reía oyéndola: ella no creía en "esas leseras". A su hijo no lo había siquiera bautizado. Le llamaba Aladino en recuerdo de la historia que un segador contara una noche, en cosechas anteriores.

 

 

 

 

4

 

 

Tres días habían pasado y Aladino no llevaba trazas de mejorar; antes por el contrario, parecía quemado por la fiebre, y esa noche, ya muy tarde, velaban madre y abuela junto al cajoncito que servía de cuna. Doña Clara rezaba. Caían a veces sus párpados y así cerrados parecían los ojos pesar en la cabeza que lentamente se iba inclinando hacia adelante. Luego despertaba sobresaltada, prosiguiendo en su atropellado musitar oraciones.

Un golpe discreto en la puerta. Cata fue a abrir extrañada.

--¿Quién es? --preguntó antes de quitar la tranca.

--Yo, Juan Oses.

--¿Qué quería?

--¿Cómo sigue el niño?

--Lo mesmo no más...

--Le traigo un remedio... Abra.

Forcejeó Cata y ya abierta la puerta, la alta figura del hombre se perfiló a la incierta luz del chonchón.

--Güenas noches, Juan Oses.

--Güenas noches. ¿Cómo le va, doña Clara?

--¿Cómo quere que me vaiga? ... --contestó la vieja con mal modo--. Mal, pue...

--¿Qu'es lo que trae pa'l niño? --preguntó Cata ansiosamente.

--Yo quería icirle que cuando estuve empleao onde don Casimiro Catalán, en Temuco, s'enfermó la guagua mesmamente como Aladino. Yo vide muy bien los remedios que l'hicieron, ¿no ve qu'era mozo e la casa? Si ustedes son gustaoras, los mesmos podían hacerle'Aladino.

--¿Estaría con fiebre la guagua esa?

--Sí, le vino porque l'ama le dio a probar harina.

--¿Y qué remedios l'hicieron?

--Aceite lo primero y na más que agüitas e anís pa' darle a pasto. Y pa' bajarle la fiebre lo bañaban- en agua bien calientita y l'arropaban después bien arropao pa' que suara harto. Y lueguito se refrescaba.

--¿Y mejoró? --indagó recelosa la abuela.

--Clarito, pue.

--¿Y lo bañaban?

--Sí, iñora, en agua bien tibiona.

--¿Qué te parece, a vos, Cata?

--Qui'algo hay qui'hacer. Pior es estarse con las manos cruzás. Podimos aprobar...

--Eso es --dijo Juan, contento al ver su éxito--; al tiro podimos bañarlo. Yo voy a sentar l'olleta grande con l'agua; en un rato más estará lista. Acomoden el tiesto pa' bañarlo y la ropa p'arroparlo qu'esté bien sequita.

Salió Juan Oses. Tenía el mozo un no sé qué de simpático y fino en las maneras y el mirar de sus ojazos negros atraía por la lealtad que emanaban. Grande y musculoso, había en él signos de otra clase afinada por la cultura; las manos y los pies proporcionados y aún no deformes por 1a rudeza del trabajo, la amplitud de la frente, la suavidad del pelo que se quebraba en ondas. Entre los peones corría el decir de queera "hijo de rico".

--¿No creís vos, Cata, que bañarlo será pior?

--Cuando Juan Oses asegura que l'otra guagua mejoró...

--¿Así es que si Juan Oses lo ice va'ser cierto?... --la vieja empezaba a sulfurarse.

--Pero, mamita...

--A vos te tiene hechizá este hombre y entoavía querís negar...

--Yo no niego na... L'único que le güelvo a icir es qu'éste no es como l'otro.

--Toos parecen muy güenos hasta que logran sus fines. La mujer que les da oíos está perdía... Ya vis vos las penas qu'estamos pasando por haberte creío del otro...

--Este no, mamita, éste no es como l'otro.

--Te igo yo que toítos son iguales. Palabrería vana... Promesas... Too son palabras que se lleva el viento...

--Este no... Este no... Este es distinto...

--Toos son güenos hasta qui'hacen una grande...

--No, mamita, no. Yo tengo mis motivos pa' creer qu'éste me quere con güen fin.

--Icemelos --y como la muchacha callara, la vieja agregó enfureciéndose gradualmente--: Güeno, ¿no? Lo que vos querís es engatusarme pa' que yo te dé larga... No me creái tan lerda... Pa' una vez estuvo güena mi ceguera.

--Benaiga, mamita... ¡Hasta cuándo va fregar!... Mejor será que se ponga a secar las mantillas.

Ahuyentando sus recelos, la idea del nieto enfermo obsesionó a doña Clara.

--Tres rosarios pa' que l'haga bien. el baño --empezó a murmurar, no llevando ya cuenta de lo que ofrecía y levantando la voz en medio de sus angustias--, un rosario pa' que se quee dormío. Otro rosario pa' que no se lamiente tanto.

--Ejese de tanto ofrecimento y de tanta lesera y veng'ayudarme.

Sobre un cajón colocaron el lavatorio y todo ello junto al catre. Luego arrollaron las ropas calientes, tapándolas con el plumón.

--Ya está too listo, voime agora a ver l'agua.

--Abrígate, niña, no te vayái. a cotipar.

Cata se arrebozó en el chalón. Salió. Había afuera negrura de noche opacada por enormes nubarrones. En las rendijas de la cocina, randas de luz. De la rancha llegaban los ronquidos en todos diapasones de los- trabajadores dormidos.

--¿Está ya l'agua? --preguntó desde la puerta.

--Creo que ya está güena --contestó Juan Oses, que en cuclillas junto a la lumbre la avivaba con un soplador.

--Allá está too listo.

--Llevémola, entonces. No, deje. ¿Cree que no me la pueo?

--No vaiga a trompezar.

--Si veo le más bien.

Ya en la habitación, volcaron el agua en la palangana. Estaba muy caliente y Juan Oses tuvo que salir por agua fría al estero. Desvistieron a la criatura, que no pareció sentir ninguna impresión al meterla en el agua.

--No, así no. Hay que ponerle la mano aquí, entre los hombros, pa' sujetarle la cabecita; a ver, yo lo sujetaré... -Juan; Oses se arremangó rápidamente las mangas de la camisa y con suavidad insospechable en sus manos de peón, mantuvo al niño a flote.

La madre lo dejaba hacer atenta a los movimientos del enfermito. Doña Clara mullía el colchón de la cuna, deshumedeciendo después el cuero de cordero que hacía más caliente el nido.

De pronto Aladino movió de uno a otro lado la cabeza, los brazos se agitaron y por fin los ojillos se abrieron en una luz de beatitud.

--Parece qu'está a gusto --observó Juan.

--¡M'hijito querío!...

Otro rato en que ambos siguieron anhelantes el bracear del niño.

--¿Ya estará güeno que lo saquemos? --preguntó Cata.

--Ya estará. L'agua s'está enfriando.

--Pase las mantillas, mamita. No se quee dormía.

--No m'estís levantando testimonios --abría los ojos fatigados, alzándose trabajosamente.

--Traiga .p'acá, iñora.

Bien arropada la guagua, la taparon una vez acostada con frazadas y chales. Un :largo rato se quedaron los tres en silencio. Doña Clara, hecha un ovillo junto al brasero, empezó a dormitar. Juan y Cata cambiaban largas miradas en que apuntaba una esperanza.

Cuando media hora después alzaron los cobertores buscando la carita del niño, vieron que dormía apaciblemente. Gotitas de transpiración perlaban la naricita afinada por los días de enfermedad.

--Se queó dormío-dijo apenas la madre.

--¿No ve como mi remedio era güeno?

--¿Cómo le voy a pagar estos servicios?

--El cariño se paga con cariño, Catita...

--Juan.

--¡M'hijita quería!...

Un silencio.

--Usté no sabe, Juan. Yo tengo qu'icirle... El niño...

--Na tiene qu'icirme --atajó el mozo--. Su hijo es m'hijo. Mi mama tamién tuvo su fatalidá, pero halló un hombre que la quiso de veras y se casó con ella. Y jue hasta que murió una mujer güena y-respetá y su marío me quiso mucho y supo,hacer de mí un hombre güeno y trabajaor.

--¡Ah! --doña Clara se despabilaba asustada--. ¡Ah! ¿Qué jue?

--Aladino se queó dormío --anunció Cata jubilosa, disimulando.

--Mañana le vamos a dar aceite --dijo Juan.

--Pero no tenimos na. Habría qu'ir a Selva a mercar.

--Eso es lo de menos. Mañana di'alba voy yo.

--Dios se lo pague --contestó Cata--. Pero --agregó con inquietud-- va a perder su mediodía. Enantes m'ijo el mayordomo que mañana domingo iban a trabajar. toíto el día.

--No importa, e toas maneras mañana di'alba voy.

--¡Benaiga tu vía, ñato! --exclamó doña Clara entusiasmada.

--Güenas noches, acuéstense al tiro, qu'están muy trasnochás.

--Aguárdate, niño, voy. a darte los cobres.

--Deje, doña Clara, despué arreglaremos. Güenas noches.

--Dios se lo pague, Juan.

--Güenas noches.

--Hasta mañana, Catita --y salió.

 

 

 

 

5

 

 

--De los pobladores de la hacienda puedo responder. Son gente honrada que hace años de años sirve sus puestos. Al ladrón hay que buscarlo entre los fuerinos.

Era el administrador el que hablaba dirigiéndose a San Martín, el primero de los carabineros de Servicio en Rari-Ruca.

Este San Martín había sido en sus mocedades famoso cuatrero. A raíz de una larga condena cumplida en Talca y merced a la protección de cierto terratenientes había sentado plaza de carabinero. A sus descubrimientos de animales robados, cuyo rastro seguía como un perro, debía sus ascensos. Ultimamente, a orillas del río Negro, había sorprendido a la cuadrilla del Cojo Pérez --su sucesor en fechorías-- haciendo vadear el río a un piño de animales robados en Cochento. Bien armados con. carabinas recortadas, los forajidos hicieron ,frente a los, carabineros. Pero la-: puntería de San Martín la tenían pocos, y el primero en caer mortalmente herido fue el Cojo Pérez. Sin jefe, la cuadrilla, huyó abandonándolo todo En la fuga dos hombres más fueron muertos por San Martín, que "donde ponía el ojo ponía la bala".

Era el carabinero un hombretón alto, y desarticulado, con una gran cabezota caballuna. Pelos rojizos, foscos e hirsutos coronaban aquella figura magra. Una luz de crueldad lucía en los ojillos pequeños, como abiertos a punzón: ventanas del espíritu, parecía que la naturaleza se avergonzara de su alma negra, dejándola asomar lo menos posible al exterior

Ya que no era posible --le había costado muy largos y penosos años de encierro--, ya que no era posible matar y apalear gente por cuenta propia, los mataba y apaleaba en nombre de la justicia.

--Yo tengo mis sospechas de Segundo Seguel; ayer anduvo tomando en Rari-Ruca --dijo San Martín.

--Verdad que ni ayer ni hoy salió al trabajo.

--¿Qué otro de los fuerinos no ha salido estos días al trabajo?

--Muy fácil de averiguar. Aquí tengo justamente las cartillas.

--El robo ha sido el sábado en la noche --prosiguió San Martín mientras don Zacarías buscaba el libro en un estante-- y es claro que han tirao pa' Selva o pa' Curacautín a vender los choapinos; allá ya se avisó a los retenes, aunque yo más creo que han escondío el robo en el monte.

--A ver.... Seguel... Seguel, Segundo... ¡Aquí está! Faltó ayer todo el día y hoy tampoco salió. Y no hay más. ¡Ah, sí! Aquí hay otro: Juan Oses, que faltó ayer en la mañana, sólo salió después de almuerzo.

--¿Qué hombres son-?

--Ambos forasteros. Juan Oses es primera vez que trabaja en la hacienda. Bueno, para el trabajo: algo atrevido no más. En cuanto al otro, es también buen trabajador, pero cuando "la agarra" se pone de lo más pendenciero.

--¿Qué me viene a contar a mí, cuando ayer formó el boche padre en el despacho, peliando con Campos? Tuvimos que darles unos güenos rebencazos a los dos pa' que se sosegaran.

--¿Así es que se los lleva a los dos?

--No hay más que llevarlos p'hacerlos cantar.

--No me los machuque mucho. Mire que los dos son bravos para el trabajo.

--Se tendrá en cuenta, don Zacarías. Me voy pa' la rancha a buscarlos.

--Güenas noches.

--Buenas noches, San Martín.

Afuera lloviznaba. Dos carabineros lo esperaban cobijados en una ramada. Montaron a caballo y al galope se dirigieron a la rancha.

Los peones acababan de comer en la cocina. Las pancutras bien condimentadas y en su punto habían calentado los cuerpos, trayendo a los espíritus una ráfaga de alegría que se exteriorizaba en cuentos y chistes coreados por grandes risotadas. Cata estaba en la puebla haciendo dormir al niño; presidía el grupo doña Clara, que irradiaba alegría porque Aladino seguía mejorando. Todo aquel contento se heló con la llegada de San Martín, que violentamente entró en la pieza. Algunos hombres se pusieron de pie, cohibidos y en guardia, como quien espera un golpe. Eran muchos --¡ay! -- los que conocían al primero San Martín.

--Segundo Seguel y Juan Oses, que me sigan --ordenó con voz tonante.

--¡Yo! ¡Yo! -- tartamudeó Segundo, que de su pasada borrachera conservaba el espíritu en nieblas y el habla estropajosa.

--Vos mesmo, borracho cochino. Ya está, caminen, si no queren que los arre'a palos.

--¿Tendrá la bondá d'icirme por qué me lleva preso?

Era Juan Oses quien, entre bocado y bocado, se dirigía tranquilamente a San Martín.

--Na tenís que preduntar. En el retén se les dirá.

--Es que yo no me muevo di'aquí sin saber por qué me llevan. Ycontra mi voluntá es difícil llevarme. ¿No le parece, mi primero?

--¡Dios te guarde, ñato! --exclamó doña Clara.

--Lo que me parece es que te voy a virar a palos avanzaba San Martín amenazador con el rebenque en alto.

Juan Oses se levantó rápido y con un solo movimiento certero de su puño envió por tierra a San Martín. Los dos carabineros acudieron en auxilio de su jefe, pero éste ya se ponía en pie escupiendo sangre y palabrotas y se abalanzaba como una fiera sobre Juan Oses. Los dos hombres le ayudaban, pues era fuerte el adversario; en vez de pegar como ellos sin cuidar de defenderse, paraba los golpes con el brazo izquierdo, usando sólo el derecho para atacar.

--Habrá que matarte como un quiltro --rugió San Martín, retrocediendo.

Los peones se amontonaban silenciosos e inquietos en un rincón. Segundo parecía estúpido: temblorosa y babeante la boca. Doña Clara chillaba desesperadamente a cada golpe, como si fuera ella quien los recibiera. Entre chillido y chillido hacía sus habituales promesas:

--Un rosario pa' que no lo maten... Mamita Virgen, otro rosario... ¡Ay! jAyayay! Señorcito querío... ¡Ay!

--¿Qué, se han güelto locos? --llegaba Cata atraída por el vocerío.

Habituada a todos los horrores de esas comarcas, no la sorprendió la escena. Con una mirada hízose cargo de lo que pasaba y resuelta se interpuso entre Juan Oses y San Martín.

--¿Quí'ha pasao? --El tono, el gesto y el llamear de los ojos exigían una respuesta y San Martín la dio:

--Qu'este niño diaulo no quere que lo lleven preso. Parece que a su mercé le escuece muchazo que lo lleven preso por lairón.

--¿Por lairón? ¿Y qu'es lo que se ha robao?

--El sábado en la noche se robaron tres choapinos nuevecitos y dos prevenciones de las casas de Rari-Ruca. Rompieron el candao de la puerta trasera. Uno d'estos dos caballeritos ha sío el de la gracia, si no han sío los dos en compaña.

--Si m'hubiera dicho eso l'hubiera seguío al tiro --observó modosamente Juan Oses.

--Vos te callái tu hocico...

--El sábado en la noche Juan Oses estuvo en la puebla hasta bien tarde con nosotras, ayuándonos hacerle remedios a mi guagua qu'estaba enferma. Mi mamita tamién lo puee atestiguar. Bien di'alba Juan Oses se jue pa' Selva a mercar aceite e castor pa' darle a mi niño; golvió como a las once. Luego almorzó aquí en la rancha; toos lo pueen icir y despué se jue pa'l trabajo con toa la cuairilla. --La voz de Cata, comúnmente ronca, vibraba más profundamente aún, pero las palabras salían rápidas y nítidas de la boca descolorida que no temblaba.

--Y de Segundo Seguel, ¿no puee icirme na?

--Sí, qu'el sábado se jue en la noche pa'l pueblo y golvió esta tarde no más.

--Muy .bien. Mañana pueen bajar después de doce pa'l retén pa' que declaren allá. Eso no pone reparo pa' que yo me lleve estos niños a dormir al retén. Allá estarán mejor...--Había tal ferocidad en el tono y en los ojillos grises que todos, hasta Juan y Cata, sintieron un escalofrío recorrer sus nervios--. Agora, ¿quere su mercé que l'amarremos las manos? Tenimos que llevarlo en ancas y no tenimos seguridá alguna con su mercé librecito...

--Es pior que se resista --dijo Cata muy bajo, volviéndose a Juan.

El mozo extendió las manos, San Martín las amarró cruzadas sobre el estómago y aunque el látigo se incrustó en la carne amoratando las uñas, la cara de Juan permaneció impasible.

--¡Ya está! Caminen. ¡Anda, borracho sinvergüenza!...

Salieron. Afuera caía siempre una fina llovizna y grandes ráfagas de puelche sacudían los árboles. Sin ayuda alguna --a pesar de las manos apresadas-- saltó Juan Oses en las ancas del caballo que jineteaba San Martín. A Segundo Seguel hubo que alzarlo, asegurándolo con una amarra a su guardián.

--¡Yo no he sío na! --repetía obstinado-- ¡Yo no he sío na.!...

Cata los había seguido sin quitar los ojos a Juan. Cuando ya partían todo el coraje de la mujer murió entre silenciosas lágrimas. Juan las vio.¿Cómo?, si la noche obscura estaba además empañada por la llovizna. Las sintió en el corazón, y tiernamente, en voz, muy baja, murmuró inclinándose:

--No s'aflija, m'hijita. No será na. Vaiga a darle el remedio a la guagua.

--Güenas noches, Catita. ¡Que sueñe con los angelitos! --EraSan Martín, que algo había alcanzado a oir, quien así se despedía.

Partieron y largo rato la mujer escuchó anhelante el galopar ensordecido que se alejaba. No sentía la lluvia que poco a poco iba calándola. No comprendía bien qué pasaba en ella, ni por qué estaba allí llorosa y desolada. Nunca un sobresalto igual había trastornado su corazón. Se sorprendió a sí misma murmurando fervorosamente la promesa de doña Clara:

--¡Mamita Virgen, un rosario pa' que no le pase na!

 

 

 

 

6

 

 

Llovió hasta el amanecer. En la mañana un recio viento arrastró las nubes, y en la tarde, cuando Cata y doña Clara llegaron a Rari-Ruca, quemaba el sol desolando los campos. En el extremo del puente que atraviesa el Rari-Ruca, un hombre tendido de bruces sobra las tablas parecía dormir.

--¡Ay! ¡Señorcito! Si es Juan Oses --gritó Cata adelantándose.

De rodillas junto al hombre, trató de levantarlo: pesaba el cuepo lacio y fueron vanos sus esfuerzos.

--Aguárdese, mamita, déjeme sacarme el manto. --Tomó entonces a Juan cuerpo a cuerpo y, alzándolo, consiguió, ayudada por doña Clara dejarlo boca arriba.

--¡Ay mamacita Virgen! ¡Ay Señorcito! ¡Ayayay! Clamaba horrorizada la vieja.

--Menos mal qu'está vivo --gimió resignada Cata.

Apenas si se distinguían las facciones del mozo bajo la costra de sangre y tierra. Trazos más obscuros atestiguaban por dónde había pasado el látigo. A través de la camisa desgarrada el busto mostraba moretones, rasguños, heridas y grandes coágulos de sangre.

--¡Mi Diosito! Cómo lo'ejaron esos condenaos..., hecho una pura lástima y la ropita hecha güiras... ¡Ay mi Diosito!

--Vaya a buscar un pichicho di'agua al río, mamita.

--En qué te la traigo, m'hijita quería...

--Tome, en la chupalla. Algo puee que llegue.

Sujetándose a las quilas logró la vieja bajar el talud resbaladizo; la ascensión fue más penosa y lenta.

--Aquí está.

--Vaiga agora onde la Margara pa' ver si lo llevamos pa' su puebla d'ella, mientras podimos llevarlo pa' la rancha.

--¿Vos querís llevarlo pa' la puebla e nosotras?

--No lo vamos a ejar aquí, botao como un quiltro sarnoso, con too lo qu'hizo por Aladino.

--¿Y qué va'icir la gente? Vos sabís lo reparones que son.

--A mí no se me da na... Ejelos qui'hablen.

--Pero el cuento es que vos no te vayái a enrear con él... Vos sos muy bien retemplá.

--¿Hasta cuándo le voy a icir qu'éste no es como l'otro?

--Güeno... Vos sabrís lo que vai'hacer... Pero cuidaíto, ¿no?

--Ya está. Camine ligero.

La vieja se alejó presurosa. Cata mojó su pañuelo y suavemente empezó a lavar la cara miserable. Pero la paja absorbía toda el agua y pronto la chupalla empapada no contuvo una gota. Entonces la mujer se acurrucó en el suelo, incorporando la cabeza, que recostó en su regazo. ¿Qué podía hacer? Miraba obstinada el espejear del sol en los vidrios del chalet de los patrones. Algo muy obscuro se aclaraba para ella en su interior: la simpatía que sintiera primero por aquel mozo que la cortejaba respetuosamente, el agradecimiento por los cuidados que prestara al niño durante los angustiosos días que estuviera enfermo y la piedad que esponjaba sus entrañas a la vista del pobre cuerpo flagelado se fundían en un solo sentimiento vago y dulcísimo que trajo lágrimas a sus ojos, haciéndola acariciar con dedos trémulos los párpados violáceos. Creyó que se estremecían. No. Nada. Seguía el hombre como muerto. Volvió ella a su obstinado mirar los vidrios relampagueantes.

--La Margara viene... pisándome los talones... Pero ice qu'ella... en na puee ayuarnos..., porque San Martín, ijo qu'él que ayuara a Juan Oses... ,tenía qui'habérselas con él... --hablaba doña Clara jadeante, cortada la respiración por la rapidez de la caminata.

--Güenas tardes, Catira. ¿Cómo le va yendo? --preguntó Margara.

--Aquí me tiene con este pobre crucificao. No sé quí'haremos con él.

--Yo tengo mucha voluntá p'ayuarla, pero San Martín está como un quique con Juan Oses porque cuando quisieron apaliarlo se defendió y apenitas entre San Martín y los dos carabineros pudieron echarlo al suelo. Entonces se cebaron con él. San Martín estaba enrabiao esta mañana cuando avisaron de Curacautín que soltaran a éstos, porque los lairones ya los tenían confesaítos y too en el retén di'allá.

--¿Y d'ónde eran? --indagó doña Clara.

--Eran unos qu'iban arriando piño pa' Lonquimay y quí'alojaron aquí el sábado; alojaron al otro lao del Cautín, pero yo los vide rondando los chaletes al escurecer.

--¡Ay, mamita Virgen! ¡Cómo permitís tanta maldá!...

--¡No se lamiente tanto, iñoral... Si vieran a Segundo Seguel. Si ést'es una compasión, pior está l'otro. Anoche no podimos dormir una pestaña en toíta la noche; en llegando éstos empezó la función. A este pobre lo apaliaron hasta que más no quisieron, y al otro, aluego que lo apaliaron, lo amarraron e las patas, ejándolo a toíta la lluvia, medio colgao con la cabeza p'abajo. No lo escolgaron hasta que clareó. Icen qu'e tá como loco. ¡Por Diosito! Si con este hombre e San Martín ya no se puee vivir tranquila. Vieran lo que me contaron quí'había hecho en Radalco con un hombre que se robó una oveja. Primeramente lo apalearon casi too en la cabeza, hasta que lo ajaron bien entontecío; entonces lo encerraron en la boega y al otro día lo encontraron que se había ahorcado con su cinturón de una viga. ¡Señorcito! Lo encontraron meneándose di'aquí p'allá y con así tanta lengua afuera... Yo me lo paso iciéndoselo a Campos: "No nos vaiga a tomar pica San Martín, porque entonces es d'irse pa'otro pueblo".

--¿Descargarían las carretas de l'hacienda? --preguntó Cata, aprovechando una pausa de la mujer.

--Descargando estaban. No tardarán ya en golver p'arriba. ¿Y Aladino se mejoró? Se me le había olvidao preduntarle.

--Está lo más bien ya. Lo ejé onda la comaire Rosa Abello pa' que no se asoleara.

--Me alegro mucho que si'haya mejorao. Figúrese que al mocoso e la Clara Luz. Conejeros...

Se embarcó en otra historia interminable. Era el perfecto tipo de la campesina montañesa, robusta, coloradota, zafia, chismosa y pendenciera; capaz de recorrer leguas de leguas para llevar a una lejana puebla un chisme destructor de paz, capaz también de "malcornarse" en el fuego de la disputa con la contraria, en la seguridad de quedar vencedora.

Doña Clara la oía embelesada, pero Cata sólo estaba atenta a los ruidos que venían de la estación. Pronto los tumbos de las carretas y los gritos de los carreteros la hicieron incorporarse dejando en tierra a Juan Oses. A la vista el convoy, dejó pasar las primeras carretas, dirigiéndose a un viejo de blancas barbas patriarcales que dirigía la última: un instante hablaron en voz baja.

--¿Entonces está con éste agora la Cata? --preguntó Margara a doña Clara, señalando con el gesto al herido.

--¿Qué te habís imaginao vos? ... ¡Somos conocíos y na más! ...

--¡Bah!, iñora, no s'acalore tanto... ¡El del año pasao tamién sería conocío na más! --sonreía aviesamente mirando a Cata, que por fin parecía ponerse de acuerdo con el carretero.

Bajóse éste y entre todos alzaron a Juan Oses colocándolo acostado sobre la carreta. Cata se acomodó poniendo en su regazo la cabeza del mozo, doña Clara se hizo un montón junto al pértigo y tras despedirse Cata de Margara y mirarla sulfurada la vieja, lentamente los bueyes empezaron a subir la empinada cuesta.

 

 

 

 

7

 

 

Por no ser pedregoso el camino no daba tumbos la carreta, pero con la repechada el cuerpo del hombre resbalaba y apenas si los esfuerzos unidos de ambas mujeres conseguían mantenerlo quieto. Ya subida la agria cuesta, se dejó un largo rato descansar la yunta.

Hecho a dinamita en el flanco de la montaña, el camino bordeaba un precipicio. Hacia arriba, en el vértice de la pared granítica, abrían los pinos sus parasoles de prolijo encaje; montaña abajo no se veía un ápice de tierra. Era aquello un compacto matorral en cuyo fondo se adivinaba el río. Más allá, a la izquierda, asomaban los chalets de la hacienda y el retén de los carabineros rojo como la ira. Una extraña ciudad rodeaba la estación; así, desde lo alto, parecían viviendas primitivas, de cerca eran enormes rumas de maderas laboradas. La estación, la casa del jefe y la bodega eran sólo techumbres de zinc que reverberaban al sol.

Aún más hacia la izquierda está el pueblo pintoresco; luego se extiende la ancha vega del Cautín, que el río atraviesa centellante. Al fondo se escalonan las montañas verdinegras cuyos perfiles dentados se destacan nítidos en el fondo radioso del cielo de media tarde, intensamente azul. Dominando ríos plateados, valles verdegueantes, montañas azulosas y cordilleras pardas, álzase la testa nívea del Llaima, empenachada de levísimo humo.

Retumbantes caían en el silencio de la siesta los golpes de las tablas que los peones encastillaban en la estación. A la derecha el Cautín y el Rari-Ruca charlaban bulliciosos al encontrarse, siguiendo luego unidos su caminata hacia el mar. Zumbaba un moscardón de lapislázuli girando en el aire sobre sí mismo, loco de sol.

--¡Arre, "Tomate"! ¡Oh, "Clavel"! --El viejo se había sentado en la carreta junto a doña Clara y desde ahí dirigía la yunta con la larga picana.

Iba ahora el camino atravesando una ondulosa vega entrebolada; árboles calcinados por el roce, grises o negruzcos, espectrales o atormentados, alzaban su desolación aquí y allá. Otros escapados a la voracidad de la llama deliberaban en grupos musitándose al oído frases que luego los agitaban en reir gozoso. Una cerca de palos a pique corría a lo largo del camino, pareciendo encajonar el tierral suelto que lo formaba.

Dejaron atrás los corrales de Radalco y los edificios de la administración aparecieron al punto: la casa riente por los geranios que se asomaban a las ventanas, las bodegas y los galpones, en uno de los cuales se ahorcara un hombre enloquecido por los golpes.

Cata se estremeció al recuerdo y sus manos unidas --suaves y disimuladas-- cayeron sobre la cabeza de Juan con movimiento protector.

Empezaba la quebrada de Collihuanqui y el camino descendía áspero e interminable. Daba recios tumbos la carreta y el herido pareció salir de su sopor; quejábase y abrió un momento los ojos, que erraron inciertos sobre seres y cosas, volviendo a cerrarse.

La cuesta seguía internándose montaña adentro, serpenteando entre los árboles que se hacían más compactos, hasta no dejar libre el boque más que el lomo pardo del camino. Si en la montaña de Rari-Ruca se necesito dinamita para tallar la roca dura, aquí el hacha fue pacientemente derribando árboles colosales que arrimados luego al borde del camina hacían de cerca. Buscando claros de bosques que alivianaran la tarea, el hacha hizo el camino zigzagueante e inacabable, bellísimo e imponente.

Por fin, y tras una última curva violenta, oyeron cantar el río y la carreta entró al puente. Dieron descanso a la yunta y el viejo carretero aprovechó la parada para saciar el sueño a la sombra de unas quilas. Doña Clara dio suelta entonces a los sentires que viniera rumiando en el trayecto.

--¡No t'icía yo, no t'icía yo!... Con esto'e llevarnos a Juan Oses pa' la rancha la gente va'hablar hasta más no poer... ¿No vis? Ya empezó la Margara.

--¿Pa' qué da oíos a esas leseras? Pa' pasar malos ratos no más.

--Como vos sos una fresca, na t'importa el icir e las gentes; pero yo no soy gustaora e que se limpien la boca conmí...

--¡Mal haya su vía, mamita!... ¿Quere'ejarme tranquila?

--Vos tenís la culpa e too, ¿pa' qué lo juimos a trer?

--¿Y qué quere qu'hiciera? ¿Ejarlo botao en medio del camino, muriéndose? ¡A lo menos hay que ser agraecía!....

--Es que aluego e too lo qui'hablaron e vos el año pasao, no es cosa e andar otra vez en la boca e la gente...

--¡Maldita sea nunca!...

--Es inútil que t'enojís...

--Es que usté no entiende...

--Las esgracias me han güelto matrera.

Un largo silencio.

--¡Cata!

--Mande.

--Si se quisiera casar con vos... Parece güeno este mozo.

--Es güeno, mamita. El m'ice que se quere casar.

--Si vos sabís comportarte...

Otro silencio.

--De toos moos y maneras yo no m'escuidaré de vos... Y agora goime a ver si encuentro unos palitos e natri pa' darle agüitas y matico tamién pa' las herías, que no hay naíta en la puebla --hablaba doña Clara mirando a Cata con una luz de complicidad en los ojillos acuosos.

Una frescura de subterráneo reinaba junto al río. Los robles, los raulíes, los palosantos, los lingues, los laureles se alzaban centenarios juntando en lo alto las testas locas de azul. Por los troncos ceñidos por el tiempo, que año a año ahondaba el sello de su abrazo, subían las copihueras cuajadas de sangrientas floraciones. Fucsias rojas, violáceas y blancas sacaban burlescamente la lengua a las humildes azulinas que estrellaban el tapiz de verde musgo. Los maquis se inclinaban al peso de los frutos maduros. Pensamientos diminutos levantaban entre las hojas sus caritas interrogadoras. Rosados, carnosos los pétalos, los chupones ofrecían su pulpa jugosa, al par que las murtillas perfumaban apetitosamente la atmósfera húmeda. Un pitío quejábase obstinado en unas quilas. Coqueteando con los árboles, el,agua se deslizaba murmurante y reidora sobre las pulidas piedras, formando a veces remolinos de blanca espuma.

--De toíto encontré, niña. Mira: matico pa' las herías..., natri pa' refrescarlo, yerba plata pa' darle agüitas..., toronjil pa' que olorose, y menta tamién.

Salía doña Clara de la verdura cargados los brazos de hierbas y ramas, rebosante la chupalla --colgada del brazo por las bridas-- de murtillas y chupones.

--Ya será güeno que vaigamos caminando.

--Voy a recordar a don Florisondo. Ejalo no más, después lo'arreglo too pa' que no vaiga a quer.

--Abrevee, iñora, qu'es tardazo ya.

--¡Don Floro! ... ¡ Don Florisondo!... ¡Recuerde, don Floro! ...

--¡Ah! ¿Qué? Tan bien qu'estaba durmiendo.

--Ya estará güeno que nos vaigamos --advirtió Cata--, si no vamos a llegar con noche y yo hago falta en la rancha.

Emprendieron la subida, y si la bajada fue lenta, penosa e interminable, aquella cuesta no tenía trazas de terminar jamás. El herido se quejaba, y las mujeres, tomándose con una mano a la. barandilla, ocupaban la otra en sujetar a Juan, que se resbalaba. Una larga hora tardaron en subir, y si ya en la meseta no sufrieron malas posturas, en cambio los árboles se fueron enraleciendo y pronto el sol quemante de febrero cayó enloquecedor sobre ellos.

Con su chupalla tapó Cata la cara de Juan Oses, ahuyentando con una rama de maqui los tábanos que se echaban en las heridas mal restañadas.

Iban amodorrados con el calor el viejo y doña Clara. La evaporación de la lluvia caída en la noche anterior hacía la atmósfera pegajosa y fatigante.

Indiferente al calor y al cansancio, Cata se aislaba en sí misma. Tenía la muchacha ese fatalismo que hace acogerlo todo con igual calma. Dichas, pesares, enfermedades, muerte, son para ella poderes contra los cuales no vale rebelarse. ¿Para qué, si es el Destino? Ignorancia, miseria, malos instintos, el crimen mismo, son para ella poderes contra los cuales no vale luchar. ¿Para qué, si es la Fatalidad?

Embotada por el calor y el polvo, torpemente iba coordinando ideas:

"Si en vez de venir este año hubiera venío el año pasao Juan Oses. Este no hubiera venío a las torcías como l'otro... ¿Onde andará agora ese canalla? Juan Oses se habría casado y tendríamos una puebla... Y cómo la tendría yo e limpia y bien arreglá. Pero ¡jue fataliá! Llegó l'otro y yo me golví loca con su palabrería vana y..., en fin..., ¡cosas del destino! Lo pior sería qu'éste s'echara p'atrás y no quisiera na casarse Con lo templá que me tiene, yo soy capaz d'irme y vivir con él así no más... Pero no, éste es güeno..., éste me quere de veras..., éste se casará y naiden podrá entonces limpiarse su boca en mí. ¿Y si no quere? ¡Ay, Señorcito!"

Y bajo el sol de fuego, la carreta, lentamente, seguía...

 

 

 

 

8

 

 

Por ser fin de cosecha y día de pago en la hacienda, Rari-Ruca estuvo ese domingo muy animado. Constantemente llegaban grupos de campesinos a caballo llevando en ancas a las mujeres vestidas con percalas de tonos claros, terciado el manto puesto a modo de chal, la cabeza cubierta por chupallas de ancha ala y copa baja, adornada con un manojo de flores silvestres. Lucían los hombres mantas de colorines, grandes sombreros y espuelas descomunales que tintineaban a cada paso. Las cabalgaduras, también endomingadas, ostentaban sobre la silla un choapino muelle y las prevenciones hechas con lanas multicolores.

Era alegre y pintoresco el desfile que, pasando frente a los chalets, torcía camino del despacho.

Más tarde llegaron los fuerinos, también en grupos, cansados y polvorientos con la larga caminata a pie. Iban con la echona y el hatil o miserable al hombro, caminando sin rumbo fijo hacia el sur en busca del pan. Algunos se detuvieron en el pueblo, los más siguieron su triste peregrinación.

A la hora de almuerzo, la cocinaría de don Rafo se hizo pequeña y sus hijas Norfa y Diña apenas si bastaban para atender tanto parroquiano. ¡Que cazuela aquí! ¡Que pebre allá! ¡Que vino a éste! ¡Que ají a este otro!

A las tres las cabezas estaban algo abombadas por la digestión dificultosa y el mucho alcohol. A esa hora apareció Campos con la Margara, que traía la vihuela. Tras un pulsearla que hizo cabrillear los nervios, la voz de la mujer se alzó, enronquecida y sensual:

 

La carta que t'escrebí

en un pliego e papel

verís cuando la estés lendo

lágrimas se t'han de quer...

 

¿Qué decían aquellos versos? ¿Qué había en la voz lacrimosa de la mujer que los hombres sintieron correr fuego por las arterias y en los ojos de las mujeres brilló húmeda una luz de aquiescencia?

Se formaban parejas y el zapatear de la cueca hizo pronto estremecerse el bodegón.

--¡Benaiga, m'hijita!

--¡Hácele, ñato!...

--¡Aro! ¡Aro!

--¡A su salú, prenda!

Ardía la fiesta cuando llegó solapadamente San Martín. Era tal el entusiasmo que la presencia del carabinero no fue advertida. Se acercó, tras un rápido mirar de sus ojillos de paquidermo, a la mesa en que varios mozos solos bebían con gran algazara.

--Güenas tardes --los saludaba bonachonamente, desconcertándolos.

--¡Ah! -- una ráfaga de odio y miedo pasó por las fisonomías rubicundas; animalizadas por el vino--. Güenas tardes --contestaron los hombres por fin.

--Da gusto ver tanta gente en el pueblo. Parece que hoy han bajao toos los de l'hacienda.

--Así no más es --contestoóCharlo Almendras--, andamos toitos.

--¿Y la cosecha estuvo güena?

--Según y cómo... La d'avena estuvo como nunca e güena, pero en cambio el trigo es una compasión, chichito y negrucio...,un puro vallico no más.

--¡Vaya!, ¡Vaya! ¿No me queren conviar un traguito? ¡No sean tan mezquinos, pue!

--¡Con su amigo! --exclamó Chano Almendras, que por estar medio borracho olvidaba fácilmente sus rencores en contra de San Martín.

--Y agora --dijo éste tras de apurar el vaso--, agora los voy a conviar yo con un trago e juerte que me van a aceutar toítos. ¡Diña!

--¡Mande, mi primero! --sonreía la muchacha, que acudió prestamente.

--Tráete una botella e coñaque pa' conviar a estos amigos.

--No hay na coñaque, mi primero, pero si es gustaor pueo ir en un volando al despacho a buscar una botella. ,

--Ya está... Toma y anda corriendo. No hay como la Diña pa' ser bien mandá.

Los hombres se miraban interrogándose con los ojos: aquellas maneras de San Martín y aquel su convite teníanlos perplejos. Acostumbraba el carabinero sacarlos a rebencazos y empellones del bodegón cuando "la fiesta" se prolongaba los días de pago. Mas, como ninguno tenía las ideas muy lúcidas, se acomodaron a su nuevo modo de ser, si bien al principio con cierto recelo que los mantenía en guardia, con una total confianza cuando volvió Diña y el coñac fue paladeado.

--¿Cómo le va, mi primero? --dijo, acercándose uno que entraba.

--¡Pereira! !Bah!, hombre, ¿cuándo llegaste? -- contestó San Martín.

--Agorita, no más, en el tren pagaor.

--¿Estái de carrilano entonces?

--Y muy a gusto. Güenas tardes, niños; ¿no s'acuerdan de mí?

--Güenas tardes, Pereira --contestaron algunos, y otros, como Chano Almendras, se pusieron en pie, cambiando efusivos saludos con el recién llegado, un hombre joven, pequeño y musculoso, mtiy pagado de la ruda belleza de sus facciones, talladas en ámbar.

--Tome asiento.

--Sírvase no más.

--Gracias --el mozo apuró hasta las heces el vaso desbordante-- ¿Y qué novedades hay por aquí?

--Ni'unita, too sigue lo mesmo.

--La única novedá --dijo San Martín muy despacio y remachando la frase con un reir malicioso--, la novedá grande es que la Cata se casa...

--¿La Cata?... --las pupilas de Pereira se dilataron sorprendidas, para luego esconderse rápidas tras los párpados.

--La Cata, sí, la mesma...

--Harta suerte qui'hace-- tercio Diña--; el hombre es bien trabajaor y honrao. A guapo no se la gana naiden.

--Sí, ¿no? --dijo Pereira distraído.

--Están con. toíta la suerte, yo jui antiayer a ver a la Cata pa' que me cortara una blusa. Juan Oses ya está tan alto y sale al trabajo, y como murió don Sánchez, el ovejero, en casándose les dan esa puebla y Juan Oses quea con el destino pa' siempre.

--Sí, ¿no? -- volvió a repetir maquinalmente Pereira.

--A la Cata lo que la tiene más contenta es que Juan Oses va pasar por el cevil a Aladino como hijo d'él. Doña Clara no, porque está loquita e contenta la veterana.

--¿Qué icís vos.de too eso? --preguntó San Martín al recién llegado.

--Yo no igo na... ¿A mí qué m'importa? .-contestó hosco-- Salú --agregó luego, bebiendo.

--A la salú e los novios y a la suya tamién, Pereira, que hacía tantazo tiempo que no lo veíamos por aquí,

Bebieron.

--¡Diña! -- llamó San Martín.

--Mande.

--Vaya, mi palomita guacha. No sea tan arisca y alléguese p'acá...

--¡Déjese! ¡Déjese no más!...

--Sírvase un poquito e coñaque, aquí en mi mesmo vaso.

--Muchas gracias --y limpiándose la boca con el delantal agregó coqueteando--: Voy a saber toítos sus secretos.

--No tengo ni'unito.

--Quizá...

--Yo sé uno -- interrumpió Chano Almendras, a quien el alcohol ponía más y más confianzudo--. Yo sé que a vos te gustaba la Cata y que 1e tenís pica a Juan Oses porque se la lleva.

--¿Estái loco, niño, o estái borracho? Al único que le podía sacar pica el casorio e la Cata es a Pereira, y ya vis vos lo sin cuidao que lo tiene.

--¿A'mí? -- vociferó Pereira, dando un fuerte puñetazo sobre la mesa--. ¿A mí?

--Sí, hombre, a vos mesmo.

--Yo no tengo na qui'hacer con la Cata.

--Jue de vos y cuando un hombre es hombre no se deja arrebatar así a su guaina.

--Poco m'importa la Cata...

--No vengái con disimulos. Harto agarrao te tuvo el otro año, y si no hubierai sío casao, te habríai casao con ella pa' tenerla segura.

--Lo pasao es pasao...

--Lo qui'hay e cierto --dijo Chano--, es que vos le tení mieo a Juan Oses y te atrevís a ponértele...

--Cómo voy a esafiar a una persona que no conozco.

--Así sera...

--Así es...

--¡Es que vos sos un cobarde no más!...

--¡Vos serís el cobarde! -- contestó enfurecido Pereira, lanzando a la cabeza de Chano la botella vacía de coñac.

Chillaron las mujeres, calló la guitarra y en todos hubo un movimiento enloquecido de retroceso.

La botella no hizo blanco, yendo a estrellarse contra la pared. Con un gesto rápido San-Martín cogió en vilo a Pereira, llevándolo hasta la puerta.

--No, pue, mi amigo, boches no -- dijo, empujándolo hacia fuera.

--¡Así se trata a los cobardes! --gritó Chano, que en su borrachera creía haber librado gran refriega con el adversario.

Pereira quiso de nuevo entrar al bodegón, mas San Martín lo envió de una bofetada al medio de la acera polvorienta.

--Ya l'igo que boches no --y trancando la puerta dijo a los de adentro--: Esto no ha sío na... ¡Que siga la fiesta! Con vos voy a bailar esta cueca, m'hijita linda... ¡Hácele, Margara!

 

 

 

 

9

 

 

Pereira logró ponerse en pie y dolorido y trabajosamente llegó hasta la puerta cerrada, que golpeó con furia. La única idea que tenía en el cerebro era abrir aquella puerta: la golpeó, la arañó, le dio de empellones. Cambiando de súbito de idea, dio media vuelta y caminó hacia el despacho, donde estuvo tomando y tomando fuerte, al que aun agregaba trozos de ají. Cuando salió, al atardecer, apenas si-se sostenía. Hacía ya rato que el tren pagador había partido, tras mucho pitear llamándolo.

Frente al bodegón de don Rafo la palabra "cobarde" le vino a la mente.

--Ti'han llamao cobarde..., ¡hip! A vos, Peiro Pereira, ti'han llamao cobarde. Cobarde, ¡ay!, sí --tarareó de pronto con el motivo de la cueca--. No, vos no sos na cobarde, porque si jueras cobarde serías..., ¡hip!, cobarde. Esculpe, iñor --había tropezado con un caballo atado al "varón" que protegía el negocio de don Rafo--. Esculpe, iñor; jue sin querer. ¡Hip! ¿Sois vos, bestia e miéchica, que t'atrevís a ponertelas conmí? -- y de pronto enternecido, abrazándose al cuello del animal--: ¿Creís que soy cobarde yo, Peiro Pereira? Vos sos l'único que me querís. ¡Hip! No es la pura que no me creís na cobarde? ¡Hip!, mi guachito di'óro que li'han llamao cobarde --se dirigía lloroso y patético tan pronto al caballo como a sí mismo--. ¿No te da pena cómo han insultao a tu hermanito? ¡Hip! Pobrecito vos que ti'han insultao. Vámonos, ¿quele? ¡Hip! ¡Hip! ¿Quele que nos vaigamos? Vámonos, no más, m'hijito querío...

Tras muchos esfuerzos y fuertes porrazos consiguió subir. al caballo, que a buen paso tomó el camino da la querencia: era el caballo del mayordomo de la hacienda que "fiesteaba" con los demás en el bodegón. Por un milagro de equilibrio el mozo no se caía. Al empezar la subida de Rari-Ruca se inclinó sobre el cuello del animal, abrazándose fuertemente a él, y pronto se quedó amodorrado.

Despertó a media cuesta de Collihuanqui, en plena montaña, donde el caballo se había detenido ramoneando los brotes tiernos de las quilas.

Se desperezó el mozo reconociendo el sitio y un largo rato tardó en coordinar ideas que lo hicieran comprender por qué estaba allí, en la quebrada de Collihuanqui y no en su puesto del tren pagador que a esa hora debía haber llegado a Púa.

--Me agarró el coñaque; lo pior es la multa --murmuró entre bostezos.

Era prima noche y las estrellas al amparo de las sombras curioseaban mirando hacia la tierra: algunas asomaban un instante su pupila de plata y se perdían llamando a otras para luego aparecer juntas. Un'vapor azuloso subía del fondo de la quebrada; en la vaguedad de ese azul había también estrellitas de plata, pero estrellitas errantes y gemelas: luciérnagas que encendían sus pupilas de luz celeste. Regañaba el río con las piedras, haciendo burla de su afán el viento con los árboles. Una lechuza lanzó, en lo alto de un roble su ulular agorero y un escalofrío sacudió a Pedro Pereira, que se irguió amenazador.

--¿Tamién vos venís a reírte e mí, chucho del diaulo? Era lo que me faltaba. Y a vos, ¿quién te dio permiso pa' pararte a comer, bestia e porquería? Vamos andando... Vamos galopiando, te igo yo... Güeno no más... ¿No querís? ¡Tomal... ¡Toma!... Galopiando, galopiando y galopiando... Cuanto antes que lleguemos es mejor. Andale, t'igo. Esa Cata me las va pagar bien recaras..., y el Juan Oses tamién...,y Chano Almendras..., y San Martín..., y vos tamién, bestia sinvergüenza. ¿Hasta cuándo te voy a icir que galopís? Me la van a pagar caro toos... Toitos...

Resistíase a galopar cuesta arriba el caballo, mas en cuanto aflojaba el paso los talones del hombre se hundían en sus flancos y el rebenque caía rápido y brutal sobre las orejas. A veces el bruto se encabritaba, no consiguiendo con sus botes desprender al jinete, que parecía atornillado a la silla.

Así llegaron frente a la rancha. De un brinco el hombre se bajó atando el caballo sudoroso a los tranqueros, y silenciosamente caminó hasta la cocina, por cuyas rendijas salían hilos de luz. Pegó la cara a la más luminosa y miró.

Sentados muy juntos, Cata y Juan charlaban cerca del fuego misericordioso del hogar. Doña Clara raspaba una olleta, en el fondo, entre penumbras. Hablaba Juan Oses y las pupilas de Cata se deslumbraban como ante un paisaje lleno de sol; algo más íntimo la hizo inclinar la cabeza; entonces Juan miró indagadoramente atrás, y viendo a doña Clara de espaldas continuar en su afanoso raspar, atrajo hacia él la cabeza de la mujer, hundiendo la cara en la maraña obscura de los cabellos.

Una violenta crispación agitó los nervios de Pedro Pereira. Pausadamente se quitó la chaqueta, se ajustó la faja, y tras de escupirse las manos y apretar los puños, haciendo jugar los músculos, abrió resuelto la puerta, entrando en la cocina. No sabía bien lo que lo hacía obrar, mas una fuerza superior lo empujaba.

--Güenas noches.

--¿Ah? Güenas noches --contestó doña Clara.

Cata se desprendió rápidamente del abrazo, y con voz que la emoción enronquecía más aún, preguntó:

--¿Qué andái haciendo aquí?

El intruso contestó con otra pregunta:

--¿Con qu'era cierto lo que m'ijeron?

--¿Qué t'ijeron?

--Que t'ibas a casar con ése --señalaba con los labios estirados a Juan.

--La pura no más t'ijeron, ñato --contestó doña Clara desde su rincón:

--Es que yo no soy consentior d'ese matrimonio.

--¡Bah!, era lo que nos faltaba. Tenerte que peír permiso a vos pa' que la Cata se case... ¿Qué tenís vos que ver con ella?

--Eso lo sabe ella tan bien como yo... Ella ha sío mía y yo no quero que sea e naiden:

--Andate p'ajuera, mejor, borracho sinvergüenza. ¡Cochino! --exclamó la vieja, alzándose amenazadora con la olleta en alto.

--Tenga o no tenga uste razón; lo pasao pasao está. Y yo no consiento que venga aquí a molestar. Váyase y no güelva más por estos laos si quere que lo echen de mala manera --hablaba Juan Oses sosegadamente, tratando de' convencer al borracho.

--No tenís pa' qué hablarme a mí, roto cobarde... Cobarde... Vos sois el cobarde y no yo --parecía enloquecido por la palabra que lo quemaba--. ¡Cobarde!... ¡Vení a medirte conmí si t'atrevís... ¡Cobarde!

Juan Oses se puso en pie.

--¡Válgame, mi Señorcito! --vociferó doña Clara--. ¡Mamita virgen!

--No l'hagás caso, Juan --interrumpió Cata--; es una bestia inofensiva que no li'hace guapos más que a las mujeres.

--¡Vos te callái, perdíal... ¡Baboseá!...

--¡Por vos, que sois un canalla!... ¡Cobarde! ¡Pégale, Juan, que pague de una vez too lo que m'hizo penar!... ¡Echalo de una vez!... ¡Pégale duro!...

Con la cabeza baja, lo mismo que un toro que embiste, con la misma mentalidad y el mismo fin, se arrojó Pereira sobre Juan Oses. Pero éste lo esperaba: en guardia el brazo izquierdo, que rechazó el golpe; ligero el derecho que hizo rodar al agresor hasta la puerta. Ahí, con un puntapié, lo lanzó fuera.

--¡Mentiroso!... ¡ Levantaor!... ¡ Cochino!... --seguía vociferando doña Clara.

--Mamita, cállese por favor --rogó Cata, avergonzada.

--Está como cuba --dijo desde fuera Juan Oses, que se demoraba viendo cómo Pereira se ponía lentamente en pie--. Con esta leución creo que no quedrá más.

Con su habitual modo tranquilo, volvióse Juan para entrar. Mas el otro esperaba el momento y de un salto prodigioso cayó sobre las espaldas de Juan Oses esgrimiendo el corvo traidor que se hundió hasta el puño.

--¡Ay! --se desplomó Juan Oses fulminado.

--¿Juan? ¿Qué pasa? --preguntó desde dentro Cata.

Silencio. Luego el galopar de un caballo que se alejaba.

--¿Juan? ¿Juan? --la muchacha se adelantó inquieta--. Traiga el chonchón, mamita.

--Mi Diosito, ¿quí'ha pasao?

Un doble grito de horror al encontrar el cuerpo inerte.

--¡Ay! ¡Señor! ¡Señor!

--¡Juan, mi Juan! --sollozó Cata, abrazándose al cadáver.

--¡Ay, mamita Virgen, tres rosarios pa' que no esté na muerto!...

--Me lo mataron... ¡Juan!... ¡Mi Juan!... ¡Oyeme, soy yo, tu Cata!...

--Pero si agorita no más estaba vivo...

--¡Juan!... ¡Ay, Señor!... ¿Qué fataliá tengo yo?

--¡Ay! ¡Socorro!... ¡Vengan, vengan, por Diosito!...

--¡Quero morir yo tamién!... ¡Mátame a mí tamién!... ¡Cobarde!...

En la desolación de la rancha desierta los gritos de ambas mujeres resonaban pavorosos. La vieja sollozaba convulsa. Cata aullaba su dolor abrazada al cadáver. Algo tibio, húmedo y pegajoso que empezaba a filtrar a través de la blusa la hizo alzarse completamente enloquecida.

--Sangre --murmuró, mirando la mancha que se destacaba sobre la blancura de la percala--. Sangre --volvió a repetir balbuciente, cayendo de bruces sobre el cadáver.

--¡Ay, Señorcito! ¡Qué fataliá tan grande! -- gemía en un hipo doña Clara.

Cuando al atardecer del día siguiente dieron San Martín y sus hombres alcance a Pedro Pereira, que huía por Collihuanqui, camino de la cordillera, el fugitivo, al verlos y comprender que estaba perdido, aflojó las riendas del caballo murmurando entre dientes:

--¡Sería mi destino! -- y esperó indiferente que lo apresaran.

 

 

BRUNET, Marta. Montaña adentro. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.359-387.