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DOS ESTILOS DE NOVELA: MARTA BRUNET Y MARÍA LUISA BOMBAL

Martha E. Allen
Mills College


Un poeta norteamericano contemporáneo ha dicho que la poesía moderna es como un surco, porque camina derecho hacia un punto determinado; o como una receta perfecta, en la que aparecen todos los ingredientes necesarios, pero ninguno superfluo, en orden exquisitamente preciso. En una buena poesía, el lector sabe adónde va, y cuándo ha llegado a su meta. Modificando un poco esta observación, podemos aplicarla a las, novelas de dos autoras chilenas, y descubriremos en sus obras el mismo sentido de dirección consciente, aunque Marta Brunet y María Luisa Bombal parten de muy distintos puntos de vista y emplean una técnica enteramente disímil.

A este propósito examinaremos Montaña adentro y Bestia dañina, escritas por Marta Brunet; y La última niebla y La amortajada de María Luisa Bombal.[1]

Las dos novelas de Marta Brunet son regionales, realistas y dramáticas, con más de un toque de preocupación social. Montaña adentro narra la historia de Cata, quien ayuda a su madre a preparar los alimentos para los obreros en una hacienda en las montañas de Chile, y de Juan Osés, quien se gana su amor, salvando la vida al hijo natural de ella, a la que ama y con quien quiere casarse. La policía le prende, con el pretexto de una sospecha de robo y San Martín, carabinero de la localidad y su rival por el amor de Cata, lo aporrea brutalmente. Cuando Juan, ya libre y repuesto del vapuleo, está en la casa de su novia hablando tranquilamente con Cata, Pereira, antiguo amante de ésta, borracho, e incitado por San Martín, mata a Juan de una puñalada.

Bestia dañina, la otra novela, trata de los resultados trágicos del segundo matrimonio del viejo carpintero Santos Flores, con Chabela, una muchacha de la misma edad que una de sus tres hijas. Santos se casa porque desea tener un hijo varón; Chabela, sólo para gozar de las libertades de la dueña de casa y la oportunidad de tener un amante. Cuando Santos descubre su traición, la estrangula.

Examinaremos primero la manera adoptada por Marta Brunet para presentar sus personajes en Montaña adentro. No da, sino en raros casos, una descripción detallada de sus rasgos físicos. Apunta apenas un par de características de apariencia o de espíritu que apoyan la impresión que quiere que reciban sus lectores, y en cambio desarrolla y sostiene la personalidad de sus protagonistas, por medio de conversaciones e incidentes exteriores. La novela comienza con un diálogo entre dos obreros anónimos, sobre la descompostura de una máquina segadora. Durante la discusión que se suscita entre ellos y el administrador, sobre la causa del accidente, se destaca uno de los obreros por su carácter firme, fuerte, calmado, discreto y valeroso. La autora menciona el nombre del otro obrero, pero no el de Juan Osés hasta pasadas varias páginas, cuando habla "con voz entera... mirando bien de frente al administrador", (pp. 10-11) y ya Juan se ha quedado en la mente del lector como un hombre bueno y digno de respeto.

Otros aspectos del carácter de Juan se descubren cuando Marta Brunet delinea su ternura, generosidad, lealtad y cariño, en la escena en que él cuida a la criatura enferma y muestra su devoción a Cata (pp. 38-48). Cuando, más tarde, Juan se encara con la policía, su actitud frente al abuso de poder es la de un hombre mental y espiritualmente superior a los que le rodean (pp. 54-59). También sobresale en su fuerza física, cuando tiene que luchar con los carabineros. En el postrer incidente de su vida, al expulsar Juan de la casa de Cata al borracho Pereira, se nota la superioridad de su carácter, al mezclar cierta sorna con cierta compasión y humorismo en la manera tranquila, segura, con que trata de controlar al intruso (pp. 103-104). La novelista nunca vacila en el desarrollo seguro y continuo del carácter de su protagonista, sólo por medio de acción y conversación. Aun la muerte de Juan, sobria y tranquila, sin lucha y con un solo grito, mantiene la caracterización ya hecha:

 

Con su habitual modo tranquilo volvióse Juan para entrar. Mas el otro esperaba el momento y de un salto prodigioso cayó sobre las espaldas de Juan Osés esgrimiendo el corvo traidor que se hundió hasta el puño. --¡Ay l-- se desplomó Juan Osés fulminado. (P. 104.)

 

Empleando casi el mismo método, Marta Brunet nos descubre el carácter de Cata, primero en su aspecto de coqueta y siguiendo luego hasta pintarla como una mujer digna, enamorada de un hombre bueno. Dicho sea de paso, sólo tratando de Cata se halla una salida fuera del método objetivo, para penetrar en los pensamientos de un personaje, o para dibujar la lucha mental, por medio de análisis, y esto muy rápidamente (pp. 64-65). Por lo general, la lucha interior está sugerida a través de sus manifestaciones orales o físicas. Hay un ejemplo de esto en la escena en la cocinería de Rari-Ruca, cuando entra el carabinero San Martín, mostrando una falsa alegría malintencionada. Más tarde se presenta Pereira, a quien todos dan una cordial bienvenida:

 

--Tome asiento.

--Sírvase no más.

--Gracias --el mozo apuró hasta las heces el vaso desbordan-te. -- ¿Y qué novedades hay por aquí?

--Ni unita, too sigue lo mesmo.

--La única novedá --dijo San Martín muy despacio y remachando la frase con un reír malicioso-- la única novedá grande es que la Cata se casa...

--¿La Cata?... --las pupilas de Pereira se dilataron sorprendidas, para luego esconderse rápidas tras de los párpados. (P. 89.)

 

Con estas cuantas líneas tenemos la caracterización completa de la escena. La conversación que sigue desarrolla el argumento, sacándose en limpio en pocas palabras que Juan va a tener un empleo permanente en la hacienda, que va a casarse con Cata y adoptar a su hijo, que San Martín había deseado a Cata y que está enojado porque Juan ha logrado lo que él no pudo conseguir. La conversación, dirigida por San Martín, produce en Pereira la convicción de que, como Cata había sido anteriormente suya, no debería dejarla ser de otro tan fácilmente, aunque él esté ya casado. La culminación viene cuando un obrero borracho le acusa de tener miedo de Juan, y desde ese punto el resto del argumento es inevitable.

Aun los personajes secundarios están bien delineados. La novelista indica la personalidad del administrador, primero mostrando el temor de los dos obreros cuando van a darle parte del accidente; luego intercala una descripción de la región montañosa con sus vistas y ruidos placenteros y alegres, seguida del contraste con la actitud medrosa de los dos hombres anticipando el enojo del injusto administrador; después Marta Brunet confirma el concepto del temperamento brutal de éste, mostrando en la conversación del administrador con los obreros la inmediata suposición, por parte de aquél, de la culpabilidad y la estupidez de éstos; y finalmente añade el toque supremo, cuando aparece

 

... un perrillo joven con cierta gracia ingenua en los movimientos y una luz de alegría en los ojillos redondos. Dando saltos que torcían de lado su cuarto trasero, llegóse al administrador olfateándole los zapatos. Con un formidable puntapié lo envió el hombre lejos, dolorido y aullando. (pp. 13-14.)

 

El retrato espiritual del administrador está completo, desarrollado enteramente por medio de incidentes exteriores, acción y conversación.

De la misma manera gradual, la novelista descubre al lector el aspecto físico de sus criaturas: conocemos a Cata cuando, por la noche, regresan los trabajadores de los campos para comer, y ella es sólo una anónima figura garbosa en la luz de la puerta, una voz rauca y cortante. En las conversaciones que siguen, Marta Brunet hace resaltar varios rasgos de la muchacha; pero no tenemos una descripción de su persona hasta bien entrada la novela.

La autora emplea otra técnica, para presentar a San Martín. Ella interrumpe la narración y da a conocer algo del pasado del policía, y entonces proporciona una corta descripción física de él, suficiente para dejar una perdurable impresión de su naturaleza física y moral:

 

Era el carabinero un hombretón alto y desarticulado, con una gran cabezota caballuna. Pelos rojizos, foscos e hirsutos coronaban aquella figura magra. Una luz de crueldad lucía en los ojillos pequeños, como abiertos a punzón: ventanas del espíritu parecía que la naturaleza se avergonzara de su alma negra, dejándola asomar lo menos posible al exterior. (pp. 50-51.)

 

La novelista subraya esta presentación del carabinero, en escenas sucesivas donde los obreros reaccionan con un miedo extraordinario, cuando se presenta entre ellos (p. 54) y con trozos de conversación.

Es interesante observar el uso que hace Marta Brunet de la descripción del ambiente. Ya se ha mencionado la que contrasta el estado de degradación de los obreros con la serenidad y la alegría de la naturaleza circundante. En esta novela, sin embargo, las descripciones del paisaje aparecen más frecuentemente como interrupciones a la narración: el súbito lirismo de una vista de la naturaleza interrumpe violentamente el curso de la relación de acontecimientos sombríos o trágicos (pp. 77-78). No están como un fondo para la acción, ni añaden nada al desarrollo de la historia, sino que detienen todo el movimiento de la novela.

Además de los trozos de descripción de la naturaleza, se encuentran pasajes que subrayan el tema social. Algunos de éstos están intercalados con más propiedad que los arriba mencionados, pero no siempre lógicamente, como se puede ver en el que pinta la rancha de los trabajadores. El capítulo empieza cuando la madre de Cata está lavando la ropa en el río. Al oír llorar a su nieto, se va apresuradamente a casa. La autora detiene entonces la historia, para describir la casucha en que viven Cata y su madre, el comedor de los trabajadores, y la rancha donde duermen, por lo cual el lector observa que él no ve estos edificios al mismo tiempo que doña Clara, camino de su casa, sino que es la autora quien los introduce en la historia. Pero esto no impide que las condiciones de los degradados sean delineados con impresionante efecto, y la cita siguiente muestra el acento de fervorosa indignación con que Marta Brunet las pinta:

 

Más allá estaba ese horror que en los campos sureños se llama la rancha: tablas apoyadas en un extremo unas contra otras, formando con el suelo un triángulo y todas ellas una especie de tienda de campaña donde duermen hacinados los peones "fuerinos", es decir: aquéllos que están de paso en la hacienda trabajando a jornal o a tarea durante los meses de excesivo trabajo. Treinta o más hombres duermen en esas condiciones bajo la rancha que se agranda a voluntad, con sólo agregarle más tablas. Duermen vestidos sobre un poco de pasto seco y en esa región montañosa en que aún se usa la ojota, ni siquiera la molestia de descalzarse tienen... Hay peones que optan por dormir bajo los árboles, mas, en lloviendo, tienen que guarecerse forzosamente en la cancha nauseabunda poblada de parásitos: germen de roñas físicas y morales. (pp. 28-29.)

 

La novelista incluye también escenas de pintorescas costumbres regionales: el día de pago en Rari-Ruca, con la gente de traje vistoso, las canciones, la cueca, y las escenas típicas de la tocinería y del despacho. Mostrando un conocimiento afectivo de los chilenos de esta región rural, la autora presenta toques de la superstición y el pensamiento primitivos de la gente, con un dejo de humorismo y con mucha simpatía.

El sentido del fatalismo que tiene el pueblo, se encuentra a menudo en las novelas de Marta Brunet. Aparece en los ademanes y en las palabras de varios personajes, como por ejemplo en la última página de Montaña adentro:

 

Cuando al atardecer del día siguiente dieron San Martín y sus hombres alcance a Pedro Pereira que huía por Collihuanqui, camino de la cordillera, el fugitivo al verlos y comprender que estaba perdido aflojó las riendas del caballo murmurando entre dientes;

--¡Sería mi destino! --y esperó indiferente que lo apresaran.

(p. 107.)

 

En la segunda novela regional, Bestia dañina, Marta Brunet parece más diestra, en el arte de unificar todos los elementos de la obra. La narración es compacta; los incidentes entran sin producir choque y con naturalidad, en el curso del argumento; todas las descripciones de paisaje están subordinadas al relato, y preparan al lector para lo que va a ocurrir, o para intensificar la emoción o la impresión de la acción; el conflicto que es el centro del argumento aparece casi al principio y crece en intensidad hasta la página final. Bestia dañina empieza, como Montaña adentro, con la presentación del protagonista en el curso de una conversación, que muestra desde un principio su carácter:

 

--Diez...-. Veinte... Treinta... Aquí tiene su semana, maestro Flores.

--Diez... Veinte... Treinta... --contó pausadamente el viejo estirando con fuerza los billetes que luego lió y guardó en una cartera de cuero negruzco. (p. 17)

 

Y sigue el diálogo entre él y su patrón en el que Flores, calmada y cortésmente, se niega a trabajar el domingo y a través del cual lo vemos como un hombre bueno, respetable y respetado, terco y seguro de sí mismo.

Mientras patrón y carpintero discuten, cae la tarde, y sin ningún efecto de interrupción se lee un pasaje que describe la belleza de esta hora del día, con sus escenas caseras y típicas, y la evocación de los ruidos propios del lugar y de la hora en que regresan a casa los lugareños (pp. 8-9). Después de este trozo realista, el diálogo continúa brevemente, y entonces, para fijar la personalidad de Santos Flores, Marta Brunet da una descripción de su persona:

 

Era interesante el viejo carpintero, recia figura hecha en músculos que los años iban enjutando. Sólo eso y blanquear los cabellos había conseguido el tiempo, porque el cuerpo se alzaba de tan firme trazo único. A hachazos parecía haber sido hecha la fisonomía resuelta, de empecinado: cuadrada, la barbilla, filudas como aristas las quijadas, delgados los labios descoloridos, recta la nariz, horizontales casi las cejas, rectangular la frente amplia, cerrados de expresión los grandes ojos de iris gris acero que iban derechos en busca de la mirada del interlocutor. La voz acordaba con el resto: fría, sin modulaciones, lenta iba buscando con tino las palabras que mejor tradujeran su pensamiento. (p. 10.)

 

Notemos el paralelismo de estructura de las dos novelas de Marta Brunet: ambas comienzan con un diálogo delineador del carácter del protagonista, y el segundo capítulo de ambas cuenta lo pasado antes de la acción corriente, detallando lo suficiente para dar al lector una completa comprensión de la narración que va a seguir. Pero es obvio que en la segunda obra, Marta Brunet domina mejor los elementos de su arte. Por ejemplo, la autora comenta un tema de carácter regional: la omnipotencia del patrón sobre sus obreros, y del padre o del primogénito sobre la familia; pero inmediatamente lo acomoda y lo encaja en la historia:

 

Santos Flores reemplazó a su padre en la carpintería y en el hogar. Tenía un carácter de hierro. Los principios morales y religiosos que la madre le inculcara se modelaron en ese metal y nunca, nada ni nadie, pudo borrarlos. Mientras vivió el padre fué un obediente a su mandar, luego tomó la dirección de la familia, reducida solamente a la mamá Rosario, y bien supo ésta que era el hijo tan despótico como fuera el marido. (p. 13.)

 

Aquí, también, el lector encuentra el anhelo de Santos de tener un hijo varón, y conoce a sus tres hijas huérfanas: María Juana, la madrecita, seria y concienzuda; Meche, impulsiva, alegre y rebelde, y tan terca como su padre, a quien resiste a pesar de los castigos; y Tatito, enfermiza, tímida y devota. En este segundo capítulo se da la primera impresión del carácter de la novia de Santos, Chabela, a través de la reacción escandalizada de las tres muchachas, cuando aquél les anuncia su matrimonio inminente; en la declaración atrevida de Meche de que Chabela es una "mala bestia" y una "perdida" (p. 23); y en la contestación vaga y ambigua que da Chabela a las indagaciones de Flores.

En el tercer capítulo de Bestia dañina, como en Montaña adentro, se reanudan los hilos de la narración, y la autora tiene la oportunidad de relatar el viaje del cortejo de campesinos a la boda, del que da una descripción viva, de color local y de pompa, que culmina en un retrato de Chabela adornada con las galas regaladas por Santos. Chabela está pensando en el sacrificio de su juventud a un viejo --viejo, pero suficientemente acomodado para proporcionarle ricas prendas y joyas--, "y ya habría tiempo en lo porvenir para resarcirse de aquella venta" (p. 30). La breve descripción de su cara, se añade al concepto de la ambigüedad de su carácter y de sus malignas intenciones:

 

Ni bonita ni fea, la novia Pero extremadamente seductora con su frescura de manzana, apetitosa y prieta, sin más belleza que los ojos negros, enormes y sombreados por tupidas pestañas crespas. Ojos de malicia que sabían mucho, que dejaban adivinar lo que sabían y que a su antojo cambiaban de expresión tornándose cándidos. (p; 29.)

 

Marta Brunet dedica varias páginas al relato de la fuga vengativa de Meche con un muchacho de su misma edad, y muestra su compasión al tratar del meollo del asunto: el miedo y la venganza que motivan la acción de Meche; el ansia mezclada de ternura protectora por parte del joven, que se da cuenta de las confusas emociones de la chica; la hilaridad forzada y la coquetería artificial con que Meche trata de ocultar su pánico; y el odio salvaje de la muchacha hacia su padre:

 

--Que sufra --pensaba apretándose contra Víctor, sin olvidar un punto su papel de seductora--. Que sufra mi Taita como habimos sufrío nosotras con él... Que se retuerza las manos y se las muerda pa no gritar... Que tenga vergüenza como la tengo yo al ver qu'el puesto e mi Mamita lo va'ocupar una coltra como la Chabela... Que sufra... Que no puea dormir esta noche pensando que yo estoy con un hombre... Que se desespere, alguna vez que sea... (p. 39.)

 

En la escena del banquete en la cocinería de la tía de Chabela, después de la boda, la creciente intensidad del argumento cede un poco, pero sin interrumpirse, con cierto humorismo (pp. 44-48). Pero después de este respiro, el sobresalto ocasionado por el descubrimiento de la fuga de Meche gana en poder emotivo. Santos, sufriendo intensamente, pero impasible en apariencia, dice con sequedad, "la mujerque se pierde es porqu'es una perdía. M'hija Meche ha muerto pa mí." (p. 52). Y la novelista, contrastando la reacción de Santos con la de su nueva esposa, da una muestra de su capacidad de comunicar una idea indirectamente: Chabela se revela de modo más completo cuando comenta aparte a su tía que se siente aliviada por la fuga, porque habría sido difícil someter a Meche, y las otras hijastras no se atreverán a decir nada, si acaso ven algo.

 

-- ¿Qué cosa?

-- ¡Bah! -e hizo un gestillo picaresco.

... Se miraron y una doble risa contenida resonó en el salón. (P. 53.)

 

La escena siguiente empieza con una descripción delicada de aquella misma noche. Camino de su casa, Santos, a caballo, lleva a Tatito en brazos. María Juana y Chabela van adelante. Tatito está delirando, como resultados del choque psicológico sufrido. El fondo crepuscular da un ambiente de irrealismo al extraño balbuceo de Tatito que habla febrilmente de Meche, intensificando así la pena silenciosa de su padre. Durante su monólogo alucinatorio, pregunta repetidas veces por qué se ha casado Santos, hasta que éste siente, posiblemente por vez primera, un toque de remordimiento por su voluntarioso matrimonio que no ha traído sino dolor a la familia entera; pero culpa a la suerte, murmurando la frase que sigila el pensar del roto

 

--Sería mi Destino..." (p. 63).

 

Desde este punto la narración corre implacablemente, contando la conquista por parte de Chabela de la amistad y la confianza de las hijas de Santos, el curso encantador del noviazgo y del matrimonio de María Juana; el coqueteo de Chabela con el joven Fanor; y por fin el desenlace brutal y salvaje, cuando Santos descubre a su esposa en su perfidia y la estrangula.

La fría resignación fatalista con que concluye la narración de Montaña adentro aparece de nuevo en la página final de Bestia dañina. Después de denunciar furiosamente a su esposa, y de darle una muerte violenta, Santos, en su pundonor de marido traicionado y avergonzado, obedece a los mismos impulsos que el asesino de Juan Osés:

 

--Más vale que se muera pensó al evitar el cuerpo de Tatito desmayada-- así sufrirá menos.

Y rígido, frío e impenetrable --carátula de tragedia tallada en piedra-- salió a darse preso a las gentes que ya acudían llamadas por el Chincol despavorido. (p. 94.)

 

En esta segunda novela Marta Brunet combina con destreza el diálogo directo y la penetración en la mente de sus criaturas, que revelan así sus pensamientos, y muestra un profundo conocimiento de las pasiones primitivas que las rigen. Por ejemplo, nos detenemos con Santos, quien, aunque sabe que Meche no suele mentir, quiere creer a Chabela (p. 25); vemos el curso del odio y de la venganza en el pensar de Meche; seguimos la astucia pérfida en la mente de Chabela; penetramos en el sufrir medroso y los pensamientos pueriles de Tatito. Esta superior destreza literaria no disminuye el vigor de Bestia dañina, tan bien definido en esta novela como en la que la precede, y que muestra el mismo fuerte concepto de argumento.

El método novelístico directo de Marta Brunet no quita que haya una abundancia de arte en su estilo. Emplea un léxico amplio, con verbos, sustantivos y adjetivos emotivos. Sabe describir en términos luminosos, pero basándose siempre en el realismo.

En ambas novelas el argumento se centraliza en la fuerza dramática de las pasiones primitivas. La autora se mantiene siempre en actitud objetiva. Al lado de Marta Brunet; observando a sus personajes, mirando la rapidez y la seguridad con que maneja sus escenas, el lector ve a la gente de las montañas del sur de Chile atravesar el escenario de la hacienda y del pueblo descritos. En efecto, la impresión de hallarse ante un escenario dramático es muy patente en los dos libros. Extendiendo un poco más el uso del diálogo, ambos pudieran convertirse en piezas de teatro con mucha facilidad. Sus argumentos recuerdan al lector la acción y el sentimiento dramáticos de Cavalleria Rusticana y de I Pagliacci, en los cuales un mismo fondo rural y las mismas pasiones humanas que en las novelas de Marta Brunet, son la fuerza motriz de los relatos.

 

De las novelas objetivamente concebidas de Marta Brunet, pasemos a examinar los dos libros de María Luisa Bombal, La última niebla y La amortajada, los cuales presentan toda la acción, la descripción y la delineación de carácter por medios subjetivos. El lector ve solamente lo que ven los ojos de los personajes, siente solamente lo que ellos sienten. En las novelas de la Bombal, el lector no es en ningún momento, como ocurre en las de la Brunet, un espectador --al contrario, está siempre dentro de las percepciones del protagonista, sintiendo los toques de la vida.

Como dijo Amado Alonso en el prólogo a La última niebla: "Todo lo que pasa en esta novela pasa dentro de la cabeza y del corazón de una mujer que sueña y ensueña." (p. 11). Aunque se pudiera clasificar esta novela como un estudio psicológico, no hay en ella un análisis psicológico específico de los personajes. Tampoco existe en ella mucho diálogo. Constituyen el asunto los sentimientos de una soñadora, presentados al desnudo e íntimamente. La mujer --cuyo nombre no sabemos-- casada con un hombre que no puede deshacerse de su adoración por su primera esposa muerta, busca una salida para su amor. La niebla, omnipresente en todo el libro, la conduce una noche hasta un mundo irreal que ella se crea --"entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza" (p. 48). Allí se encuentra con un desconocido, y durante una noche conoce lo que es el amor. Unos años más tarde vuelve a ver a su amante en la bruma, cuando pasa en un coche. Le espera a cada vuelta del camino, pero no lo encuentra nunca: él es tan tenue como la niebla que lo creó. Ella, sin evidencia tangible alguna para apoyar su creencia, lucha por creer que él es un ser real, hasta que por fin se rinde a la certeza de que su amante nunca existió, sino en su mente.

Examinemos la manera de la Bombal, para penetrar en la personalidad de la soñadora. La conocemos la noche de bodas, cuando con su marido entra en la casa fría y húmeda de él, durante una tormenta --en una casa en que la presencia de la adorada primera esposa es muy tangible. La frialdad indiferente, la casi antipatía, entre los esposos, es evidente. La mujer llega a sentir:

 

...Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi cabeza. (p. 37.)

...Y me voy bosque traviesa, pisando firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas...

Esquivo siluetas de árboles, a tal punto extáticas, borrosas, que de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.

Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta estirada allá arriba, hay como un peligro oculto. Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra el asalto de la niebla. (p. 38.)

 

Una tarde, cuando ella vuelve de un paseo solitario, su marido la llama, para decirle que su hermano, Felipe, ha venido, con su esposa y un amigo, para visitarlos. En el trozo que sigue a este incidente, encontramos uno de los ejemplos sobresalientes de la capacidad de María Luisa Bombal de condensar en pocas líneas emoción y acción. En él no se malgastan las palabras; sin embargo, todos los elementos necesarios están presentes para constituir una escena completa. Como afirmó Alonso, nos encontramos con Reina --la cuñada de la protagonista-- por vez primera e inmediatamente descubrimos el secreto de su vida (p. 14):

 

Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de rododendros. En la penumbra dos sombras se apartan bruscamente, una de otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Reina, queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido. Sobrecogida, los miro.

La mujer de Felipe opone a mi mirada, otra mirada llena de cólera. El, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pechó la cabeza de su amante. (p. 39.)

 

Viendo a Reina con su amante, la mujer siente la falta de amor en su propia vida, y cuando intercepta sus miradas apasionadas, no pudiendo soportarlo más, huye hasta el parque brumoso, y va al estanque, donde se desnuda y se sumerge en el agua. Los elementos naturales no están descritos como objetos reales, sino como sensaciones, impresiones, a las cuales el anhelo presta una cualidad sensual:

 

Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y me penetran. Como dos brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua. (p. 42.)

 

La mujer nos ha revelado de paso que su cuñada se siente exasperada a menudo por "lo que ella llama mi candor" (p. 42), y así sabemos que no es una mujer de sociedad que busca una emoción malsana y viciosa, cuando, por ejemplo, se empeña en complacer al amante de Reina, o cuando quiere que alguien le diga que su cabellera es hermosa. Es que en ella palpita un instinto natural que busca satisfacción.

Ella espera al amor, y la noche en que ella y su esposo visitan a la madre de éste, en la ciudad, no puede dormir. La niebla penetra de tal modo en la alcoba, que la ahoga, y ella despierta a su marido para pedirle permiso para dar un paseo. El le dice que haga lo que quiera. Poniéndose un viejo sombrero de paja, sale de la casa. Al salir, nota que la puerta se abre mucho más fácilmente de lo que solía. Esta interpolación es la primera de una serie de insinuaciones que la autora inserta hábilmente en la narración para sugerir la cualidad de sueño de la experiencia de esa noche. En alguna parte, en una pequeña plaza, surge entre la niebla y la oscuridad, un joven. Otra vez sugiere la Bombal lo suprarreal:

 

Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas, levemente arqueada, prestan a su cara un aspecto casi sobrenatural. (p. 48.)

 

La noche de amor, en la pequeña casa a la que él la conduce en silencio, está presentada, con buen gusto y delicadeza, y al mismo tiempo es gráfica y clara. Tan grande es el alivio de la emoción hasta ahora enjaulada en su alma y su cuerpo, que la mujer puede exclamar más tarde

 

...¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si conoció el amor! Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez... Tan sólo con un recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin cansancio, los mezquinos gestos cotidianos.

Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de una alameda o en la ciudad, al doblar la esquina. Tal vez nunca lo encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades, en cada minuto hay para mí una espera... (p. 53).

 

Desde ese momento su vida, antes vacía, halla su apoyo en ese único pensamiento. Ella ve la cara de su amante en las ascuas del hogar; oye sus pasos cerca de su ventana; lo percibe en los elementos en una experiencia que no trata de calificar como real:

 

...Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó tres nogales e hizo persignarse a mi suegra, lo indujo a llamar a la puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy subido. Pero yo lo reconocí, y me desplomé a sus pies. Entonces él me cargó en sus brazos y me llevó así desvanecida, en la tarde de viento... Desde aquel día no me ha vuelto a dejar. (p. 56.)

 

Pero nunca llega a estar convencida de la realidad del primer encuentro. Cuando no consigue hallar su viejo sombrero de paja, el que llevó aquella noche memorable, se llena de júbilo, porque eso es un eslabón tangible entre ella y su amante, y porque su pérdida es la prueba de la realidad de la aventura.

Un día, un poco después del décimo aniversario de su matrimonio, ella está bañándose en el estanque, cuando ve salir de la niebla un coche cerrado, "silencioso como una aparición... sin provocar el menor ruido" (p. 58). Mientras los caballos bajan la cabeza para beber, "sin abrir un sólo círculo en la tersa superficie" (p. 58), ve una cara, cuyos ojos la miran. ¡Es él! El sonríe, y el vehículo se pone en marcha y desaparece en la niebla. La mujer se vuelve aI pequeño Andrés, ocupado en quitar de las aguas las hojas muertas, y con vehemente insistencia le pregunta si él ha observado al hombre que le ha sonreído -- y Andrés, para calmarla y complacerla, asiente.

Ya que su amante ha venido una vez, sin disimulo, puede ser que vuelva. La soñadora le escribe cartas que después destruye, y llena de él su vida. Una noche, cuando no puede dormir, y quiere salir otra vez a dar un paseo, su esposo no se lo permite, y al recordar el primer incidente similar, le dice que ella había bebido demasiado aquella noche en casa de su madre. Cuando ella, desafiándole, y casi con orgullo, exclama que aquella vez se había encontrado con un hombre, él le pregunta por su voz -- ¿le habló el desconocido? Y de repente ella se da cuenta de que no le había oído una palabra a su amante; no puede recordar el sonido de su voz, y piensa que "tan sólo en los sueños los seres se mueven silenciosos como fantasmas". (p. 69). Crece su pánico. El sombrero perdido no basta. Tiene que hablar con Andrés --¡él vió al hombre !-- pero cuando, al día siguiente, pide ver al muchacho, no se le puede hallar. Más tarde descubren su cadáver en el agua, en donde se ha caído de su balsa. Nadie, pues, puede corroborar lo que ella asevera. Mas ella tiene que creer que su amante existió en la realidad, porque es lo único que da significado a su propia vida. Al mismo tiempo se prepara para la no existencia actual del mismo, creyendo un momento que había muerto:

 

Me levantaba medio dormida para escribir, y, con la pluma en la mano, recordaba, de pronto, que mi amante había muerto. (p. 73.)

 

Hace esfuerzos por olvidarle. Se ocupa en tareas fatigantes de la casa y el jardín para cansarse, pero no consigue ahuyentar la imagen de su amante. Además:

 

Y si llegara a olvidar, ¿cómo haré, entonces, para vivir?

Y ya sé ahora, que los seres, las cosas, los días, no me son soportables sino vistos a través del estado de vida que me crea mi pasión.

Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer, mi hoy, mi mañana. (pp. 73-74.)

 

Inesperadamente llega un telegrama de Felipe, que pide que vayan al hospital en la ciudad, donde Reina lucha por la vida. Allí saben que Reina se ha pegado un tiro en el cuarto de su amante. La mujer, en vez de sentir compasión o preocupación por Reina, se siente colmada de celos amargos.

 

...¿No soy yo, acaso, más miserable que Reina?

Tras el gesto de Reina, hay un sentimiento intenso, toda una vida de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Reina: una llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre, horrible y totalmente desdichada. (p. 77.)

Y siento, de pronto, que odio a Reina, que envidio su dolor, su trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella, que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono. (p. 83.)

 

La mujer huye del hospital, y vaga por la niebla de la ciudad, buscando aquella plaza de feliz memoria, y la casita con su jardín descuidado tras la verja. Cuando cree haberlos hallado, e interroga al criado desconocido que abre a su llamada, desaparecen sus esperanzas, y ella, lo mismo que los chilenos rústicos de las novelas de Marta Brunet, exclama:

 

... Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi aventura, todo se ha desvanecido en la niebla. (p. 81.)

 

Pero sin su sueño la vida es insoportable. Así como Don Quijote tuvo que morir cuando su sueño, que era su realidad, se disipó, la mujer, cuando ella, con su esposo, parte del hospital más tarde, trata de matarse, arrojándose bajo un automóvil. Un hombre la arrebata brutalmente de debajo de las ruedas y, volviéndose a él como a un desconocido, ella ve que es su marido:

 

Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto! ¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? (p. 84.)

 

Le parece a ella ahora que el matarse, en una mujer de su edad, no sería razonable. En su juventud, en "un solo impulso de rebeldía" (p. 84), habría parecido apropiado. Pero un destino implacable le ha robado aun el derecho de buscar la muerte y "me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente a una vejez sin fervores, sin recuerdos... sin pasado" (p. 84). Y sigue a su esposo por la calle:

 

...lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día. Alrededor nuestro, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva. (p. 85.)

 

Así acaba este estudio convincente de un alma de mujer en su anhelo y necesidad de amor. Hemos visto lo cuidadosamente que María Luisa Bombal ha presentado los episodios de los cuales ha creado la soñadora su realidad de sueño y el gradual desencanto, que termina en una pasiva desesperación.

Ahora hemos de considerar otros aspectos del libro. La acción entera queda en el tiempo presente, a medida que la protagonista la experimenta. Solamente se emplea el diálogo cuando la mujer se encara con la realidad o la busca; habla directamente sólo a su esposo, a Andrés, a los padres del chico cuando lo necesita para sostener su sueño, y al criado en la casita de la ciudad. Casi todas las conversaciones son brevísimas. Todos los demás elementos del argumento o del desarrollo de carácter, están presentados desde el punto de vista de las percepciones de la mujer.

La autora no desconoce el mundo real. Lo ha observado bien, y lo comenta por medio de su protagonista, cuando cabe en el plan de su relato. En La última niebla, como en La amortajada, revela un interés profundo y un afecto verdadero por la naturaleza y sus criaturas, aun en una novela donde lo real está sometido a un argumento que crea un mundo irreal. María Luisa Bombal muestra una extraña conciencia de las fragancias que rodean a sus personajes, y se sirve de los cinco sentidos en su presentación de las percepciones de su protagonista, con igual fuerza e intensidad.

La novelista no pretende desarrollar el carácter de los personajes secundarios. Algunos de los que conocemos en el curso de la novela alcanzan cierta realidad. Otros, como en la vida real, se quedan en la sombra, semirrevelados. Los criados nunca se perfilan claramente; aun la suegra, quien obsequia a los esposos en su casa en la ciudad, y quien viene a vivir con ellos en el campo, está tratada tan casualmente como lo son la mayor parte de los parientes, de nuestros conocidos, en el mundo nuestro. Sin embargo, la autora se esfuerza en presentar pequeños detalles reveladores de su fina observación que dan un ambiente de verosimilitud a cada personaje. Hemos visto cómo apuntó la acción supersticiosa de la suegra, la tarde del vendaval (cf. cita de p. 56, en p. 13 del ms.); y surgen muchos otros detalles, como cuando la mujer nota algo extraño en la actitud de Felipe en el hospital, porque "ni tiene los párpados hinchados y las ojeras del que ha llorado" (p. 76).

Emplea la novelista palabras bien escogidas por su color sugestivo, y un estilo poético; usa la repetición con buen efecto; y, no obstante la poesía de la composición, el elemento que sobresale es la sencillez de expresión. La emoción más intensa queda delineada sin ornamentación barroca. Las frases están construidas para que el lector sienta una cualidad personal. Casi podemos oír la respiración rápida y silenciosa de la mujer, en las frases cortas que expresan su tensión cuando cualquier sonido pudiera cubrir los pasos de su amado :

 

A menudo, cuando todos duermen, me incorporo en el lecho y escucho. Calla súbitamente el canto de las ranas. Allá muy lejos del corazón de la noche, oigo venir unos pasos. Los oigo aproximarse lentamente, los oigo apretar el musgo, remover las hojas secas, quebrar las ramas que les entorpecen el camino. Son los pasos de mi amante. Es la hora en que él viene a mí. Cruje la tranquera. Oigo la cabalgata enloquecida de los perros y oigo, distintamente, el murmullo que los aquieta.

Reina nuevamente el silencio y no percibo más. (pp. 61-62.)

 

En esta corta novela María Luisa Bombal ha condensado con tanto éxito un argumento completo y complejo, que es casi increíble que tan pocas páginas contengan tanta intensidad de emoción y de movimiento. Un toque de maestro, plenamente consciente de su arte, dicta las frases con una certeza que las hace conmovedoras, reales y cálidas.

 

... Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas.

A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía.

Porque Ella veía, sentía. (p. 5.)

 

Así comienza La amortajada, y mientras los que la velan se inclinan sobre ella, volvemos con la memoria de la muerta a experiencias y percepciones anteriores, y sentimos con ella las sensaciones ahora más ricas que nunca que le ha traído la muerte.

En las primeras páginas la amortajada se da cuenta consciente de su apariencia. Inmediatamente ve a su alrededor a los miembros de su familia y a sus amigos. Entonces, como ocurre tan a menudo en las escenas descritas por María Luisa Bombal, un aspecto de la naturaleza --en este caso los ruidos causados por la lluvia y el viento--presagia un incidente, o acentúa una memoria del pasado, o permite la entrada de una emoción: "Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese día guardar en sí... No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, así, una emoción." (p. 8).

Las reacciones de la muerta, en relación con las personas, no son menos sensibles y profundas. La tutora dedica una gran porción de la obra a los tres individuos que pudieran designarse como el esposo, el hombre a quien amó la muerta y el hombre que la amaba --si tal clasificación no fuese demasiado fácil. Ninguno de los personajes es un tipo, y van siendo presentados, a través de los ojos y los recuerdos de la amortajada, tienen muchas facetas que los hacen extenderse más allá de las limitaciones generales novelísticas.

La muerta siente primero la presencia de Ricardo, su amigo de la niñez y su primer amor. Recuerda toda su juventud junto a él, los primeros años, la consumación de su pasión juvenil, su abandono y la pérdida del hijo no nacido. Y ahora comprende que aquel amor, que había creído muerto, estaba sólo dormido en los dos:

 

¿Era preciso morir para saber ciertas cosas? Ahora comprende también que en el corazón y en los sentidos de aquel hombre ella había hincado sus raíces; que jamás, aunque a menudo lo creyera, estuvo enteramente sola; que jamás, aunque a menudo lo pensara, fue realmente olvidada.

¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¿Es preciso morir para saber? (pp. 30-31.)

 

Este grito es la llave del tema de la novela, porque esta mujer percibe ahora realidades y actitudes antes escondidas. Algunas de las actitudes son suyas, propias: surgen inesperadas de su corazón conforme contempla el hecho de la muerte, y a las personas con quienes había convivido; otras son nuevos conceptos que percibe en los que la rodean.

Después de Ricardo, se inclina sobre ella su padre y le da su bendición, como se la había dado cada noche durante su juventud, y ella percibe una vez más el espíritu benévolo de él; su dolor reconcentrado y silencioso que no se manifestaría en presencia de otras personas.

Luego está ante sus ojos su hermana. Con palabras cariñosas la muerta evoca los tiempos anteriores que pasaron juntas, y la actitud diversa que tenían ante la vida. La maestría de la novelista se muestra otra vez, en las cortas líneas donde dibuja las creencias y la historia reciente de su hermana:

 

¿Dónde creerás que estoy? ¿Rindiendo justicia al Dios terrible a quien ofreces día a día la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la pérdida de tu único hijo, aquel niño desobediente y risueño que un árbol arrolló al caer y cuyo cuerpo se dislocó entero cuando lo levantaron de entre el fango y la hojarasca? (p. 33.)

 

La amortajada penetra en la mezquindad de mente y de carácter de su hijo Alberto, que tiene tantos celos de la belleza de su mujer que la ha enjaulado en una casa, lejos de los ojos del mundo. Nadie sino la muerta lo ve quemar la fotografía de María Griselda, en la llama de una de las velas mortuorias -- otra fotografía por la que algunos de los encantos de su esposa podrían escapársele. Algo en su hijo repentinamente es aparente para su madre:

 

Sus párpados. Son los párpados los que lo cambian, los que la espantan; unos párpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasión taciturna, se hubieran marchitado, quemados desde adentro.

Es curioso que lo note por primera vez. ¿O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepción de cuanto es signo de muerte? (p. 36.)

 

El segundo hombre en su vida viene a estacionarse a su lado. Es Fernando, su confidente, a quien a la vez necesitaba y despreciaba; lo necesitaba para que la adorase y lo despreciaba por su condición de infeliz, enfermizo:

 

Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano. (p. 54.)

... Para sentirme vivir, necesité desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo.

Qué de veces durante mi enfermedad me incorporé en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te había vedado. (p. 56.)

 

Y habla Fernando. Mientras en la semiobscuridad observa a esta mujer a la que había amado, su corazón clama porque se levante, porque conteste a la llamada de su amor. Luego, cuando alguien abre las persianas, la ve realmente muerta, y de repente comprende que toda su vida ha sido limitada y regida por su humildad sufriente, como de perro castigado, ante ella; siente súbitamente que está libre, y exclama para sí : "Ana María, ¡es posible ! ¡Me descansa tu muerte!... Tal vez desee tu muerte, Ana María." (pp. 57-58).

La mujer luego contempla a su hijo preferido, Fred, a quien lo había perdonado todo, y mimado, porque era "diferente", con su "sexto sentido" y su sensibilidad extrema.

Entonces entra el esposo de la muerta y se arrodilla al lado del lecho. Ella recuerda el día de la boda -- él, tan enamorado; ella, tan asustada, y sintiendo tanta nostalgia por su propia casa, en la casa fría y repugnante de él. Lo frío y lo aislado de su fundo, hace presente para ella el miedo del silencio que presagia la muerte. El curso de los primeros días de vida juntos pasa velozmente por su mente: el ardor de Antonio, la frialdad de ella, su regreso a la casa patriarcal; allí su repentina comprensión de que ama a su esposo y que le echa de menos; la demora de él en volver para reclamarla; por fin, su llegada, y su indiferencia ante ella, con su interés patente en otras mujeres. Recuerda la muerta el odio creciente que había sentido contra él por su nueva actitud hacia ella, un odio que la había sostenido y fortalecido y que aun ahora la regocija al ver ya una arruga que por fin aparece en el hermoso rostro de Antonio. Y entonces, incrédula, ve sus lágrimas:

 

A medida que las lágrimas brotan, se deslizan, caen, ella siente su odio retraerse, evaporarse. No, ya no odia. ¿Puede acaso odiar a un pobre ser, como ella destinado a la vejez y a la tristeza?

No, no lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. Nada le importa ya. Es como si no tuviera ya razón de ser ni ella ni su pasado. Un gran hastío la cerca, se siente tambalear hacia atrás. ¡Oh, esta súbita rebeldía! Este deseo que la atormenta de incorporarse gimiendo:

"¡Quiero vivir. Devuélvanme, devuélvanme mi odio!" (p. 78.)

 

Después la amortajada extraña a María Griselda, la esposa de Alberto, y vuela en espíritu

a la casa escondida en que queda su nuera, y le dice:

 

María Griselda, sólo yo he podido quererte. Porque yo y nadie más, logré perdonarte tanta y tan inverosímil belleza. (p. 79.)

 

Finalmente viene la hija de la amortajada, para llorarla -- esa hija tan fría e indiferente mientras vivía. Y sabe la madre que esa frialdad era solamente la juventud:

 

"Tu ternura hacia mí era un germen que llevabas dentro y que mi muerte ha forzado y obligado a madurar en una sola noche. Ningún gesto mío consiguió jamás lo que mi muerte logra al fin. Ya lo ves, la muerte es también un acto de vida." (p. 81).

 

Las nueve páginas finales de la novela están dedicadas al último viaje, desde la casa hasta la tumba. Son una serie de sensaciones cada vez más agudas y poderosas. Mientras la procesión pasa por los cuartos familiares y pisa la querida alfombra azul, la muerta clama con angustia de ama de casa:

 

He aquí, sacrilegio, que pisotean la alfombra azul. ¿Quién se habrá atrevido a traerla al vestíbulo?

...Dios mío, las aguas no se habían cerrado aún sobre su cabeza y las cosas cambian ya, la vida seguía su curso a pesar de ella, sin ella. (pp. 82-83.)

 

El pequeño grupo baja las escaleras, y ella percibe el último peldaño de piedra que había amado tanto -- ("¡Adiós, adiós, piedra mía! Ignoraba que las cosas pudieran ocupar tanta lugar en nuestro afecto.")- (p. 84). Atraviesa el cortejo el césped y desfila por la gran avenida, sombreada de árboles, donde por primera vez la muerta se fija en ciertos aspectos de belleza delicada en los árboles; y después la procesión entra en el pantano. Aquí una pausa, antes de seguir adelante, y la amortajada, en ademán de quien ama la tierra demasiado para estar separada de ella, clama:

 

¡Oh, si la depositaran allí, a la intemperie! Anhela ser abandonada en el corazón de los pantanos para escuchar hasta el amanecer el canto que las ranas fabrican de agua y luna, en la garganta; y oír el crepitar aterciopelado de las mil burbujas del limo. (p. 87.)

 

Por fin llegan al cementerio, y la mujer se siente como en casa:

 

¡Oh, Dios mío, insensatos hay que dicen que una vez muertos no debe preocuparnos nuestro cuerpo! Ella se siente infinitamente dichosa de poder reposar entre ordenados cipreses, en la misma capilla donde su madre y varios hermanos duermen alineados; dichosa de que su cuerpo se disgregue allí, serenamente, honorablemente, bajo una losa con su nombre... (p. 88).

 

Y seguimos en sus percepciones, sintiendo con ella la penetración de su cadáver en la tierra, en un crescendo rápido y rítmico, de movimiento vertiginoso:

 

...Y así fijé como empezó a descender, fango abajo, por entre las raíces encrespadas de los árboles. Por entre las madrigueras donde pequeños y tímidos animales respiran acurrucados. Cayendo, a ratos, en blandos pozos de helada baba del diablo.

Descendía lenta, lenta, esquivando flores de hueso y extraños seres, de cuerpo viscoso, que miraban por dos estrechas hendiduras tocadas de rocío. Topando esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas rodillas se encogían, como otrora en el vientre de la madre.

Hizo pie en el lecho de un antiguo mar y reposó allí largamente, entre pepitas de oro y caracolas milenarias.

Vertientes subterráneas la arrastraron luego en su carrera bajo inmensas bóvedas de bosques petrificados.

Ciertas emanaciones la atraían a un determinado centro, otras la rechazaban con violencia hacia las zonas de lima propicio a su materia.

¡Ah si los hombres supieran lo que se encuentra bajo ellos, no hallarían tan simple beber el agua de las fuentes! Porque todo duerme en la tierra y todo despierta en la tierra. (pp. 89-90.)

Una vez más la amortajada refluyó a la superficie de la vida... Y hubiera podido, en efecto, empujar la tapa del ataúd, levantarse y volver derecha y fría, por los caminos, hasta el umbral de su casa.

Pero, nacidas de su cuerpo, sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del universo.

Y ya no deseaba sino quedarse crucificada a la tierra, sufriendo y gozando en su carne el ir y venir de lejanas, muy lejanas mareas; sintiendo crecer la hierba, emerger islas nuevas y abrirse, en otro continente, la flor ignorada que no vive sino en un día de eclipse. Y sintiendo aún bullir y estallar soles, y derrumbarse quien sabe adónde, montañas gigantes de arena. (pp. 90-91.)

 

Aquí, por fin, en las palabras finales de la novela, por vez primera habla la autora a sus lectores, para asegurar --"lo juro" (p-91) -- que la muerta ya no quería levantarse.

 

Sola, podría, al fin, descansar, morir.

Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte; la muerte de los muertos. (p. 91.)

 

La amortajada tiene muchos elementos de estilo, en común con la novela anteriormente discutida. Presenta también al mundo real por medio de la mente y el corazón de sus personajes; pero la naturaleza no es aquí mera sensación, sino realidad. Los personajes incidentales otra vez se hallan presentados por la autora de manera casual, como la memoria los recuerda.

La acción se proyecta por medio de vistas hacia atrás, ligadas entre sí por cortos capítulos intermedios en los que fuerzas sobrenaturales llevan a la muerta por mundos y espacios, tal vez para simular la sensación de la muerte. Las escenas crecen en su poder emotivo. La novelista emplea la primera y la tercera personas, mezcladas sin aparente razón, como ya hemos visto en algunas citas. Pero estos cambios están tan bien combinados, que el lector apenas se da cuenta. Fuera del diálogo recordado y repetido por la mujer, en que hablan otros, sólo a Fernando se le permite expresar sus pensamientos. Esta única invasión inexplicable de un personaje secundario, en el centro de interés, junto con el movimiento de la acción en unas cuantas páginas, desde el lecho hasta la casa de María Griselda, son la única falta a la unidad de presentación del argumento. Sin embargo, en la primera lectura de la novela, tales interrupciones no llaman la atención.

María Luisa Bombal acierta perfectamente al interpretar la psicología femenina. Percibimos la vanidad de la amortajada, respecto a su apariencia física; su conciencia de que yace en las sábanas más finas; su necesidad de amor, y su capacidad instintiva de saber hacer sufrir a quienes la aman; sus celos y su odio, disueltos al ver llorar a la persona odiada -- todo ellos, atributos generalmente concebidos como peculiares de la mente y del carácter femeninos.

Todo el libro está lleno de trozos de exquisita poesía, y de toques seguros y hermosos de expresión. Muestra la novelista una rara certeza al pintar a los niños, con su curiosidad y sus crueldades inconscientes; al sumar algunas verdades básicas de la psicología; al describir aspectos de la naturaleza, así como de las cosas caseras más íntimas y comunes.

Tal vez lo más interesante está en los pensamientos subjetivos respecto a la muerte. La muerta de repente tiene conciencia del significado del alma, y como Unamuno, decide que para saber que se tiene una alma, se necesita sentirla "dentro de sí bullir y reclamar" (p. 35): como dice el filósofo, "No nos damos cuenta de tener alma hasta que ésta nos duela."'[2]

Habla María Luisa Bombal de la muerte del cuerpo y de "las sustancias vivas... separándose, escurriéndose por cauces distintos" (pp. 39-40); pondera la posibilidad de sobrevivir vitalmente en sus hijos: "Y tal vez mueras tú, antes que yo... muera en ti." (p. 81). Y por fin expresa una extraña sensibilidad hacia los cadáveres: "Debiera estar prohibido a los vivos tocar la carne misteriosa de los muertos." (p. 80).

Es notable en esta novela su sentido de unidad, de entereza. Con la posible excepción de la visita de la muerta a María Griselda en su aislamiento, las escenas se suceden en movimiento cada vez más vivo, creciendo lógicamente hacia el pleno conocimiento del ser de esta mujer, y hacia el concepto de la realización completa de las percepciones, como para colmar sus sentidos antes de que tengan que renunciar a toda sensación, cuando se junten con la tierra, en cuyas manifestaciones hallaron tanto deleite y éxtasis.

Para resumir estas notas, debemos tratar de averiguar el porqué de las diferencias entre estas dos escritoras chilenas de hoy. Como toda obra de arte muestra, punto más, punto menos, un reflejo de la vida del autor, busquemos primero lo que se puede hallar, o deducir, de la vida y la educación casera y académica de las dos novelistas.

Marta Brunet Casares nació en Chillán, en 1901. Nos dice Julia García Games que vivió durante su niñez, hasta los doce años, en el pequeño pueblo de Victoria. Su padre era propietario de un fundo en Pailahueque; pero a causa de su situación en las montañas, la madre enfermiza no pudo vivir allí. La muchacha recibió su instrucción en casa, no habiendo escuela para niñas en el pueblo. Jugaba siempre con los muchachos, y los dominaba y regía en los juegos. No le gustaron nunca las muñecas. Era una niña muy dada a la fantasía y al mundo imaginario. A los doce años su familia la llevó a Europa, donde pasaron dos años. Allí esta muchacha, en la edad impresionable, experimentó el choque de ver la realidad de muchas cosas antes soñadas de otra manera, y allí aprendió a ajustar su vida a la realidad. A la vuelta a Chile, la madre enfermó gravemente, y el padre estuvo muy ocupado con sus negocios, dejando a la muchacha presa de grandes aprensiones. Esto coincidió con un período de una religiosidad extrema y una exaltación religiosa anormal; pero este tiempo de anhelo y fervor extraños pasó, llevándose consigo la fe religiosa de Marta Brunet. Quedó en la gran calma "de mujer sana, libre de fantasmas, con los ojos muy abiertos sobre la realidad".[3] Dos años después comenzó a escribir. Cambió Cartas con Hernán Díaz Arrieta ("Alone") e inició una amistad perdurable con él, que le trazó un plan de lecturas y criticó sus ensayos literarios, animándola y ayudándola, habiendo reconocido sus grandes dotes. Es hoy "una mujer con inagotables reservas de voluntad y de fuerza, sin aprensiones secretas, ...sin alegrías demasiado grandes, ni decepciones excesivas".[4] Fue directora de la revista Familia, 1934-1939, y ha sido redactora de varias publicaciones. Fue cónsul en La Plata, Argentina, 1939-1942, y en 1943 fue nombrada cónsul en Buenos Aires.[5]

He aquí, pues, a una mujer dueña de sí misma, con una mente que ve las cosas como son, de espíritu sobrio, reconocida como persona de responsabilidad literaria y digna de representar a su patria en el extranjero.

Desdichadamente se puede hallar muy poco sobre la vida de María Luisa Bombal. Sabe,os sólo que nació en 1910 en Viña del Mar; recibió su educación en Europa, graduándose en la Sorbona: es muy aficionada al teatro, habiendo sido actriz en una compañía de actores de Santiago[6]. ¿Podemos completar algo acerca de su vida y de su persona, por lo que nos muestra entre líneas en sus dos novela? Debe de ser una mujer de familia acomodada, de cultura, sin preocupaciones económicas. Es criatura de grandes emociones, que vive dentro de sí misma, intensamente. Es muy femenina, con imaginación sutil, con grandes facultades de observación y penetración psicológica. Tiene un goce extraordinario en las sensaciones corporales, y una exquisita sensibilidad. Ha conocido muchos tipos de personas y ha sabido analizar sus actitudes y sus acciones. No está masculinizada, en su manera de pensar y de escribir.

Si esto fuere fidedigno (y es posible, si nos basamos en el espíritu de sus obras), tenemos fina base para una explicación de las diferencias que existen entre Marta Brunet y María Luisa Bombal.

La primera ha visto en el fundo de su padre, sin duda, los tipos que tan hábilmente describe, y los presenta como son, "en sus paisajes diseñados con piedra de mosaico".[7] Es fiel observadora: "Describe la tierra del Sur, copia el habla popular y colorea admirablemente escenas típicas, donde no falta ni sobra un detalle."[8] Y en su observación hay la objetividad exacta de un hombre de negocios que tiene en la punta de los dedos todos los elementos necesarios para llevar a cabo lo que ha planeado. La segunda novelista también ha observado, fiel pero emocionalmente, a la gente de la clase media, en una atmósfera urbana. Aunque las dos muestran un gran amor por la naturaleza, emplean sus manifestaciones de manera que concuerda con su persona.

Marta Brunet se interesa, en las dos obras examinadas, por los campesinos de la región de Chile que mejor conoce, y aunque hay un tema universal en sus novelas, las costumbres y los problemas de esta gente son de suma importancia en la narración. Presenta un drama humano, regional, realista, primitivamente pasional. María Luisa Bombal, en cambio, saca sus tipos --pero no; no son "tipos"--, sus personajes, de cualquier parte del mundo. Sus argumentos no necesitan de localidad específica. Aunque hay sensibles descripciones de paisaje, no son propiamente partes integrales del cuento. Sus novelas son un drama íntimo, personal, romántico, universal.

Marta Brunet oye hablar a sus personajes, y detalla sus relaciones entre sí. María Luisa Bombal siente las emociones de sus criaturas y muestra sus reacciones con relación a lo que ella observa. Convive con sus seres ficticios.

Marta Brunet tiene sentido del humorismo. Es un humorismo sano, algo sutil, sí, pero bastante robusto para hacer sonreír al lector. Es también un humorismo que denota una cariñosa simpatía hacia los chilenos rurales. En María Luisa Bombal no hay lo que podría llamarse un humorismo puro: hay toques leves, pero nunca ligereza. En una escritora tan intensa no cabe el humorismo.

En cuanto al arte, ya hemos visto pruebas de lo hábilmente que escriben ambas novelistas. Conocen las dos su medio; la finalidad artística que pretenden; han estudiado la materia prima; escriben como son. Y esto último es lo más importante: son absolutamente sinceras. Dan de sí, de lo mejor que sienten y saben, en un estilo propio, salido de su carácter y su espíritu.

Así es que dos chilenas, tan distintas entre sí, pueden considerarse juntas. Ambas convencen al lector. Ambas caminan directamente hacia el fin del surco, componen una receta perfecta. Las novelas de ambas se imponen a la atención del lector, sostienen su interés, dejan impreso en la mente el recuerdo de caracteres fuertes, individuales, y el sentido de la perfección artística.

 

 

Allen, Martha E., «Dos estilos de novela: Marta Brunet y María Luisa Bombal», Revista Iberoamericana, n.º 35, 1952, pp. 63-91.

 



[1] Todas las citas son de estas ediciones:

Marta Brunet, Montaña adentro. (Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1933, 2da. edición).

--------, Bestia dañina. (Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1926).

María Luisa Bombal, La última niebla. (Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1941, 2da. edición).

--------, La amortajada. (Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1941, 2da. edición).

[2] Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida. (Buenos Aires: Editorial Espasa-Calpe Argentina, S. A., 1939, 31 edición), p. 177.

[3] Julia García Games, Cómo los he visto yo. (Santiago de Chile, Editorial Nascimento, 1930), p. 163.

[4] Ibid., p. 160.

[5] Ronald Hilton, editor, Who's Who in Latin America. (Stanford, California, Stanford University Press, Part iv, 1947, 3rd. edition), p. 65.

[6] Ibid., p. 64.

[7] Alone [Hernán Díaz Arrieta], Panorama de la literatura chilena durante el siglo XX. (Santiago de Chile, Editorial Nascimento, 1931), p. 146.

[8] Ibid., p. 148.