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EL MUNDO MAGICO DEL NIÑO
Para las maestras "contadoras de cuentos"

Marta Brunet

 

Cuando hablamos del hombre primitivo creemos, ingenuamente, estarnos refiriendo a lejanos antepasados de los que nos separan murallas de siglos. No solemos advertir que el hombre primitivo convive con nosotros, dentro de nuestras casas y que en realidad está presente en los seres que más amamos, puesto que los niños pequeños, son los más perfectos ejemplares del hombre primitivo, ya que los albores de lo humano se reproducen en cada infancia. De ahí que la mentalidad del niño participe en tan gran medida de las características del salvaje, a un mismo tiempo sentimental y cruel, abierto a lo maravilloso y apegado a la tradición más estricta, porque las contradicciones no afectan su naturaleza prelógica.

El niño pequeño vive en un ambiente mágico en la más pura esencia de la palabra. Detrás de cada cosa advierte un sentido oculto, del que la cosa misma es sólo un símbolo. El mundo exterior no es para él solamente una organizada hostilidad o un posible manantial de goce; es algo más: una inagotable caja de sorpresas ante la cual toda expectativa es posible. Como el gatito nuevo, que en el revolar de una hoja seca prescinde del fenómeno en sí, y nada sabe de vientos ni de otoños, para ver tan sólo una invitación al feliz juego, el niño detrás de cada acontecimiento no advierte ningún encadenamiento lógico, sino la posibilidad de un cambio inesperado que puede producir efectos espantosos o deleitables, pero que, en todo caso, le incita a un estado de ininterrumpida expectativa. Para el niño la realidad tiene valor como fuente de posibilidades insospechadas, y así el mundo entero es como un juguete abandonado en sus manos que de pronto puede ser terrible, y en eso reside, por supuesto, su mayor encanto. Un juguete lleno de ocultos resortes, pero que él sabe que están allí, y que los grandes, tan aburridos casi siempre, saben manejar pero no comprender, y por eso, a pesar de ser capaces de encender el fuego, o de cerrar y abrir las puertas más altas, no llegan a conseguir la felicidad de saber cómo son por dentro.

El niño, a quien todas las cosas se le entregan en simultáneo, tumultuoso milagro, da por descontada la relación entre las mismas, de ahí que en su afán de conocimiento, más que el "cómo" le preocupa el "por qué", llevando a sus padres y maestros hasta acorralarlos contra las finales preguntas que carecen de toda respuesta posible: "¿Por qué la nieve es blanca?" "¿Por qué calienta el fuego?" Con esas preguntas el niño no busca salir de lo mágico, sino afianzarlo y comprenderlo. Lo mágico no es lo opuesto a lo lógico como muchas veces suponemos, sino que se basa en una utilización particular de la lógica. Así refiere el antropólogo francés Levy-Bruhl en "La mentalidad primitiva", que ciertos negros del África sostienen que los cocodrilos son animales inofensivos; si se les puede atribuir innumerables muertes, es tan sólo porque los magos de las tribus rivales se valen de su inocencia para practicar el mal, como se podrían valer de un cuchillo o de cualquier arma. Lo que diferencia al mundo mágico del nuestro, no es, pues, el empleo de la lógica, sino el "sentido" que se le imprime a la misma. El niño preguntón responde a lo que se acaba de aclarar con un nuevo: "¿Y por qué?", y está dispuesto a aceptar como buena, toda respuesta que le permita repetir otra vez su siempre insatisfecho "¿y por qué?"

Así, una de las primeras condiciones que debe cumplir el relato que quiere captar la atención del niño, es el de esa "lógica mágica", dentro de la cual un lobo puede hablar, e incluso ser confundido con la abuelita, pero "Los ojos serán más grandes para ver mejor; y las orejas serán más grandes para oír mejor, y los dientes serán más grandes para comer mejor". El niño sabe diferenciar un relato de un simple juego. En el juego le gusta utilizar las palabras como si fueran bolitas de color, prescindiendo en lo posible de sus valores representativos, complaciéndose en el goce de su sonido, como cuando dice: "Canzequi -- birulequi --zapatito de charol" y llegando a esa gracia puramente prosódica --que después redescubrirán los poetas más cultos con el nombre de "jitanjáforas"-- y que consiste, no ya en el manejo de palabras aisladas, sino de simples fonemas como el tan conocido: "Ene-tene-tú, cape-na-ne-nú, tiza-fá, tim-ba-lá...".

En el cuento infantil, ese tipo de juguetes vocales puede tener un valor de ornamentación, empleado, por ejemplo, como fórmula cabalística por parte de hadas o brujas, porque su misma falta de sentido aumenta las posibilidades del prodigio. Aunque a este respecto conviene recordar que el prestigio de lo mágico puede estar representado por la palabra más sencilla; no olvidemos que el famoso "sésamo" de Alí Babá para hacer abrir la puerta, nos parece lleno de oculto sentido "oriental" porque en nuestra vida no hemos visto un grano de sésamo, pero para el autor de "Las Mil y Una Noches" y para el público al que iba dirigido el cuento, decir sésamo, era como si entre nosotros, de habla castellana y americanos, dijésemos "maíz".

Insisto en que el valor de la magia reside fundamentalmente en el "sentido". En la estructura del relato el niño exige un respeto estricto a su lógica particular que le permite en cada caso la verificación de sus inagotables "por qués". Desde luego, que esos "por qués" pueden ser distintos de los que exigiría un adulto, pero deben obedecer a una inflexible causalidad: "¿Y por qué el Príncipe no mató al Mago Perverso?" -- La respuesta puede ser: --"Porque el Mago Perverso se había vuelto invisible". Esto basta y sobra. El niño no llevará su indagación a la posibilidad de hacerse invisible, que es para él cierta, porque cumple numerosos deseos íntimamente sentidos.

Nunca debe olvidarse que la condición fundamental de la magia, es lo que se llama "participación mística". El niño oye un relato, sin dejar de ser auténticamente él mismo, se identifica de modo pleno con los protagonistas. Es más, si el narrador no logra hacerlo sentir que él, el propio niño, es el héroe de la historia, puede considerar seguro su fracaso. El niño, desde que nace, se siente centro de su mundo, hacia él convergen todas las preocupaciones de sus padres y maestras, y siente la necesidad de que suceda lo mismo en el mundo de su Imaginación. Es a él a quien tienen que acontecer las cosas maravillosas o terribles de las aventuras que oye narrar, y que por ello pasan a formar parte de sus propias experiencias identificadas con las de su estirpe. Cada niño se siente más seguro de sí al identificarse con "el niño" ideal de su raza o pueblo. El cuento oído desde una Infancia más remota que la suya, porque es la infancia de toda su gente, pasa a formar parte de sus propios recuerdos, y de ahí que su inviolabilidad le resulte sagrada, pues alterar cualquiera de sus detalles, es alterar la Verdad misma. Admite, eso así, que se le añadan detalles nuevos, porque eso representa para él un surgir de recuerdos accesorios que se habían olvidado, y que ayudan con nuevas luces a precisar los contornos del hecho. Y como el niño siente en cada cuento que está oyendo el relato de su "verdadera" historia, no se deja engañar ni por los más hábiles. El sabe mejor que nadie lo que hay de cierto y de falso en cada cuento, por el modo en que se siente aludido en su intimidad, llamado por su nombre cuando se pronuncia el de Simbad el Marino, o el del Ratón Mickey. Nunca debe olvidar esto quien se dirija a los niños: Aunque formen un conjunto en torno a la narradora, es imprescindible que ésta se sienta en presencia de un solo niño, en directo contacto con él, "de persona a persona", porque contar un cuento es tal vez la operación más maravillosamente vital de cuantas le corresponden a una maestra, ya que mediante ella no está "añadiendo" conocimientos a un ser, sino suscitando a ese mismo ser, incitándolo a realizarse, lo que equivale a una altísima forma de maternidad. Si el cuento termina con la última palabra del narrador, no pasará de ser un tema de clase medianamente tolerado. El cuento eficaz es el que comienza por el contrario con esa última palabra que es donde tiene que comenzar la libre iniciativa del niño. En ella, en esa palabra final, éste debe encontrar el punto de arranque de su propia aventura, entreverando el relato con sus juegos que son a su vez operaciones mágicas de participación.

De ahí que las moralejas, sobre todo las demasiado evidentes, la intención utilitaria, informativa, y no digamos nada de la propagandística utilizada por los países totalitarios, atentan directísimamente contra lo que el cuento debe tener de vital.

La imaginación del niño no debe quedar nunca saciada con el cuento que acaba de oír a su maestra, sino, por el contrario, sentirse estimulada, cebada por él, forzada a prolongarlo por, su cuenta en un interminable "continuará" que puede extenderse a inacabables episodios, en que cada uno aportará sus propias variaciones sobre el tema básico.

Porque el niño misteriosamente sabe que el conjunto de cuentos forma la más auténtica historia de la humanidad, mucho más comprensible para él que la integrada por guerras y tratados, ya que es la historia de los sueños de la humanidad, de sus amores, de sus angustias y sus anhelos y por ello no tolera alteraciones caprichosas, exigirá que a la gallina negra que tenía dos plumas, de oro en la cola, no se le cambie el plumaje, y mirará con desconfianza a la narradora que se olvida de tan fundamental detalle, pero se reservará la libertad de nuevos datos, y por supuesto, agradecerá a quien le revele esos pormenores hasta entonces ignorados. Así, el que la gallina negra con las plumas de oro en la cola continúe siendo la gallina negra con las plumas de oro en la cola, no impedirá lo inesperado de que ese día estrene zapatitos colorados para ir, muy confiada, de visita donde la comadre zurra.

Por eso el verdadero don de la narradora de cuentos infantiles, el don que no se puede cambiar por ningún otro, es el de la improvisación que cada maestra debe tratar de estimularse, para lo cual les recomiendo como técnica una muy antigua, tanto, que ya se encuentra en el Evangelio, en aquellas palabras que dicen: "De cierto os digo que si no os volviéseis y fuéseis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mateo, 18-9). Identificarse con los niños, sentirse uno de ellos, el más audaz de ellos al arriesgarse en el juego de la imaginación, participar de su mundo, es el secreto insustituible. Porque contar un cuento, no es lo mismo que enseñar las tablas de multiplicar o los límites de Chile. Es una empresa de amor: no es preparar a vivir, es vivir ya, convivir, considerar al niño no como futuro, sino como presente, un presente al que el relato puede dar intensidad. Y nada hace tan feliz a un niño como el saberse tomado en serio, comprendido en su actualidad, harto como está de sentirse considerado como proyecto de algo que tiene qué llegar a ser.

Si al niño se le repite mecánicamente un cuento ya sabido por él, prestará una atención pasajera, y cuando ese cuento haya sido sobrepasado por su edad mental, adoptará un airecillo de suficiencia y superioridad que serían la peor condenación de la narradora, pero ese mismo cuento archisabido, vivificado por pequeñas variaciones que lo diversifiquen en su unidad, hará que el más prevenido de los niños comience a descubrirlo de nuevo, como sucede con los fuegos, cuyas leyes son siempre las mismas, pero cuyas imprevistas incidencias son siempre distintas y constituyen su encanto mayor.

Claro que es conveniente que la narradora esté en posesión plena de sus medios físicos, desarrollados mediante una técnica adecuada de respiración y fonética e incluso de impostación de la voz. Deberá saber modularla oportunamente, enriqueciéndola de matices que se adapten a las situaciones alternativamente dramáticas o cómicas de lo que está refiriendo. Será capaz de intercalar una pequeña canción, si viene al caso, y utilizará debidamente las onomatopeyas y las rimas, a las que son tan sensibles los niños, por cuanto facilitan su fijación en la memoria. Deberá la maestra haber memo-rizado previamente el relato, y no mostrar durante el transcurso del mismo el menor titubeo, que no le será perdonado por su auditorio, tan inocente como implacable. Porque no se olvide que para él, no existen posibilidades de titubeo en lo real, y el cuento debe abarcar la totalidad de lo real. Sabrá manejar los cambios de tono y subrayarlos con una mímica tan adecuada como parca, sin llegar al manoteo de las recitadoras afectadas, porque nadie es más sensible que el niño a la falta de naturalidad. Podrá en este caso mirar a su maestra con asombro, acaso con temor, pero en modo alguno se sentirá identificado con el cuento, que no debe ser para él una representación dramática, sino la vida misma.

Prestará especialísima atención a los diálogos haciendo resaltar las diferencias de los caracteres con modificaciones en el tono de la voz, pero sin caer en lo caricaturesco: nunca debe olvidar que el niño no necesita que le den el cuento "hecho", tanto como que le faciliten los elementos para que él lo construya a su modo y manera. El mejor de la actores jamás podría sustituir como relator de cuentos a una madre ignorante, a una vieja sirvienta encariñada con el niño hacia el que se dirige, y por eso toda la técnica, a la que no conviene de ningún modo menospreciar, debe quedar supeditada a eso que no se puede aprender y que no puedo, llamar sino por su verdadero nombre: amor al niño.

Cierta vez me fue dado presenciar una escena bastante ejemplar de un fracaso en la narración. Sentada en el umbral de la puerta de su casa, una niñita de cinco años relataba a su hermanita pequeña de no más de dos años, el cuento de Caperucita. La pequeña auditora pensaba en cualquier cosa menos en lo que oía --si es que lo oía-- y que escapaba de su comprensión. Al llegar al final, con grandes aspavientos, la narradora gritó: "Y el lobo se comió a la abuelita" y como la pequeña quedara imperturbable, la zamarreó y haciendo visajes con el rostro ordenó: "¡Asústate!"

Con bastante sentido de lo que debe ser un cuento, consideraba el susto de su oyente como parte integrante del mismo. De lo que se olvidaba era de un capital detalle, y es que el susto o la alegría no pueden ser impuestos autoritariamente, sino que deben ir siendo provocados por el propio suceso. La moraleja de esta escena --porque es justo que también alguna vez enfrentemos los grandes alguna moraleja--, es que el mejor cuento del mundo, mal contado, se convierte en el peor cuento del mundo. O dicho en otras palabras, que ningún cuento es bueno o malo con prescindencia de cómo está contado. Cuántas veces oímos en la vida cotidiana un dicharacho, una simple frase que en la boca de donde brota y en las circunstancias que la provocaron nos llenan de regocijo, porque alcanzamos la plenitud de su sentido, su concordancia con su propia "necesidad", y luego, al tratar de repetirla a quienes no presenciaron su nacimiento, advertimos que se nos desmorona entre las manos al evaporarse su eficacia, porque toda ella no era sino el resultado de un equilibrio milagroso que somos incapaces de restablecer.

Por suerte para la narradora de cuentos infantiles, los grandes cuentos clásicos, que muchas veces nos son transmitidos por autores cultos como los hermanos Grimm o Andersen, y que provienen de una sabiduría popular que los ha probado a través de generaciones, entrañan una serie de pequeños detalles, de total eficacia, en los que se puede afianzar el relato. Su dibujo general nunca es caprichoso, no responde a la vana inventiva de un autor, porque en ese caso no habrían alcanzado a perdurar; obedece más bien a las necesidades especificas de lo infantil, conoce sus requerimientos más hondos, y dosifica hábilmente su poco de truculencia que --como ustedes saben-- es elemento casi inseparable de los cuentos más famosos, en los que abundan ogros, brujas, y madrastras perversas. Ciertas formas falsamente humanitaristas tratan de privar a los cuentos infantiles de sus aspectos crueles, lo que a mi entender es el peor de los errores, puesto que en el mundo del niño existen, nos guste o no, tendencias perversas y es infinitamente preferible encontrarles un derivativo estético y liberarlos de ellas en forma de seres que hacen odiar el mal, antes que tratar de recluirlas en las zonas de lo inconsciente, donde su obscura labor sería mucho más perniciosa. Además, no se trata sólo de la varia opinión de los pedagogos: también hay que tener presente la opinión de los directamente interesados, que son los niños. Aún admitiendo que fueran pedagógicamente convenientes los cuentos "blancos", sin seres malvados: ¿Sería posible edificar una historia dramática, en un mundo sin contrastes, todo hecho de purísimo bien? En esos cuentos asépticos todo podría ser perfecto, salvo el interés infantil, que es en definitiva lo único que debe importarnos. Satisfecho ese deseo de truculencias, el niño siente un ansia innata de justicia, y por eso casi todos los grandes cuentos encuentran el desenlace feliz que colma los anhelos del pequeño oyente. Ante el: "...Y vivieron muy felices", del final, cesan los: "¿Por qué?" de los insaciables preguntones, ya que para ellos la felicidad es el por qué de todos los por qués. El final triunfo del bien sobre el mal, de la debilidad sobre la fuerza, no debe aparecer en el desenlace de los cuentos como una imposición externa y anterior al cuento mismo, sino que debe obedecer simultáneamente a la necesidad del relato y al anhelo justiciero del auditorio. La liberación de las tendencias perversas queda compensada y superada, y el cuento cumple, sin que el niño lo advierta, un papel purificador. Porque el niño no presenta resistencia a la moral en sí, o la que por el contrario se muestra particularmente sensible, pero ofrece resistencia a todo concepto abstracto. Entre la Madrastra y Blanca Nieves, tomará sin el menor titubeo el partido de Blanca Nieves --que es su propio partido--, pero si se le presentan las cosas de modo que advierta que de lo que se trata es de hacerle comprender abstractamente: "Niño: el bien debe triunfar sobre el mal", eso nada dice a su sensibilidad y mucho a su fastidio, y nos retirará su atención y su confianza.

Una vez más les repetiré la enseñanza evangélica, esencial para su misión al contar cuentos: ser como los niños, ser uno más entre ellos. Ahí reside la única esperanza de salvación en tan delicada labor, y a ello debe supeditarse toda técnica.

Si me permiten, sin que les parezca demasiada petulancia, hablarles de mi propia experiencia como autora de cuentos infantiles, les diré que al escribirlos traté, hasta donde me fue posible, imaginarme rodada de chiquillos, lejos de mi escritorio, en pleno campo, a la sombra acogedora de mis montañas sureñas, entre el cloqueo gozoso de las gallinas y los ladridos lejanos de los perros guardianes de las casas del fundo, o de estar bajo techo, junto al fogón, en noche invernal, con las criaturas apretujándose junto a mí, pendientes de mis labios, de ser, digo, como una vieja veteada de años, depositaria de toda la sabiduría de nuestra estirpe, que iba poniendo a salvo sus tradiciones secretas para librarlas de mi muerte individual, comunicándoselas a los de mi sangre, pero, y eso era lo importante, en forma oral, como quien se confiesa, y al mismo tiempo como quien ha de comulgar, porque eso tiene que ser ante todo el cuento infantil: comunión, comunicación de una secreta unidad que el niño debe intuir a través del lenguaje de los símbolos. Y estoy segura de que mis cuentos serán buenos o malos, como los de los demás autores, en la medida en que haya logrado o fracasado en mi propósito de sentirme, simplemente, la primera narradora, no autora, de los mismos. Porque el argumento de un relato infantil tiene tan poca importancia como el barro, que lo mismo puede ser informe pellón que gracioso cántaro de greda, y el que llegue a ser forma airosa o desgraciado mazacote depende muchísimo más que de su primitivo autor, de aquel que lo vivifica o mata al comunicarlo. Por eso insisto en decir que la responsabilidad de la maestra al contar un cuento es imposible de exagerar, y que lo mejor que puede hacer quien va a escribir uno de ellos es, para exigirse el máximo, imaginarse en esa misma situación. La fantasía del niño puede ser estimulada o defraudada, y lo que puede ser mucho más grave, torcida, desviada de su cauce, y como el niño no tolera engaños, los resultados llegarán a ser desastrosos.

Después de todas estas consideraciones generales acerca del cuento infantil, que humildemente espero les sean de alguna utilidad, es muy probable que ustedes aguarden de mí alguna orientación más concreta acerca de los elementos a los cuales recurrir para el cumplimiento de su tierna, hermosa labor. Tal vez alguna detallada bibliografía. Temo, en ese sentido, fallar sus esperanzas. Disponemos a ese respecto de una gran riqueza y una desoladora pobreza. No deben ustedes esperar de mí la revelación de fuentes hasta ahora desconocidas: creo que los mejores cuentos infantiles son, sin duda, los más conocidos: su antigüedad es su mejor garantía, por aquello que les decía a comienzos de esta conversación: el niño es un auténtico hombre primitivo, y cuanto de arcaico tienen esas narraciones, significa su certeza de éxito. Por ésa, su natural tendencia a lo elemental, hallan los cuentos su mejor vehículo en los labios del pueblo. Permítanme un pequeño recuerdo de mis verdaderas maestras en todo aquello que de vivo pueden tener mis relatos, y muy en especial, los que dediqué a los niños; quienes me lo enseñaron, no fueron tanto los libros, cuanto los corros y consejas de las viejas ñañas, en cuyas voces seculares perduraba esa especie de sabiduría que parece revelada directamente por la tierra; fue en las cocinas más que en las salas de estudio, en el dicho sentencioso de alguna vieja costurera que rezumaba prudencia, en el sobrecogedor relato de alguna niñera que, a escondidas de mis padres, me transmitía pavores ancestrales de brujas y ánimas, o en la pausada autoridad del anciano jardinero que me enseñaba a distinguir cada uno de los susurros en el silencio total de la prima noche.

Por eso creo que la actitud verdaderamente inteligente a ese respecto, consiste en reconocer al niño, aun al que se desarrolla en los medios más cultos, como un ser cuya verdadera naturaleza participa de lo popular y encuentra en ello sus mejores satisfacciones. Y si observamos a los grandes autores de cuentos infantiles, desde Andersen y Perrault hasta Selma Lagerloff, veremos que sus mayores logros están conseguidos a la par que su mayor respeto por lo popular, de donde tomaron desde el motivo primario de su obra hasta las modalidades propias del diálogo y la acción.

Entre nosotros suele suceder que nos lleguen estos relatos bajo formas extrañas a nuestros niños, por haber sido vaciados en moldes que corresponden a otros países. Considero fundamentalísimo que al niño se le hable en su propio lenguaje, en el de su medio, y por eso es indispensable que, en este caso, la maestra no trate de memorizarlo tal como lo encontró en el libro y que por estar vertido en un idioma poco familiar al niño hallaría en él una natural resistencia, sino que mentalmente lo traduzca al idioma vernáculo, sin exagerar tampoco en esto la nota, sin caer en un intencionado pintoresquismo regional, sino simplemente que lo transfiera a su propio lenguaje familiar, para que al ser comunicado al niño se valga de las mismas palabras que emplearía al contar una escena recientemente vista en la calle.

A poco que la maestra practique en memorizar el argumento de los cuentos clásicos para revestirlos del ropaje lingüístico habitual a los niños de su clase, advertirá que la limitación del repertorio disponible en cuentos conocidos se transforma en una riqueza inagotable. Porque ya entonces no tendrá por qué limitarse a los temas clásicos: el inmenso venero del folklore de todos los países en forma de narraciones y romances, tales como los coleccionados por Menéndez Pidal y Dámaso Alonso, Canal Feijoo, Ramón Laval y Julio Vicuña Cifuentes, entre otros, numerosas vidas de santos desbordantes de pueril ingenuidad, los relatos de viajeros, las tradiciones, se le presentarán como un imponderable tesoro. ¿Cuánta pequeña epopeya no podrá sacar, no de la historia grande, sino de la menuda, la que se ofrece con toda la gracia jugosa de lo vivido en memorias, recuerdos y epistolarios? ¿Y qué no decir de los temas que brinda la Historia Natural, los dramáticos y divertidísimos incidentes de la vida de los insectos, desde el instinto gregario de hormigas y termitas hasta las andanzas humorísticas del escarabajo pelotero, relatadas tan magistralmente por Fabre? No se trata precisamente en este caso de convertir el relato de un cuento en una clase de zoología, porque eso estaría en absoluto fuera de lugar y defraudaría la expectativa del niño, sino de tomar los elementos cómicos o trágicos, o simplemente pintorescos de la vida de los animalitos con los que tan fácilmente se identifica la criatura, tan cercana a su naturaleza instintiva. El niño goza también, y en grado sumo, con esa identificación, tanto por lo que él mismo siente en sí de animalito, como por lo que le entretiene el poder considerar a su gato como un respetable caballero y a sus pequeños amigos como una manada de lobos.

Recuérdese la importancia fundamental que para el hombre primitivo tienen los animales. El hombre prehistórico --paleolítico-- inmortaliza a sus contemporáneos los bisontes en la maravillosa gruta de Altamira; los indios del altiplano estilizan la serpiente en todos sus dibujos, y los mayas, el águila. Los primitivos egipcios inventan dioses con cabezas de perros y halcones. Recordemos la Loba Romana, las hidras, los grifos y unicornios que pueblan todas las mitologías. Pensemos en los animales totémicos bajo cuyo conjuro se reunía el clan, y más adelante en los animales heráldicos, para advertir la importancia que la figura del animal tiene en relación con lo instintivo que ve logrado en él, como en una fórmula, lo más exacto de sus propósitos.

En todas las literaturas incipientes se encuentran, en sus primeros balbuceos, fábulas en las que los animales participan, no siempre para impartir lecciones de moral, precisamente.

El niño que juega con su perro o su gato, no digamos nada con su corderito guacho, ve en él al mejor de sus amigos, al más digno, por su reserva y resignación, de sus confidencias y sus pellejerías, ¿cómo va a chocarle que departan y participen en aventuras? Y cuanto más se asemejen a los humano las costumbres de los animales, más le encantarán los relatos. Acaso no le produzcan gran entusiasmo las hazañas sociológicas de hormigas y abejas en sus definitivas repúblicas, pero contémosle del pájaro sastre que cose su nido, o del hornero que amasa su barro y construye su casita con un vestíbulo tan bien calculado que las lluvias jamás penetran al sagrado recinto en que se alojan los pichones; contémosle del comadreo de las chinchillas, de las vicisitudes de los industriosos huillines y veremos cómo de inmediato se entusiasma con esas proezas. Si don Gato anda con botas, y el Ratoncito Pérez se cae en la olla donde brincan muy apurados los porotos, si la golondrina aparece vestida de cartero con un mensaje anunciando que llegó la primavera, veremos que todo eso le parece al niño normal y lógico, aceptable, y por lo tanto "cierto". En ese sentido Watt Disney abrió inesperadas felicidades con sus películas en las que irrumpió toda una nueva mitología, con su malhumorado Pato Donald, la desgarbada fidelidad de su Pluto, la tierna fragilidad de su Bamby. Pero se me ocurre que los dibujos animados, preciosos auxiliares para actuar frente a los niños más pequeños que aún no saben leer, por la facilidad con que ofrecen su fábula ya realizada, limitan las posibilidades de creación por parte del niño ya alfabeto, acostumbran a la pereza imaginativa, ya que le da todo resuelto, dentro de una técnica perfecta hasta el exceso. Desde el punto de vista de la educación estética infantil, considero que las películas de dibujos animados, excelentes como auxiliares, en modo alguno deben considerarse como reemplazantes convenientes del cuento narrado.

Si he de decir a ustedes mi verdad, yo, que me solazo enormemente con los dibujos animados, estimo que estas películas con sus lauchitas intrusas, sus cuervos solapados y sus enloquecidos pájaros carpinteros, son mucho más aptas para los mayores que para los niños. El antropomorfismo de ellas es excesivo: los animalitos proceden y se mueven como verdaderos seres humanos. En cambio, en el relato, el bichito conserva más su naturaleza, sin desmedro de lo humano que el niño tanto gusta encontrar en él.

No les traigo muchas novedades con mis palabras. Sólo he repetido viejos nombres de autores que todos ustedes conocen: Andersen, Perrault, Grimm. Podré añadirles algo más reciente de Lewis Carroll, el autor de "Alicia en el País de las Maravillas", y el de Selma Lagerloff; podré recordar al italianito narigón que se llama Pinocho, pero sobre todo señalaré los tesoros que en todos los folklores del mundo mantienen latentes sus mejores posibilidades, y recordaré, para terminar, que el mejor cuento es el que, utilizando con habilidad todos esos materiales, construyan ustedes mismas, posponiendo toda ambición literaria --que puede ser el peor enemigo-- al logro de una sencillez apasionada que llegue a los pequeños. Y para eso, no me cansaré de repetir que la clave del secreto reside en el amor: amor al niño, no sólo en sus posibilidades y latencias, sino en su actualidad que es para él, como para cada una de nosotras, su mayor, y casi diría, su único tesoro. Guiadas por ese amor les será permitido penetrar --llevando de la mano a una criatura-- al mágico país del árbol que canta, el agua que llora y el pájaro que habla ...

 

 

Brunet, Marta. "El mundo mágico del niño", Atenea, núms. 380-381, 1958.