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TERRITORIALIDADES NÓMADES
(sobre Humo hacia el Sur, de Marta Brunet)[1]

María Eugenia Brito

 

La novela, Humo hacia el Sur, de Marta Brunet (editorial Losada, Buenos Aires, 1946), crea un pueblo imaginario; un pueblo chileno y del sur de nuestro país. Usando un conjunto de técnicas narrativas correspondientes a las innovadoras vanguardias con las cuales la escritora dialogó en Buenos Aires, la autora presenta un escenario de vidas mínimas pensionadas por los códigos represores y autoritarios provenientes del sistema feudal que impone sobre ellas el poder proveniente de los latifundistas y explotadores que controlan economías y psiques en un lugar que funciona como metáfora de la precariedad de los sistemas político-culturales de las pequeñas provincias y pueblos latinoamericanos. Estas técnicas se combinan con el dialoguismo y la precisión, ironía y humor con las que Brunet matiza la tensión dramática de sus textos narrativos.

Bajo el significante del puente, como un lugar "entre" las poblaciones rurales conservadoras y oligárquicas del sur de Chile y las ciudades movidas por el afán progresista liberal de las tendencias laicas, modernizadoras, se extiende una ciudad sin nombre, determinada por una geografía significativamente enclaustradota y, por ello, castradora. Un receptáculo que desde lo fragmentario y pequeño se enmarca como un espejo de territorialidades huidizas, enfermas, arrinconadas.

El tajo en la tierra, abierto sobre el abismo de una montaña, límite de este mundo rural y el fuego, el humo que distiende y difumina los contornos de lo "real" son las figuras metafóricas sobre las cuales Brunet vertebra un relato polivalente. El cuerpo del texto se extiende en una retórica, sobre un cuerpo opresivo y silencioso, recorta un murmullo cada vez más sonoro para significar las fuerzas de una productividad germinativa que procrea el sentido de un quehacer y su límite, como umbral de un nuevo acontecimiento epistémico: el paso hacia la producción de una textualidad no anclada en el verosímil acordado entre literatura y sociedad, como discurso homogéneo, centrado por la razón empiricista, sino más bien un mundo regido por una lógica diferente, inscrita en los eslabones que la razón suspende. Forjando así un discurso dual, entre la modernidad que avanza desde la urbe, siguiendo los parámetros europeos y la territorialidad sureña, en la que diferentes grupos, condicionados por su expulsión de los ejes de producción dominantes, pactan una resistencia a las oligarquías del centro y a su poder político, determinado por los intereses representados en el estado por los sectores conservadores.

La novela entrega desde la elipsis y el fragmentarismo, un universo que no es compacto, sino descentrado, y este descentramiento obedece, sobre todo, a su alejamiento de la burguesía por razones sociales y sexuales. Es la epidermis del abandonado o del segregado del proyecto de nación auspiciado por los discursos dominantes durante el siglo XIX y que se consolida en el siglo XX con la pujanza del liberalismo.

La conciencia de Marta Brunet, escritora afiliada a los movimientos laicos, ligados a los movimientos radicales que buscaban una construcción de país en el que los bienes nacionales estuviesen más equitativamente repartidos entres sus habitantes, ve con claridad el conflicto de estos grupos periféricos en los que sitúa al subordinado social y al subordinado genérico. Porque es situándose desde esa perspectiva social y psíquica desde donde se apoya Brunet para construir con eficacia dramáticas las tensiones a las que el ejercicio del poder somete, y desde la cual, emergen cuerpos oprimidos, casi inexistentes, o bien conciencias que se revitalizan a partir de la experiencia de sus límites (como la protagonista de su célebre cuento "soledad de las sangre").

El subordinado social lo es por falta de educación, dinero y clase. Condenado a la enrancia, debe buscar el sitio ene el cual tenga cabida, al menos, en parte. Es el caso de Pedro Molina, el presidiario que encuaderna libros, de Lucas, el homosexual que vive en el prostíbulo de Doña Moraima. Disfraces y máscaras acompañan a estos personajes que no pueden ni quieren tener una identidad definida, son los ladinos o las ladinas de estas historias. Identidades móviles, contextuales, que dependen, para hacer sentido de la contingencia del poder de turno. Aristas de ese tercer sentido del que habla Homi Baba en The Location of Culture[2].

Más aún se complejiza las situación en el caso de la subordinada, como es el ejemplo de la Pancha o Paca Cueto, quien, víctima de su falta de inserción social, busca e inventa identidades que la asimilan a la puta, la amante, la dama que copia a otra "normativizada", para esconder y/o disfrutar sus sexualidad pujante. La sexualidad y la clase social castigada de Moraima encuentran en una especie de aliteración del proyecto de Doña Batilde su opción en el prostíbulo en que acompañada de un Negro y de un homosexual agrupa la nomadía de esas territorialidades vencidas para generar un proyecto de resistencia aún desde el límite, sobre el límite mismo.

La novela trabaja en la elaboración de su trama mediante la ley de las simetrías, las bipolaridades que se conectan, provocando tensiones entre opuestos, como se verá, no son sino el anverso y/o el reverso de un mismo tejido literario. La pareja central: Matilde Arráinz y Juan Manuel de la Riestra son ambos de clase alta y, como corresponde a ese nivel social, aristocrático, el matrimonio lo conciertan los padres cuando Matilde está en la adolescencia. Ella tiene en ese momento de su vida el proyecto de vida pensado para una joven de su clase: el matrimonio, una situación económica sólida, una vida sexual segura y sin sobresaltos e hijos. Él, por su parte, indolente y cómodo, oculta un secreto: la apatía, el desinterés por la vida: una falta de tensiones y pasiones libidinales.

El asunto se complejiza cuando, tras el matrimonio la apatía se concretiza en la impotencia del esposo. Y, por lo tanto, el matrimonio no se consuma. Vírgen y estéril Matilde decide operar una política cultural sobre su feminidad menoscabada y, dejando el modelo tradicional de la esposa, se convierte en la jefa de una organización económica y social, que la llevará a crear el pueblo, el que desde sus inicios asemeja a una cárcel -y también a un claustro. El rencor motivará para siempre todas sus actuaciones con su esposo. El rencor dominará la arquitectura del pueblo y su estética: casas iguales, todas de madera, casas que carecen de identidad y que realzan por ello, el poderío de Matilde; su dependencia a ella. Gentes que son sus empleados, sus dependientes, como señala Foucault, cuerpos dóciles, cautivos. A partir del límite otorgado por un puente, olvidado en un rincón de sus territorios, como muñón que dejará pendiente el ímpetu de la conexión con el mundo moderno el territorio y su población están archiconscientes de esta demarcación que pasará a ser, no sólo un accidente geográfico, sino la huella, la fuerza psíquica que los suspende en el límite de su enunciación. Así, pues, este pueblo se organiza según el deseo deponer de Matilde. Ella ordena la común geometría de sus calles y casas, ella hará que la madera, material de construcción, provenga de sus propias barracas, a la vez que determina el código laboral de los habitantes de dicho pueblo. El pueblo es pues el espejo de esta vida de mujer que ella suprime, solitario (sin mayor contacto con las ciudades de mayor movimiento) y monótono en la repartición de sus actividades, áspero en cunato a la circulación y el intercambio de bienes. No obstante, definido así el territorio, este permite a Matilde su enriquecimiento, a la par que el de su esposo. Así, Matilde sustituye prontamente la erótica por el esposo y el amor a los hijos por una erótica inscrita en otra posesión: la del pueblo y con ella, la erótica del poder y la del dinero. Se construye como sujeto mujer fálico, inscribiendo en su inconsciente la ley masculina, que sustituye metafóricamente la letra "M" de mujer y de madre, por una letra análoga a la de "P" de padre, su opositora dentro de las leyes de correlación fonológica. Ambas con oclusivas y bilabiales y sólo difieren por la sonoridad: /b/ es sonora y /p/ es sorda. Así, la censura de la escritura impide el paso de m a p, pero inserta la "b" que da al nombre de la matriarca su extraordinaria eficacia poética. El texto ostenta ese saber, no es sólo una sugerencia connotativa, sino un sentido textual explícito: la oscilación del nombre como indicador de la oscilación del yo, Tilde, Batilde. Lo mismo que Paca Cueto fuera la Pancha y oscila entre ambas, en determinadas oportunidades, cuando la mujer sexuada supera a la señorita recatada, así cuando la inexperta adolescente que encierra la matriarca reemerge en un cuello de encaje, es el nombre de Tilde, su apodo juvenil el que surge para nombrarla en labios del marido. Y aún más, cuando observa el pueblo destruido, es tilde la que mira con dolor la destrucción, Tilde la que reprocha a Batilde, así como a toda la sociedad, el costo de la construcción social con que ella ha enfrentado su historia.

La superposición de Ba como sílaba que encierra toda una estructura de sentido suspende el significado de "tilde", que no es otro que el de "acento", ¿acento en qué?, en lo femenino elidido, sin duda. Si recordamos la descripción que la narradora hace de Doña Batilde, insiste en que es delgada y que su traje, más bien su armadura, se cierra sobre su cintura, enfatizando, ante la envidia de otras mujeres que ella no ha tenido hijos. La esterilidad de Batilde puesta en su figura como una de las nuevas huellas que cierran, que cancelan el acento, las miradas juzgadoras de las mujeres aumentando la ira, el dolor de Tilde, que habría querido ganar y ostentar el nombre de Matilde, con la M de mujer y de Madre y que sin embargo, al ver castrados sus deseos, ostenta una nueva identidad, la que al insertarse sobre ella la señaliza como una figura "otra", una figura que trasgrede la ley del intercambio sustentada para las mujeres, una figura que, a pesar de haber practicado el intercambio social del matrimonio, queda proscrita, excluida del saber tradicional de las mujeres, saber sexual, y de la más preciada ley que, de acuerdo al modelo mariano, propio del modelo católico conservador que dominara en Chile durante gran parte del siglo XIX y que persistiera aún como huella, así como Tilde existe en Batilde y Pancha en la Paca Cueto, existe en el devenir primero liberal y luego radical de la historia de Chile. Memoria del latifundio y de un modelo femenino centrado en el trabajo, en la sumisión del hombre, en la práctica de la caridad, y en el ejercicio de las funciones de madre y esposa, alegoría de la virgen. Es una trasgresión a la cultura de la lengua hispana y, por lo tanto, una traición a la lengua. Por eso el nombre mismo del personaje es una excepción. Y una excepción deseada por su escritura.

Batilde es querida en el texto como única y sola. Se contrapone al nombre que lleva María soledad, ella sí ostentando en pleno el nombre más preciado por la tradición cultural de origen hispano, pero seguido por Soledad, nombre que es en sí una paradoja, una unión de dos opuestos. Y también una ironía: Porque si bien María Soledad es una esposa fiel y una madre amante, también es cierto que ella, a pesar de cumplir con los requisitos que su clase exige a la mujer; modales, belleza, y cierta educación, es caprichosa e histérica. Pero eso n hace más que ratificarla con plenitud en su papel de esposa, que lleva consigo toda la carga simbólica adjudicada a lo "femenino". Sumisa, bonita, silenciosa, emotiva. Ella nada sabe de lo que le está prohibido saber, tal es el verdadero ser de los que ama: Ernesto Pérez, su esposo y Solita, su hija.

Ernesto Pérez, pariente de Batilde Arráinz ha llegado a vivir al pueblo junto con su esposa y su hija y la servidumbre. Es un aristócrata, un hombre joven que se enclaustra en el pueblo. Su única relación de amistad la sostiene con Juan Manuel de la Riestra. Relación en que el juego y la bebida -los espacios masculinos- ceden espacio a al confidencia. Ernesto Pérez confidencia a Don Juan Manuel su voracidad sexual, su apetito por la genitalidad ilimitada. Practicar el sexo de manera amplia sin las barreras de la censura es lo que lleva a Pérez a huir del pueblo. Lejos de la mirada y la sospecha de su esposa, lejos de la censura. Entonces, llegamos a pensar, a solicitud del texto, que es también una huida de los centros, la que practica Ernesto Pérez, como lo es su matrimonio con María soledad. A la que consiente y quiere, pero a la que también no ama.

Pero en quien no repara Ernesto es en la lectura de Solita, su hija, tal vez el personaje más importante del relato, la que actúa de centro observador del mundo adulto, quien desde su aislamiento y soledad, divide el mundo no sólo entre pobres y ricos, honrados y mentirosos, sino también entre los que "son de veras" y los que "no son de veras". Es decir, Solita observa las máscaras y disfraces con que su padre viste su rostro para aparentar alguien que no es: un hombre correcto, un caballero. Si Batilde no ha consumado su ser mujer, E. Pérez (y aquí aparece por entero la "p" de Padre) consume con exceso su masculinidad, sin conocer límites. Lo que el texto insinúa que oculta, tras su voracidad es su carencia, la que lo emparenta con Juan Manuel. Carencia del imaginario masculino en la adscripción a una ley más primigenia, previa a la constitución de una virilidad más gregaria y social. Un hombre que colinda con la homosexualidad, en el sentido de que su deseo no se satisface en la mujer, sino que ella es una especie de espejo que sustenta su poder ante los otros hombres y ante la sociedad. Figura que encarna un sexo que aún no es traspasado por el Edipo, por lo tanto, no ha sido castrado de su amor a la madre ni tampoco al padre: un hombre en cierta medida, niño, próximo en su erótica a los dos padres. El ser del goce previo a la sublimación y a la represión que significa la superación de Edipo.

En cambio, su polo opuesto, Fon Juan Manuel, es el castrado, quien ni siquiera se ha atrevido a formularse a sí mismo su homosexualidad, la que aparece en la búsqueda de Ernesto, en la mirada compasiva pero cruel con que mira a Matilde, en el uso fetichista que hace de su vestuario, en la retórica de la ficción de una falsa importancia social, que le sirve de maquillaje, de ornamento verbal. Porque todo en Juan Manuel es una ficción, una construcción realizada para ganar cierto respeto de Doña Matilde y del resto del pueblo. Finge tener un lugar importante en la sociedad citadina, lugar otorgado por supuesto de "Senador", pero en verdad como lo descubre Matilde en su viaje a Santiago, nada de ello es verdad.

La homosexualidad, en suma, a pesar de estar insinuada en la novela como clave que devela las relaciones de los personajes centrales de la novela, es la gran artífice de la construcción del papel de la mujer, específicamente el de Doña Matilde, la que, para contrarrestar la ausencia del masculino en su pareja, toma el papel de este y los confunde en una ilimitada profusión de signos, para dar sentidos nuevos y diferentes a su subjetividad castigada. La alianza que se gesta entre ambos esposos es la del prestigio político del marido del marido, versus la importancia local y rural de Matilde. Cuando todo esto se deshace el Significante del puente viene a condensar sus significados para proporcionar el ingreso del lugar en el mundo moderno. Así la escritura propone una política textual que metaforiza en la fallida pareja de la Riestra-Arráinz, la derrota del matriarcado oligárquico bajo el peso e los movimientos sociales, provenientes de las capas progresistas de la capital que desean invertir dinero en el lugar.

Pero aquí emerge la metáfora que cierra el texto: el fuego. Si el tajo montañoso abre la novela y con ella la descripción de su geografía natural y de su arquitectura, esta es destruida por la misma Matilde, en un acto destructivo final con el que alegoriza su derrota. No sólo ella pierde poder; el pueblo: su cuerpo también debe sufrirla. Matilde se suicida, lanzándose al tajo por el puente. Detrás queda el humo de este pueblo inventado por ella, en donde los despojos del proyecto de país instalaron sus cuerpos dóciles en pos de una territorialidad en la que las leyes de un deseo culpable los ancló, los hizo posible como fuente de energía y trabajo y finalmente, los destruye.

La escritura de Brunet es una lectura analítica de la relación género y poder en el discurso cultural tejido en Chile al abrirse paso una modernidad laica. Los papeles de hombre y mujer son solamente acuerdos sociales para llevar a cabo un programa de trabajo y esfuerzo. Un programa de producción de una sociedad. Los acuerdos cesan cuando el proyecto no se cumple.

Ese es el caso de Matilde y Juan Manuel como también el de la pareja más joven: Ernesto Pérez y María soledad, quienes deciden (o decide él) un viaje a Europa justo en el momento en que inicia la quema. Pero hay también otros subtemas que Brunet explora: uno de ellos, situado en su reverso, como su cita en un espejo dislocado, es el de Moraima, la dueña del prostíbulo.

Hija de una sirviente, tempranamente seducida por el patrón, Moraima se embaraza y es rechazada por su madre. Sabiendo que no puede dedicarse ni a ser esposa ni a Madre, sabiendo que la burguesía nunca la aceptará, Moraima instala su lugar en el único sitio que la sociedad le reserva; la prostitución. Allí gana dinero al contratar niñas y darle mejor trato que en otros lugares. Después de todo, el prostíbulo no es solo el lugar de la fiesta y el sexo: es el espacio del relajo y del goce, por excelencia el espacio del rico que lo crea para extender su cuero del rígido orden del discurso moral conservador, no obstante ser su efecto y su producción. Así, Moraima se especializa en la comida y la bebida, en guardar los secretos de la pequeña localidad que la alberga. Moraima es, junto a su sirvienta, Moraña, la pareja que desde el lugar del subordinado se corresponde con la poderosa Batilde y con la recatada María Soledad.

La Coronela y Marina Santos -rival de Paca Cueto- al igual que las caricaturizadas solteronas, las hermanas Araujo, son el carnaval femenino que completa la novela. Las hermanas Araujo dibujan el perfil caricaturizado -además en triple- de la mujer sin marido, sin gracia, sin lugar social más que en el chismorreo. Mujeres despreciadas porque se considera que ningún hombre se interesó en ellas. Enmarcan la figura de Matilde: mujeres no solicitadas para el intercambio social / mujeres que sí lo han sido pese al fracaso (in)visible de la pareja.

La Coronela es también una mujer madura que intenta rivalizar con Batilde en poder, pero no lo logra, Mariana Santos sirve como realce de la figura de Paca Cueto cuando ésta logra ingresar al pueblo y conquistar en él el lugar de una señorita casadera.

Otro mundo que explora Brunet es el de los niños. Sabido es su amor a su personaje, Solita, que aparece en más de uno de sus relatos. Solita disecta el mundo adulto desde su mirada profundamente desinteresada de niña. Solita confía más en sus animales y en los sirvientes: Mademoiselle, la institutriz francesa y Bartolo, el sirviente alcohólico, que en la burguesía decadente que la rodea. Solita crea mundos en los que ella, sus gatos y perros y Mampato, su pony transitan acompañados de los personajes de la realidad, sacados de un contexto habitual, embellecidos, sublimados para evadir a Solita de una realidad en la que ella no tiene lugar: es una niña, no tiene poder: su palabra es apenas oída. Su rebeldía es la ensoñación, el pensamiento que se manifiesta en juego, con toda la elaboración crítica que todo juego implica.

Es interesante el lugar de los extranjeros dentro de la novela. Ellos abren el texto; John Smith y su señora, padres de dos niños rubios y hermosos. Son el límite humano del pueblo, los que no tienen que someterse, los que pagan la iglesia, los que no cursan palabra y no tienen interés en cruzarla. Están ahí en la más grande y mejor casa del pueblo y se van antes del incendio. ¿Qué papel cumplen estos estereotipados extranjeros en el texto de Brunet?

Pues a la letra el sentido se lee. Son lo extraño lo que permite situar la distancia entre un mundo rural y aislado, conservador, pequeño y mediocre con la modernidad, dominando desde lejos. No con palabras. Con dinero. Pues ellos tienen un poder secreto, invisible, no como el poder palpable de doña Batilde, ligado a los cuerpos y a su cotidiano trabajo. Este poder secreto es el contexto en que surge el pueblo: abigarrado, latino, heterogéneo, pobre. Ellos son los dominadores extranjeros que vienen, mudos a hacer sentir cuán afásica es la lengua del oligarca local, de la matriarca extraviada que teje en ese lugar su deseo para destruirlo después. Ellos son los amos de la sociedad, no de la pequeña aldeas y sus limitados confines, sino de la gran aldea globalizante que recién comienza cuando el pueblo se difumina y se pierde en un concierto de voces que se hacen humo, humo en el Sur.

 

 

 

Brito, María Eugenia. "Territorialidades Nómades (sobre Humo hacia el Sur, de Marta Brunet)", en Revista de Teoría del Arte Nº 3, del Departamento de Historia y Teoría de las Artes, Universidad de Chile. Santiago: 2000. pp. 132-145.

 



[1] Texto preparado en le marco de la Investigación FONDECYT "Marta Brunet, Texto y Contexto: ruptura y Modernización del Sujeto Mujer", años 2000-2001.

[2] Baba, Homi. The Location of Culture. Londres. Routledge. 1994. p.36