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LAS HADAS

 

Hace tiempo que Solita sueña una gran aventura, como tantas que ya ha logrado vivir y que compensan con creces los castigos provenientes de la incomprensión de los grandes. Solita, sopesando el recuerdo de lo que ha sido calificado de "maldad" por su padre y sus consecuencias, es tan feliz, tan perfectamente dichosa, que el quedarse sin postre o tener que copiar doscientas veces "No debo sacar sin permiso libros dé la biblioteca", pierde todo sentido punitivo y es la aburrida penitencia que los no menos aburridos grandes imponen a los niños por su felicidad.

Solita planea escaparse en la alta noche e irse al jardín a ver cómo a la luz de la luna llena, cuando las acordes campanas de los relojes marquen la medianoche, aparecen las hadas resplandecientes con su corte de elfos y gnomos, rodeadas de mariposas multicolores y zumbadores moscardones, para bailar al son de los violines de los grillos la zarabanda que corresponde al festival del plenilunio.

Antes se asegura bien de este hecho. Desconfiando de la información puramente libresca, recurre a la más alta autoridad en la materia.

--¿Es verdad verdad que las hadas bailan con los elfos a medianoche, cuando hay luna llena? --pregunta a su madre.

--Verdad verdad, mi preciosa. Como es verdad verdad que eres el amor de los amores de una mamita --contesta María Soledad con su prodigiosa disposición para superar los desniveles del tiempo y compartir con ella la infancia.

Si lo asegura la madre, poca falta hace que lo aseguren los demás. La niña reflexiona que pueden suscitar sospechas mayores indagaciones. No hace más preguntas al respecto y se entrega a misteriosos cálculos, de bruces en el suelo, hojeando el almanaque Bristol, con "Don Genaro" a un lado y el "Togo" enfrente, sacando cuentas difíciles, atenida a las lunas enteras o en tajadas, para un lado o el otro, según las fechas que marca el calendario. El acontecimiento debe pasar en la noche del sábado próximo, lo que no deja de llenarla de preocupaciones, porque si está segura de que las hadas se reúnen a bailar en los jardines a la luz de la luna llena, hasta el más ignorante sabe también que la noche de los sábados las brujas montan sus feas escobas y vuelan enloquecidas por los aires, con su cortejo de lechuzas y traposos murciélagos. Pero es claro que las hadas tienen sus varillitas de virtud contra los maleficios y no van a permitir que las brujas les echen a perder la fiesta, ni que molesten a Solita, espectadora del baile.

Hay muchas cosas que arreglar desde esa fecha hasta el sábado venidero. Antes que nada: sacar la aceitera de la máquina de coser y con infinitas precauciones aceitar las bisagras de la puerta de su dormitorio que abre al corredor del parque. Aceitar también la chapa para que el pestillo no caiga bullicioso. Y como no es posible prescindir de la compañía del gato, habrá que introducirlo sigilosamente en la habitación, mientras los grandes están después de comer en el saloncito de María Soledad. Esconderlo en el ropero, como otras veces. Menos mal que "Don Genaro" es comprensivo y se puede contar siempre con su complicidad. Y luego asegurar la compañía del perro, al que habrá que pasar al corredor desde el primer patio, donde habitualmente duerme, convenciéndolo de que debe esperarla sin lloros y menos aún ladridos, echado ante la puerta, esa puerta que ella abrirá despacito, llevando a "Don Genaro" en sus brazos, metidos los pies en las chinelas y arropada en su bata. ¡Cuánto trabajo!

Todo parece deslizarse como en los sueños felices. El tiempo en ese febrero ni siquiera se ha encapotado de nubes. El padre va y viene desde la casa del pueblo a la del fundo, absorto en un gran embarque de maderas laboradas. La madre vive en su mundo de adorables distracciones. Sólo la Mademoiselle, inexplicablemente, insiste en la historia de esos reyes merovingios, insufribles odiosos peleadores. ¿Para qué aprender tanto lío familiar? Habría que olvidar de una vez por todas a la gente pendenciera, mala, fea y tonta. Y con esos nombres ridículos: Pipino el Breve, Canuto: ¿cómo tomarlos en serio?

--Solita --reprende una vez más la Mademoiselle--, ¿quieres atender lo que te estoy explicando?

La tarde del sábado se presenta gloriosamente llena de sol, tranquila. El padre ha llegado con unos señores que parecen muy importantes, porque se les ha invitado a tomar once. María Soledad aparece vestida de plumetis blanco con puntitos turquesa, con una capa de terciopelo sobre los hombros y al pecho un prolijo ramo de flores de oro en el que tiembla un rocío de brillantes. A cada gracioso movimiento que hace, un puñado de luces relumbra allí. Está tan linda, tan linda, que orgullosamente Solita piensa que su mamá parece una tapa de La Mode Illustrée.

A Solita le han permitido entrar al salón antes de que todos pasen al comedor, ha saludado con su reverencia cortesana y ha recibido de manos de uno de los señores una caja de bombones que su hija menor le manda como prólogo de futura amistad. Solita repite su reverencia y regresa al estudio, donde la aguarda la Mademoiselle para tomar el té frente a frente, ya que en esas oportunidades ambas comparten el agrado de que les esté prohibida la entrada al comedor.

Solita repasa para sí cuanto debe hacer en las horas venideras. Piensa, mientras en su ensimismamiento masca bombón tras bombón. La Mademoiselle, tan jovencita, salida de una familia de campesinos suizos de pulcra y severísima economía, tan distante de la abundancia en que ahora vive, se resarce de privaciones, y al par que la niña, prueba un bombón porque tiene almendras, y este otro porque está relleno con licor y otro más porque encima luce una nuez... Solita aprovecha su muda complicidad y se atiborra, no sin guardar varios en el bolsillo para el "Togo", al que será necesario convencer con algún aliciente para que espere en silencio junto a su puerta.

El crepúsculo se desvanece en la increíble lentitud de sus matices. Los pájaros disminuyen su algarabía a medida que el rosa se hace malva y el malva gris perla. Una clara noche se enseñorea de todo. La comida transcurre silenciosa frente al rostro empalidecido de María Soledad, a la que cualquier esfuerzo, aun el de dejarse contemplar en silencio, sume en la fatiga. Ernesto parece también estar cansado. La Mademoiselle apenas prueba la comida.

"¡Feliz ella que puede hacerlo!", piensa Solita, que, rellena de bombones, vence su asco y come a desgano porque debe comer para no llamar la atención de su padre, con el riesgo de que la propicia calma se deshaga en tempestad de castigos, lágrimas de la madre y azoro de la Mademoiselle.

Gracias a su disciplina todo sale bien, sin perturbar la norma cotidiana. Juega la prevista media hora después de la comida. La Mademoiselle viene en su busca. Vigila su aseo. La ayuda a desvestirse. Ya en la cama, aparece María Soledad, que acompaña su rezo, la acaricia y la arropa. Llega el padre para despedirse con un beso ceremonioso.

Ahora está la Mademoiselle dando un toque por aquí y otro por allá a cualquier detalle. Por fin enciende la veladora bajo su pantalla de opalina rosa, apaga la luz central, se inclina a besarla y se dirige al dormitorio vecino, que es el suyo.

Solita abre grandes los ojos. Se incorpora despacito. La Mademoiselle debe estar en el baño. Se desliza en puntillas hasta el ropero, lo abre y regresa a la cama abrazada a "Don Genaro", que ronronea despacito la felicidad del encuentro.

Afuera, en el ancho corredor que abre sobre el jardín, apoyado en la puerta de la habitación de Solita, incómodo en su cuarto trasero, paciente y sin. saber a qué obedece la orden de quedarse allí, muy quieto, el "Togo" estará esperando. Este pensamiento azora a la niña. Porque el pobrecito creerá que aquello es un castigo y aunque entienda muchas cosas de esas que los grandes no entienden, a Solita empieza a trabajarle un desconsuelo que le aprieta la garganta como preludio de llanto.

No se atreve a meterse bajo las cobijas por temor al sueño. Se ha quedado sentada en la cama, con las piernas cruzadas como un encantador de serpientes, teniendo al gato ovillado en el regazo. Hay una atmósfera templada de verano sureño y, sin embargo, Solita piensa que sería mucho mejor meterse del todo bajo las ropas, con el gato a su costado, apoyadas las cabezas de ambos sobre la almohada, como suelen dormir cuando ella, como ahora, logra introducirlo subrepticiamente en su habitación. Pero no quiere dejarse seducir por la idea y permanece quieta, con las manitas sobre la sedosa piel del animal, que sigue en su ronroneo y subraya su creciente felicidad extendiendo y recogiendo las uñas, entreabriendo los párpados sobre el oro relumbrante de las pupilas.

De la habitación de la Mademoiselle no llega un ruido ni del resto de la casa, que debe estar a obscuras, con todos sus habitantes sumidos en el sueño. ¿Qué hora será? En esa gran casa superpoblada de relojes, cuyas horas acordes suenan en tan distintos sonidos como para formar una imagen orquestal del tiempo, acaso sólo en el dormitorio de Solita no haya un reloj. Porque según Ernesto la hora del despertar debe darla el subconsciente, para extender su disciplina hasta en el sueño, y a las siete, como si dentro de ella sonara un despertador, la niña debe regresar a la vigilia. La "verdad verdad" es que su padre tiene ideas harto raras. Eso lo ha pensado ella desde que comenzó a pensar y hasta una vez llegó confiárselo a su madre, que se escandalizó y apenó tantísimo que jamás se atrevió a mencionar el asunto y casi ni se atrevió a volver a pensarlo, como si fuese uno de esos malos pensamientos, de los que siempre habla el señor cura, sin que ella haya logrado saber a ciencia cierta cuales son.

Porque está bien que haya relojes por todas partes, tan lindos, tan --como dice sonriendo la mamá-- "de museo", pero, al fin y al cabo, ¿por qué no poner uno en su cuarto? Aunque fuera el reloj de cucú del estudio, con su ridículo pajarito-- ¡y a quién va a convencer de que es un pajarito!--, con sus reverencias siempre iguales y su voz de alambre: cu-cu, cu-cu, picoteando el comienzo y el final de las clases. Cualquier reloj. El reloj de la cocina, tan grandote, disfrazado de sartén, con un tenedor y un cuchillo trinchando las horas...

¡Pobre "Togo", que estará muerto de frío! También ella empieza sentir algo que pudiera ser frío, como un viento, no, como una brisa, tampoco, como un aliento fresco por la espalda y que pudiera ser la respiración de alguien que se acerca para darle un susto. El gato se lía dormido hecho una rosca. Despacito estira una mano y atrae la bata, arropándose cautamente en ella. ¿Qué hora será? ¡Dios mío! ¿Cómo no pensó en esto de la hora? Porque por más que tienda el oído y quiera percibir los rumores de la casa, nunca van a llegarle ni siquiera las campanadas musicales y redondas del reloj de carillón que ahora será como el secreto corazón de la noche en el comedor. Nunca.

Abre grandes los ojos sobre la luz rosa pálido de la veladora. Y abre también la boca, como si por ella pudieran entrarle mejor los rumores. A fuerza de mirar la luz, empieza a verla doble, triple, múltiple como un calidoscopio. Cierra los párpados. Pero sigue viendo luces rosas. Los aprieta más y mueve de un lado al otro la cabeza. Las luces desaparecen. Abre de nuevo los párpados, y ahora, con un vago pavor, observa que la pequeña cúpula de opalina de la veladora tiene estrías de un rosa más intenso y que el círculo que se abre en su parte superior proyecta en el cielo raso una mancha redonda, una gran luna por la que pasa y repasa una minúscula sombra. ¿Una mosca? ¿Un mosquito? ¿Y si fuese una araña? Porque las arañas son malas. En todo caso ahora no pasa nada por el trazo luminoso. El gato duerme. Sigue teniendo frío y se arropa mejor en la bata, recalcando su espalda entre las almohadas.

Las cortinas de la ventana, corridas, cayendo hasta el suelo, parecen las cortinas que cierran los escenarios de los teatros. La "verdad verdad" es que las hadas, en vez de bailar en los jardines, bien podrían hacerlo, en las habitaciones de las niñitas que quieren conocerlas, que las esperan despiertas, y no obligar a éstas a levantarse a escondidas, exponiéndose a castigos, máxime cuando no se sabe la hora que es y los párpados pesan cada vez más. De muy, muy lejos, parece venir la sombra de un rumor. Abre la boca de nuevo y es tanta su atención que empieza a sentir el corazón le tabletea en el pecho y que a ese tableteo contesta, otro desde sus oídos. Se aferra al gato, que abre sus ojos fosforescentes, maya apenas una pregunta y vuelve a dormirse. ¿Qué hora será? ¿Qué hora darían los relojes? ¡Y el pobre "Togo" esperando afuera, sobrellevando muerto de incertidumbre lo que para él debe ser un tremendo castigo inmerecido!

Pero ¿cómo está aquí el reloj del dormitorio de su madre, ese con dos angelotes a los costados, sosteniéndolo o reteniéndolo para que no se vuele, con su péndulo fino, que hace un leve y danzarín tictac musical? ¿Es posible lo que mira? ¿No se ha quedado la esfera suspendida en el aire, equilibrada en su propio ritmo, mientras los angelotes giran en torno, gozosos; agitando las alitas al mismo compás?

Y ahora viene a sumársele el sonido de todos los relojes de la casa, apacentados por las graves campanadas del carillón y hasta el ridículo cu-cu ya no es ridículo y ahora se obstina en querer aseverar que es medianoche.

Sólita se levanta con gran cautela, arrebujándose en la bata; alza el gato; abre la puerta, que se mueve en un silencio increíble; toma al perro por el collar y el grupo avanza por el corredor, que parece más largo que de costumbre y al que abren puertas desconocidas. Solita desciende y corre agilísima por las avenidas del parque, casi soliviantada por la prisa; sabe que va a llegar, que ya llega al gran rectángulo de césped que marca el centro del parque y en cuyo fondo se recortan geométricos los bojes en el semicírculo de una plazoleta. Los relojes en su coro continúan repitiendo que es la medianoche y luego se apagan hasta dejar repartidos sus ecos en las voces de los grillos. La luna está alta y de ella se desprende una claridad que da a las formas un relieve blanco y negro, relieve alucinante, como el que tienen las vistas del estereoscopio. La voz de los grillos no es la de siempre. Solita presta atención y oye que suenan como cajitas de música, como flautas, como canarios; otros, como las arpas que debe tocar Santa Cecilia, o como la voz de mamá modulando viejas canciones aprendidas de la abuela celta. Y de pronto, llegadas no sabe de dónde, están allí las hadas. Estaban allí, sin duda, sólo que ahora puede verlas. Forman rondas que se abren en guirnaldas y no parecen pesar sobre la hierba. Pero lo más maravilloso es que no son "grandes", sino que son niñitas. Finas, flexibles, aéreas; vestidas de gasas y plumillas de oro y plata. Resplandecen al igual que el rocío de brillantes sobre el ramito de mamá. Son exactamente eso: hadas que aparecen y desaparecen en las vueltas imprevisibles de su danza, que de repente no están y luego están, y en cada uno de los gestos graciosos de sus manos hacen y deshacen enjambres de multicolores mariposas, batallones zumbadores de escarabajos de oro, y están y no están y todo tiene un ritmo de danza mantenida en vilo por una suave melodía.

¿Y los elfos? ¿Dónde están los elfos de los cuentos de mamá?

Solita tiene ganas de bailar también. Pero juiciosamente se queda quieta con "Don Genaro" en brazos --mirando también con sus ojos de tan brillante oro, abrazado a ella como una criatura cuya tibieza asegura la realidad de todo-- y sosteniendo con una mano el collar del perro, que está inmóvil, tieso en sus patas temblorosas, aguzadas las orejas, con apenas un ligerísimo temblor en el rabo para expresar una alegría que no osa exteriorizarse.

Pero ¿y los elfos? ¿No es verdad entonces que los elfos bailan con las hadas?

Mira a lo alto. La luna --¿es la luna o es el reloj de los angelotes? --blanca, blanca, también en ese instante parece tomar parte del baile y cabecea. Miríadas de estrellas, puñados de estrellas como chaya dorada y plateada, parpadean, guiñan, se mueven ordenando y desordenando las constelaciones. Solita sonríe. Pero de súbito ve que los dos angelotes dejan de girar en torno de la luna y huyen despavoridos. Una sombra pasa sobre su claro círculo. ¿Será una arañita? ¡Ay, si al menos fuese una arañita! Pero no. Algo crece y toma contornos inquietantes. Algo está sucediendo que sería mejor que no sucediera. Hay un perfil que se recorta sobre la luna, con su barbilla y nariz en forma de tenaza y los harapientos manteos sobre la escoba con un resto de curagüilla. Y unas lechuzas graznando como goznes viejos... Y unos murciélagos velludos...

La luna recobra una inmovilidad de espanto. Las estrellas súbitamente, se fijan en el azul empalidecido del cielo. Solita siente un escalofrío. Y mira abajo, al prado. ¡Y no hay nadie! Las hadas no están. Y "Don Genaro" ya no es el gato, es un polvoriento atadijo de trapos. Y quiere llamar al "Togo" y no puede. Y sabe que aunque pudiera sería inútil. Que el "Togo" ya no está allí. Solita quiere correr, pero no puede. Está endurecida. Apenas si con terrible esfuerzo avanza un paso. Pero advierte que el corredor es largo de leguas, que ni en años de años logrará regresar a su habitación. Quiere pedir auxilio. La voz no le sale, congelada en su garganta. Algo indecible crece en la sombra más negra aún que los rincones más negros. Unos brazos huesudos, crispados en garras, crecen y se extienden hacia ella.

Desde el fondo de su desesperación surge el llamado de su infancia:
--¡ Mamá!...

Alguien, desde el otro lado del espanto, dice:

--Solita. Por favor, no grites. Despierta..., tranquilízate...
--La bruja..., la bruja... --balbucea la niña.

--No, hijita. No hay brujas --asegura una voz inesperadamente parecida a la de la Mademoiselle--. Aquí estoy yo. Aquí está el gato. No sé por qué está aquí el gato. Eso lo arreglaremos mañana, pero el hecho es que está aquí y que no debes despertar a la mamá.

Solita se apodera lenta de la claridad de su habitación. Trata de explicar entre pucheros, echando atrás los pelos que se arremolinan por la frente, vagarosa y adormilada.

--Yo estaba en el jardín viendo bailar a las hadas y vino una bruja.

--No, corazón-- insiste la Mademoiselle, involuntariamente copiando el vocabulario y el acento de María Soledad--... No hay brujas--Duérmete tranquila. Nunca más te dejaré comer media caja de bombones de una vez. Con este resultado ya tenemos bastante. Ahora a dormir la niña con su gato. A dormir..., a la nana nanita--canturrea suavemente mientras que, sin muchos miramientos, coloca a "Don Genaro" sobre el cubrepiés. La arropa. Se arrodilla junto a. la cama y continúa--: Ahora a dormir la niña y su gato... A dormir..., nana nanita na...

--Yo... --pretende de nuevo explicar Solita. Pero irremediablemente el sueño la devuelve al mundo de las aventuras maravillosas.

 

 

BRUNET, Marta. Las hadas. Solita Sola. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 178-184.