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LA BALLENA

 

La "verdad verdad" --piensa Solita--, es que este estudio sin las cosas que allí ha amontonado su padre, para que nadie dude de que se trata de un estudio, sería muy agradable. El papel celeste, rayado fina y disparejamente de blanco, muestra arriba una ancha guarda, que describe en sucesivos repetidos cuadros los deportes de invierno, con esquiadores, trineos tirados por perros, "toboganes", fugas de ciervos y hasta una panzuda osa torpemente patinando con tres ositos a la zaga, tan torpes y graciosos como "ella", ya que Solita está segura de que se trata de mamá osa y su prole.

Pero Ernesto ha hecho poner en esa habitación unos armarios que contienen textos, rollos de grabados didácticos, mapas, esferas, y modelos de yeso para dibujos académicos. A más de una tarima, una mesa, una silla, un pizarrón, un atril, un caballete y el pequeño pupitre y el banco de Solita.

Todo reglamentario, ceñido a las normas educacionales. Todo, menos el reloj cucú. Todo menos la ancha puerta-ventana que abre al parque y en cuyas mejillas de vidrio se apoya y desmelena la glicina y se deja ver el copete de agua de la fuente, más allá de los bojes y del alborozo de los pájaros mezclado al fraseo del viento. Más, mucho más allá del atisbo del gato y del interrogante ladrido del perro.

Son la evasión. El cucú: del tiempo. La puerta-ventana: del límite de los temas escolares.

La Mademoiselle explica esta mañana:

La ballena es un mamífero del orden de los cetáceos. Engendra sus hijas en su vientre y los da a luz vivos, alimentándolos con su leche...

Solita, que está. mirando sin interés la lámina colgada en el atril, que representa a la ballena, se aviva y pregunta:

--¿Coma la gata, entonces? ¿Tiene gatitos y les da de mamar?
--Igual-- contesta la Mademoiselle, y continúa con una voz de cansada repetición de algo lejanamente memorizado--: Es un cetáceo, el más grande de los habitantes de los mares. Al respirar...

Solita corta la frase:

--¿Por qué dices que da a luz, a sus hijos vivos?
--Porque nacen vivos. No interrumpas...

--¿Y por dónde le salen? ¿Por el ombligo, como a la gata?.
--¿Quieres hacer el favor de no interrumpir?

--¿Y por qué dices "dar a luz"? La gata "pare".

--Se te ha dicho hasta el cansancio que no debes emplear esa palabra. No es fina. Es lenguaje vulgar --afirma con un tono que quiere ser convincente y sin apelaciones.

--¿Tengo entonces que decir que la gata dio a luz? La mamá me dijo que debía decir que la gata "tuvo" gatitos. ¿Puedo decir que dio a luz? Me parece más lindo. ¿Puedo?

La Mademoiselle afirma rápidamente, queriendo eludir más escollos:

--Puedes. En cuanto a la ballena...

Solita reflexiona que todo esto es muy complicado. La Mademoiselle continúa amontonando datos acerca de la ballena, sus características, sus diferentes características, su utilidad. Las palabras se diluyen en el silencio diáfano del estudio. Solita está muy tiesa en su banco, con las manos cruzadas en el regazo, grandes, abiertos los ojos, un tanto ladeada la cabeza, muy empingorotado el lazo que sujeta las guedejas aún húmedas por la ducha matinal. No ve a la Mademoiselle. Mejor dicho: la ve vagamente, como lejana y desdibujada, como le gusta a veces mirar a través de los prismáticos sin adaptarlos a su visión. Sobre esa imagen incierta está elaborando una serie de deducciones: la gata tiene gatitos, la -ballena tiene "ballenitos". Ellas dos son iguales, desean tener hijitos y el buen Dios les pone en el corazón una semilla que va creciendo, creciendo, hasta que se hacen los gatitos enteros y los "ballenitos" enteros. Entonces salen por el ombligo, que se abre como si tuviera una jareta, y las mamitas, felices, los alimentan con su leche, con la leche de sus tetitas. Claro. La vaca también hace lo mismo. Las gallinas y los pajaritos del cielo son distintos: ponen huevos, se echan sobre ellos y al cabo salen los pollitos o los pichones. Esta historia de los huevos no le parece tan linda. Lo que es lindo de "verdad verdad" es tener a su hijito adentro, cerca del corazón, sentir cómo va creciendo y un día "darlo a luz", a la luz del sol, se entiende; claro que también sería lindo a la luz de la luna, de la luna llena. Y darle de mamar, como la gata a los gatitos, que se pegan a la tetita y chupan amasando con un compás alternado, con una manita, con la otra manita, abriéndolas y cerrándolas, sacando y entrando las uñas, levemente rozando la piel sedosa. Porque están contentos, porque a nadie mejor que a ellos se les puede decir: "guatita llena, corazón contento". En cambio...

--Solita --reprende la Mademoiselle--, presta atención. Tendrás que repetir lo que estoy explicando.

Solita afirma que está atenta, haciendo un movimiento que le inclina el lazo sobre la frente, preludio del desorden que pronto habrá en su melena.

En cambio --sigue reflexionando--, es inconcebible que a les mamás traigan sus niños desde París, en un canasto que se manda por correo, en barco, en tren. Unas guaguas que ni siquiera eligen, que lo mismo pueden ser feas que bonitas, tontas que inteligentes. Y que sean como sean deben recibirlas, porque les están destinadas. ¿Y si en vez, por e ejemplo de mandársela a su mamá, la hubiesen mandado a ella a una señora como doña Batilda, tan tiesa, tan como palo, tan mandona y tan sin querer darle un cinco a nadie? Eso podía haber pasado. Y si hubiera pasado, ¿qué habría hecho entre esa señora y ese viejo que es don Juan Manuel de la Riestra, el marido de doña Batilde, que hubiera sido su papá, puesto que doña Batilde era su mamá?

Empieza a sentir que un vago desconsuelo se posa en su garganta. Sabe que a doña Batilde no le gusta gastar, que para ella el dinero es cosa que se gana y se guarda en el banco, en unas tremendas cajas de fierro, y que después qué se tiene mucho guardado, se saca para comprar otro fundo. 'Tierras, tierras, comprar más tierras. Eso es la sabiduría", le ha oído decir muchas veces con su voz metálica. Doña Batilde la tendría encerrada en una pieza obscura, con un traje rotoso y sucio. Y no le daría de comer nada más que pan y agua. Y ella tendría frío o calor, según el tiempo, pero siempre tendría hambre, hambre y sed --que es peor que el hambre--, y tendría miedo a las ratas y a los murciélagos y a uñas grandes arañas y a lo negro que se le entraría por la boca como un humo espeso. Ni siquiera se llamaría Solita, porque ella se llama como su mamá: María Soledad; pero a su mamá le dicen María Soledad y a ella Solita, porque así, siendo el mismo nombre, se las distingue. Ni siquiera se llamaría Solita, se llamaría Batilde, como esa señora que pudo ser su mamá y que no le diría Batildita, sino Batilde, porque no le gustan los diminutivos; se lo dijo una vez a su mamá: "Es una lesera llamarle Sólita a la niña. Los diminutivos y los sobrenombres son siúticos". "No --había contestado su mamá--, son cariño". Muy bien que hizo su mamá en contestarle así.

--Solita --advierte la Mademoiselle, esta vez con real enojo--, ¿es que no, quieres -prestar atención a lo que te estoy explicando?

--Te estoy escuchando, te lo aseguro... --se interrumpe--. Pero es que estoy pensando en cosas tan tristes...

La Mademoiselle sabe por experiencia que las evasiones de la niña al mundo de sus fantasías son irrefrenables, que nada valen admoniciones, castigos. Que es preferible que ella misma se deshaga del escenario que ha construido y se vacíe de los seres y cosas que lo pueblan. Entonces será posible, que rápidamente, con esa mezcla de comprensión y de feliz memoria que posee, aprenda lo que se le está enseñando.

Cierra el libro y pregunta:

--¿Por qué era tan triste todo eso?
--Porque pensé de repente que... --pero algo atrae su atención en el jardín.

Por el arco de bojes del fondo aparece María Soledad, vestida con una falda azul cuya cola levanta graciosamente, dejando ver los volados de la enagua de tafetán celeste. Lleva una blusa blanca trabajada con alforzas y puntillas y entredoses, con el alto cuello que termina en una pequeña gorguera mantenida por soportes metálicos. Un echarpe blanco la protege del fresco de la mañana estival, nunca para ella suficientemente tibia en esa latitud. Avanza, se detiene contemplando un prado, una flor, un pájaro. Los ojos se entornan y en las comisuras de los labios se estampa la expresión que la hace aparecer siempre como iniciando una tierna sonrisa.

El "Togo" la ha visto y lanza gozosos ladridos. Las orejas del gato inician un ir y venir, hasta quedarse de nuevo quietas al propio tiempo que los párpados se cierran, pero en las vibrátiles narices hay una lenta, larga aspiración, un adentrar el aire rehogándose en algo espirituoso: en el perfume de María Soledad que avanza lentamente, haciendo paradillas qué de inmediato sugieren la sospecha de una búsqueda deliberada de ese fondo, de esa actitud, para dar la sensación de una estampa trasunta de elegancia.

Solita la mira. Esa es su mamá suya, de ella, propia, de Solita. Un impulso la hace levantarse, precipitarse a la puerta-ventana, abrirla y correrla hasta prenderse a la cintura de la madre.

--Mamá --dice atropelladamente--. Mamá, ¡qué horrible sería si se hubieran equivocado!... ¡Qué horrible si en vez de mandarme para ti me hubieran mandado para otra!...

María Soledad no comprende. Mira a la Mademoiselle enmarcada por la puerta del estudio y en su rostro encuentra una expresión de cansancio. Vuelve los ojos a la niña apretada a su cintura, con la, cara, hundida en su regazo.

--¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? ¿Pero qué dices, criatura? --pregunta cada vez más desorientada.

--Podían haberme mandado a otra mamá..., desde París... A doña Batilde... o a otra tan mala como ella... Mamá... --levanta la cara y la mira desde el fondo de su desolación--. Mamá, mamá..., ¿cómo es posible que la ballena, que la ballena...? --se ahoga y se interrumpe.

María Soledad la contempla, aún sin entender. Pero conoce esas súbitas tormentas y la manera de hacerlas alejarse sin dejar rastro.

--Venga-- dice--, venga a conversar con su mamita y a contarle esa historia de doña Batilde y la ballena.

Se acerca a un banco. Se sienta. Solita sabe que va a llorar y, a falta dé pañuelo --nunca puede averiguar qué se hacen los pañuelos, siempre que los necesita no están en el bolsillo--, termina por coger un extremo del delantal y refregarse los ojos dando suspiros.

María Soledad la ayuda con su propio pañuelo, echa atrás las mechas, acomoda el lazo y pregunta:

--¿Qué pasó? A ver: cuénteme...

--No me trates de usted --dice la niña gimoteando--, eso me va a hacer llorar de verdad verdad.

--Es que te portas tan mal... --insinúa la madre.

--No me digas eso tampoco... --y un puchero le deforma la boca. Pero súbitamente piensa que si el "Togo" la ve llorando, será capaz de ponerse a aullar, como le aúllan los perros a la luna llena. Lo busca con la mirada y lo encuentra detrás del banco, con los pelos del espinazo erizados y el hocico en alto, temblorosos los belfos--. No, no --le ordena enérgicamente con una voz muy entera--, no llore usted también...

María Soledad se dice que Ernesto tiene razón a veces, que entre la niña y los animales la vida tiene ratos difíciles. Pero la anega un río de terneza y repite dulcemente:

--Vamos: di, ¿qué te pasó?

--Pensé que podían haberme mandado para otra mamá, para doña Batilde... --La voz que de nuevo se opacaba llorosa, cambia, inesperadamente admonitiva--: ¿Cómo es posible que encarguen las guaguas a París y que la "Gata", todas las gatas, y ahora me dijo la Mademoiselle que las ballenas también, tengan a sus hijitas en su guatita y los den a luz vivos y los amamanten con su leche, --como tantas otras veces, está repitiendo lo que ha oído, cambia de nuevo la voz, que se hace plañidera-- y que tu y las otras mamás se contenten con comprar por plata una guagua cualquiera?... Eso es malo..., es feo... Yo no quiero que a mí me hayan comprado, que me hayan encargado lo mismo que encargas tus vestidos... no quiero... Yo quiero ser tu hija, tuya, como lo es el gatito de la "Gata" y el "ballenito" de la ballena --se le ahoga la voz y valerosamente, pensando en el perro, retiene sus lágrimas.

María Soledad la alza hasta sus rodillas, la acaricia, la acuna, dice palabras de suelta ternura entre beso y beso. La mira con una especie de avidez, queriendo sacar fuerza de esas facciones que la pena altera. Morosa y medrosamente, desde el fondo de ella misma, llega hasta su conciencia la certeza de que hay que hablar; hay que decirlo, que no se puede jugar más con los sentimientos de la niña, con su búsqueda apasionada de la verdad. Hay que decírselo. Siente que las palabras afloran en sus labios, que las va a decir, y un extraño fenómeno se produce haciendo latir sus sienes: se oye hablar como espectadora, desde fuera, como si otra persona pronunciara las frases que está articulando despaciosamente su boca.

--No, mi amor, no viniste de París. Te tuve yo aquí, cerca del corazón, semillita maravillosa, hasta que naciste y fuiste mi guagua de oro, mi perla, mi niñita querida... --ha ido presionando la cabeza contra su pecho. Solita está quieta. La madre calla y espera. Solita sigue inmóvil inundada en dicha. Las manos de la madre se aflojan. Y aguarda un segundo más, súbitamente caída en intolerable angustia.

Pero la cara de Solita se alza resplandeciente, con los ojos echando chiribitas y la boca inaugurando una sonrisa sin historia.

--¿Por qué no me lo dijiste antes? Era tan desdichada... --y vuelve a sumir la cabeza en el pecho materno, apretándose a él, moviéndola como para hacer un nidal, buscando el sitio en que estuvo cerca de ese corazón que late ahora muy deprisa. Posee una verdad buscada a ciegas, ansiosamente. Ha llegado a esa verdad y descansa en su dichosa certidumbre. No necesita otras explicaciones.

--Por miedo a que no te gustara... --contesta con voz baja, pero segura de que es la propia recuperada y no otra oída desde fuera de sí misma.

--Las cosas tuyas...; ¿cómo no iba a gustarme? --habla medio ahogada por puntillas y encajes, enredados los pies en los flecos del echarpe--. ¡Cómo no iba a gustarme estar en tu guatita!...

--Lo mismo que los gatitos... --dice juguetonamente la madre que de repente tiembla ante la posibilidad de más preguntas.

--Lo mismo, y pensar que les tenía tanta envidia... --asegura Solita reidora.

--Como el "ballenito"... --ríe la madre distendida.

--Lo mismo, igualito-- se interrumpe y canturrea--. Yo soy de mi mamita preciosa, de mi mamita flor de los campos, de mi mamita más linda que todas las mamitas del mundo, de mi mamita propia, mía... Te adoro..., te adoro...

Hay tal vibración en su voz que apenas si se ha alzado para esa salmodia gozosa, que el "Togo" se lanza en una carrera en círculo por el prado y el gato abre refulgentes ojos.

¡Qué sencillo eral... ¡Qué fácil!... --se dice María Soledad. --Y tanto atormentarse, buscando el modo de decirlo y las palabras y la ocasión. Pero la prudencia la hace ordenar con un tono que imita al -de Ernesto:

--Y ahora: a. clase. Ligerito...

 

 

 

BRUNET, Marta. La ballena. Solita Sola. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 185-190.