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HIJA DE RICOS

 

Solita está en cuclillas junto al montón de pedregullo que han traído esta mañana, llegado en sacos desde una playa lejana y que se destina a los caminillos del nuevo jardín. Montón blanco-gris-rosa de conchuelas y caracoles en que se rezaga un acre olor salobre, en que partículas salitrosas fulguran y se rompen en inesperados iris, en que restos de algas viborean sombras amenazadoras y trozos de rocosidades hablan de bravas marejadas y su sistemática perseverancia. Las manas de la niña mueven y remueven y en la quietud de la siesta hay un mínimo constante rumor, algo como un frote de brisa en ramajes otoñales. La niña mueve y remueve en la búsqueda de caracoles enteros, en que ni la zarpa del mar ni el afán del hombre hayan destruido su bella arquitectura.

La casa reposa en silencio. Papá está en el norte. Mamá duerme. La Mademoiselle escribe cartas. La servidumbre sabe que a esa hora no hay que hacer ruido alguno. Solita goza de su recreo, de hacer lo que quiere al albur de su fantasía. El "Togo" la vigila, cabeceando, bostezando, resuelto a no perderla de vista, porque a veces sucede que se deja vencer por el sueño y Solita le juega la mala pasada de desaparecer tan sigilosamente como un felino, más que el gato; de desaparecer y esconderse, y aunque el "Togo" tiene el olfato de su raza, como la casa toda está llena de la presencia de Solita, las pistas se entreveran y es trabajo grande hallarla en el más inesperado sitio. Y además está el gato. Este "Don Genaro" que no tiene decoro y duerme en toda ocasión, seguro de que siempre podrá oír lo que Solita hace, despertar cuando debe despertar, seguirla ajustando su paso al de ella y hasta acompañarla en sus subidas a los cercos, a los tejados y a los árboles. Cierto es que su desquite está en las salidas a la calle o al campo, sea a pie, a caballo o en coche. En que "él", el "Togo", acompaña a Solita y el gato se queda en casa: Pero también es cierto que a "Don Genaro" este hecho parece no importarle, o, si le importa, lo disimula en el más profundo sueño. Por estos motivos el "Togo" vigila, cabecea y bosteza.

Solita ha hecho un montón, un pequeño montón con el pedregullo ya revisado. No es muy grande en comparación con el otro. Y menos grande es aún aquel que reúne sus encuentros. Apenas un puñado de caracoles. Claro es que son preciosos. Los hay blancos, de un material espeso que parece mármol. Otros son grises, estriados de grises más finos que lindan al celeste. Alguno, diminuto, remeda el dorso en arco zigzagueante de un esqueleto de monstruo antediluviano. Aquellos, obscuros, brillan como lacas y tienen dentro un tierno rosa. En éste el rosa se hace rubor de coral, y éste, el más perfecto, muestra el nácar que pudo anidar una perla. Solita los mira, les sonríe hechizada.

Pero la "verdad verdad" es que está cansada de la búsqueda, de la posición incómoda, del sol que se le pega a la espalda y de la porfiada mecha que nunca estará donde debe estar, sobre la cabeza, sino que se empeña en caerle por la frente hasta los ojos. ¡Claro! Si en vez de tanta melena y crespos y cintajos le cortaran el pelo como a un chico...

Suspira. Echa la cabeza atrás, pero la mecha sigue incomodándola. La peina con los dedos. Pero interrumpe el gesto y mira la mano que está sucia. La huele. Arruga la nariz. ¡Bueno! Necesitará mucho jabón y cepillo para que el feo olor desaparezca. Menos mal que papá no está. Claro es que mamá con sus jaquecas y su aversión a los olores, sean buenos o, malos... Deberá tener prudencia. Pero la mecha... Levanta el brazo y trata de alisarla con la manga.

Tiene entonces la sensación de que la están mirando. Siente, casi palpable, que una mirada la observa.

Paulatinamente sus movimientos se hacen lentos hasta quedar inmóvil, agachada la cabeza, la mecha, de nuevo por la frente, las manos inertes sobre el pedregullo. Por entre el pelo, cautelosamente, busca los ojos que la miran.

La puerta chica del jardín tiene un ventano con postigo que han dejado abierto. Dos barrotes lo crucifican. Y detrás, perdidos en las blancas barbas fluviales que prolongan la cabellera, unos ojos vahorosos, inexpresivos, la fijan sin parpadear. Una cabeza degollada, seccionada en cuatro por la cruz.

Solita no tiene miedo. La veleta de su imaginación se echa a girar. Puede ser una de las cabezas de los siete ahorcados. O una araña que se convirtió en cabeza. O una de las cabezas del gran guiñol. A ella le daría miedo --sí, tal vez-- la cabeza de la Chonchona. Pero esa cabeza es de mujer. Y esta es de hombre viejo. De ahorcado viejo. Pero los ahorcados tienen la lengua afuera. Este pensamiento la llena de perplejidad. No puede ser un ahorcado. Entonces, ¿quién, qué es?

Solita no tiene miedo. No le tiene miedo a nada ni a nadie. Tal vez, sí, a la Chonchona..., y a las arañas... Echa atrás la cabeza en el gesto habitual, se alza en súbito resorte y enfrenta los ojos, que no pestañean. No le gusta que la vigilen. Bastante tiene con soportar que la vigile el "Togo". Y el "Togo" es el "Togo", su perro suyo. El "Togo", que desde el fondo del sueño que lo ha vencido, despierta dueño instantáneo de lo que sucede, que se pone tieso en las patas temblorosas, que se eriza y gruñe amenazador dirigiéndose al desconocido.

--¡Chist! --ordena Solita--. ¡Cállese, tonto! ¿No sabe que la mamá está durmiendo?

El "Togo" masculla sus injurias. "Don Genaro" no se ha movido, pero sí ha abierto los ojos y clava en el intruso una pupila de filo de cuchillo. Solita avanza resuelta y pregunta:

--Y usted, ¿quién es? ¿Qué quiere?

Aparece una mano de rama seca, terrosa, que mesa los largos pelos, las largas barbas, y termina por prenderse dubitativa a una oreja. Al mover los pelos la mano ha dejado en descubierto una ignominiosa nariz remolacha.

Solita insiste:

--¿Qué quiere?

Una voz responde gargarizando posos de vino:

--Una limosnita, por el amor de Dios... --La mano, de la oreja, pasa a uno de los barrotes.

El "Togo" insinúa un claro insulto. Las orejas del gato avanzan alertas. Solita ha sentido lo innoble del acento y el hedor de la respiración. Contesta muy ligero, repitiendo una lección:

--A los pobres se los socorre los sábados en la mañana, por la puerta de la cochera, en la calle de atrás. Puede usted venir el sábado y se le dará auxilio.

--Una limosnita... --repite el viejo--. Un cinquito para pan... Tengo hambre...

Solita piensa apenada que el sábado está muy lejos, a días de distancia. Que este pobrecito tiene hambre. Ella a veces tiene también hambre, sobre todo después de la última clase matinal. Es algo que parece hurgar en el estómago, algo que angustia, que suele llenar la boca de saliva y hasta producir bascas. A ella le está prohibido comer fuera de las horas prefijadas, pero se ingenia siempre, en esos casos, para sacar un pedacito de pan del repostero, o, a fuerza de arrumacos, conseguir que la Clorinda la deje "probar" alguno de los guisos o postres.

¡Y este pobre viejo tiene hambre!

Indaga:

--¿No cree usted que sería mejor que se fuera a su casa a comer?

La mano vuelve a la oreja, tironea el pabellón y la voz muele sílabas;

--¡Bah! Las cosas... Yo no tengo más casa que el cuartel de policía... Para allá agarro..., cuando no me llevan... --Algo que puede ser una sonrisa abre un hoyo desdentado bajo el arrebatado de la nariz. Se rasca enérgicamente la oreja y plañe--: Una limosnita, un cinquito... Tengo hambre...

A Solita unas uñas finas como aquellas que atestiguan su propia hambre empiezan a remusgarle en el estómago. Angustia, imperiosa urgencia de hacer algo para que este viejo no tenga, no padezca hambre. Busca forma, de ayudarlo. ¿Ir a la casa? ¿Atravesar el jardín, el patio de los naranjos, hasta llegar al repostero? La Clorinda debe de estar sentada a su puerta, cosiendo, como siempre, en espera de que la mamá llame. En la cocina todo estará cerrado. Habrá que dar explicaciones. No está papá y puede que se atrevan a acceder a su pedido y, aunque no sea sábado por la mañana, darle algo al viejo. Calcula la hora. Lo más probable es que la atrape la Mademoiselle y la mande a la sala de estudio. O que la Clorinda llame a Bartolo y le ordene corretear al viejo. La "verdad verdad" es que los grandes todo lo complican. Recuerda que tiene en el bolsillo un terrón de azúcar que destina al "Mampato". Y un diez, diez centavos, parte de los treinta que le asignan semanalmente, y que reserva para comprar un cuento de Calleja. Levanta el faldón del delantal y busca en el bolsillo de la marinera. Primero halla el terrón. Lo pasa a la mano izquierda y en la palma extendida lo ofrece al viejo:

--Tome, es azúcar...

Los ojos la miran estúpidamente y un sonido que no alcanza a articularse barbota en la garganta.

--Es azúcar repite Solita--, para usted.

--Tengo hambre --logra hacer comprensible la voz.

La niña encuentra la moneda, la tiene entre el pulgar y el índice de la mano derecha y la coloca junto al terrón, en la palma, que continúa ofreciéndose.

Los ojos del viejo cambian de expresión, lo vahoroso desaparece y unas pupilas sorprendentemente claras aparecen como flotando en la córnea veteada de venillas sanguinolentas. La mano se introduce presta por entre los barrotes, garra de rapiña que toma el pequeño círculo de plata y con un movimiento brusco rechaza el azúcar y la mano generosa.

--¡Puah! Mugre... --dice mirando a la niña con su nueva expresión, en que se amalgaman odios y codicias, humillaciones y soberbias. A Solita, a quien el gesto, las palabras y la mirada han dejado estupefacta, y que tiene entrecerrados los párpados bajo la recta de las cejas, que ha cruzado las manos a la espalda, sobre la cintura, y se afirma tan sólidamente en los pies que éstos parecen enraizarse tierra adentro, dándole mayor estabilidad y hasta mayor estatura.

La expresión del viejo empieza a cerrarse cautelosamente. Hay un compás de espera. Y la voz repite su reclamo, con las mismas palabras, con idéntico acento, parte de sí mismo, prolongación de su vida miserable, manera de subsistir a lo largo de años de trashumar, de mendigar, de conseguir los medios, para satisfacer la sed inextinguible de alcohol, obediente al mandato que puede llevarlo al robo, al asalto, al crimen.

La voz se torna desgarradora:

--Otro diececito..., tengo hambre...

Los ojos acuosos, la nariz remolacha, la pelambrera blanca, el hoyo de la boca, la total cabeza cercenada por el ventano, crucificada por los barrotes, pierde cuanto la imaginación de Solita ha urdido y cobra su justa repulsiva forma. El viejo adivina que la posibilidad de otra moneda se le escapa, pero continúa plañendo:

--Tengo hambre...

--¡Váyase! -- contesta imperativa--. Ya le di para que compre pan. ¡Váyase!

El viejo sabe que no doblegará esa voluntad. Lo vahoroso desaparece en una expresión maligna. Escupe palabras y salivazos:
--Mierda... Hija de ricos...

Solita se inclina, empuña un pedrusco y amenaza:

--¡Váyase!...

El "Togo" sabe que ahora puede ladrar, dar saltos que lo alzan hasta el ventano. El gato se engrifa y las uñas inician un peligroso movimiento retráctil. Algo debe temer el viejo, porque la cabeza desaparece, no sin antes lanzar un último escupitajo, tan asqueroso como la palabrota que lo rubrica.

A Solita le arden las mejillas de manzana colérica, tiene la garganta seca; de apretarlo, el pedrusco --peña de mar con filamentos cristalizados-- se le hunde en la carne. La "verdad verdad" es que habría que ser como los niños de la calle, poder abrir la puerta y con su puntería certera darle al viejo inmundo con el cascote en la cabeza, dejar que el perro se le prendiera a las pantorrillas, que el gato le arañara la cara. Y gritarle injurias, todas las malas palabras que ella sabe, ha oído y que tan difícil es olvidar --como aconsejan los grandes que hay que olvidar, aunque san ellos los que las pronuncian, aunque de ellos las aprendan los niños, todos los niños, hasta Solita--, esas malas palabras, todas, sí, gritárselas al viejo. Ser un niño de la calle, y no esta Solita que está aquí, furiosa, sofocada, humillada, obligada a ser la niña que "siempre debe portarse bien". Y sin saberlo, repite una de las palabras que dijo el viejo:

--Mierda --y como si allí se albergara no sabe qué obscura enemigo, lanza violentamente el pedrusco contra el muro.

 

 

BRUNET, Marta. Hija de ricos. Solita Sola. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 198-1202.