>>Regresar

CON UNA NIÑA POR LAS PAGINAS DE UN LIBRO

 

La niña se llama Solita.

No la creé yo pensándola hasta en sus más mínimos detalles, criatura de ficción para que en una novela realice determinados gestos y diga tales palabras. No. Ella y sus padres, en su casa y la casa en el pueblo, se me aparecieron súbitamente, al borde del duermevela, en ese misterioso trasmundo donde mora una humanidad que necesita de mí para hacerse presente en el mundo de las letras. Cada cual concibe y escribe de di-versa manera. De mí sólo puedo decir honradamente que transcribo esa varia, renovada y apasionante humanidad, fiel a su geografía, servidora de sus caracteres, atenta a que su clima sea el suyo y a que sus sentimientos sean los de su propia comedia o drama.

Siendo una muchachita --llevo años en la tarea de escribir--, me inquietó esta sorpresiva presencia de los elementos del cuento o de la novela a mí alrededor. No sabía qué hacer con ellos. El duermevela se me tornaba en una pesadilla del lado del sueño y en un desasosiego lindante al pavor del lado de la vigilia. Pero si yo no sabía qué hacer con ellos, ellos bien sabían lo que querían de mí. Hasta que mansamente me entregué a su claro mandato y empecé a escribir.

A veces he intentado voluntariamente internarme en ese trasmundo, tratando de descubrir de dónde vienen sus formas, cómo se colocan en su escenario, de qué modo alientan sus pasiones, cuándo y por qué empiezan a actuar sus personajes y cuándo y por qué termina su existencia. Nunca lo he logrado. Es una vida fuera de todo control, de cuya existencia doy fe, del mismo modo que sé de la napa profunda cuando en la roca contemplo el cuenco de agua de vertiente, duplicando la azul comba de los cielos.

Un cuento, por breve, podría bien aparecérseme en su totalidad, especie de panorama para verlo y copiarlo sin vacilaciones. No es así como aparece. Es súbitamente oír una voz o ver un rostro o contemplar un paisaje. Simultáneamente "despierto". Cobro conciencia y con todos los sentidos agudizados hasta el dolor, espero la ordenación de ese caos al cual debo dar forma. A veces las sensaciones se confunden y no sé cuál es la primera frase con que debo traducirlas. No debo precipitarme. Debo esperar. Es el trance angustioso, el solo momento en que para mí persiste el antiguo pavor, igual al primer pavor del hombre tras su primera noche poblada de sueños. Y vuelven. Están ahí, persisten. Se ordenan. Cobran vida. Sí, eso es. Una vida tan real como la de cualquier ser animado moviéndose por anchos territorios con su pulso y su ritmo.

Es entonces cuando debo escribir.

No sé nada de ellos. Nada. Desconozco sus nombres, sus hechos. Su por qué, su cuándo, su cómo. Conozco su principio. Desconozco su fin. Pero están ahí, imperiosamente, dándome la partida.

Ignoro si es un cuento, si es una novela, si es eso que por una falla incomprensible de nuestra rica lengua no tiene otra designación que cuento largo o novela corta. No sé nada. Pero escribo.

Escribo. La vida mía, la propia, cotidiana, de mujer de su casa y de su trabajo, parecería la de siempre. Pero yo bien sé cómo lo realizo todo con ausencia de mí misma, tal vez con los gestos precisos y las frases necesarias, pero adentro, llamada, urgida, tironeada por ese otro ignoto mundo subconsciente que se sirve de mí para lograr su realidad.

Mis intervenciones para modificar los personajes, aun en pequeños detalles, son siempre fracasos. Cierta vez al releer lo escrito, di con una mujer que se llamaba doña Batilde. ¿Batilde? Creí aquello error de máquina y corregí: Matilde. Pero me entró tal desazón, tal sentimiento de irrespetuosidad, lo mismo que si a una vieja amiga probada de terneza y generosidades, en su cara le deformáramos el nombre con un feo mote. Escribí de nuevo Batilde, todo volvió al orden que debía ser y plácidamente seguí capítulo adelante con mi doña Batilde, señora de su nombre y de su destino.

Mis primeros años de narradora de la vida rural chilena me valieron el asombro de la crítica y el escandalizado comentario de mi medio provinciano. Que nadie entendía el conocimiento de la muchacha que era yo, en decires montañeses, en pasiones primarias y en una cruda realidad puesta en manifiesto sin ambages algunos.

Entonces, como ahora, el mundo del trasmundo habitado por los seres de mis libros era tan ajeno a mi voluntad como puede serlo el color de mis ojos.

La niña se llama Solita.

Vive en un libro, Humo hacia el sur, escrito hace años. Allí mora y creí que le bastaban sus doscientas cincuenta páginas para explayar en alguna escena su fantasía de ángel revoltoso. Que la casa blanca entre jardines, junto a Ernesto y María Soledad, sus padres, era escenario feliz de su existencia. Que el pueblo que rodea la casa, pueblo del sur de Chile, más allá del Bío-Bío, con casitas de madera como de tarjeta postal navideña, era la medida de sus aventuras; el pueblo innominado, con sus pasiones, sus vicios, sus virtudes, pueblo sin nombre, pero que lo tiene en cualquier punto de nuestra América hispánica. Pueblo de principios de siglo, surgido al borde de una línea férrea, nuevo y viejo, regido por una voluntad de terco señorío colonial, rota por el empuje de la civilización avasalladora.

En el pueblo --en ese pueblo--, Ernesto y María la Soledad son casi un misterio. Viven aislados en su amor, voluntariamente ajenos a todo. Y junto a ellos medra Solita en su propio país, maravilla mejor y mayor que la de Alicia. Una institutriz --la Mademoiselle--, venida da, Suiza, cuida de su enseñanza. Una vieja niñera, la Clorinda, y un viejo, caballerizo, Bartolo, consienten sus travesuras. E innumerables animales la rodean con mansa adoración.

Si alguien me preguntara a cuál de las criaturas de mis libros prefiero, diría sin vacilaciones: a Solita.

Yo la creía terminada en la última pagina de Humo hacia el sur. Que si no en la última, en aquella en que por vez final aparece entre los resplandores del incendio que destruye el pueblo.

Pero he aquí que la niña ha vuelto. En no sé qué alfombra mágica, con su casa rodeada de árboles, con Ernesto y María Soledad, con la Mademoiselle, la Clorinda y Bartolo, y su corte que comienza con "Don Genaro" el gato, sigue con el perro "Togo" y termina con el "Mampato", sin olvidar la gata que se llama "Gata". No como parte de una novela, novela ella misma, criatura para muchos capítulos de prodigiosas aventuras color de fantasía, saladas de risas, tiernas de mimos y llenas de hazañas de ángel distraído que pierde las alas y se disfraza de diablillo, adorable e insoportable.

Este es el umbral del mundo de Solita. Este es el quicio. Estas son las jambas. La puerta está abierta. Adelante, amigo lector. La niña te espera.

 

 

BRUNET, Marta. Con una niña por las páginas de un libro. Solita Sola. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 168-169.