>>Regresar

MISIA MARIANITA

 

Al salir de casa, los largos dedos de un vientecillo aún frío de invierno le cariciaron la cara; pero contrastando con esta impresión, los rayos de un sol aplomado se le metieron por la piel rugosa como una inyección de vigor, de juventud pujante. Echó a andar, lentamente, saboreando el goce de los perfumes que por oleadas venían en cada racha. Los ojos acuosos de vejez le velaban la visión y en una especie de niebla se lo envolvían todo. También el oído tenía sus fallas y la calle era para ella un runrunear de abejorros, confuso, en que los cláxones rasgaban estridencias desagradables. De toda la plenitud de los años mozos le quedaba el olfato, goce refinado que le daba la certidumbre de que la primavera la aguardaba allá, en el cerro Santa Lucía, toda olorosa, recién llegada y con la gracia pueril de las floraciones en botón. Y quebádale también el tacto, que se complacía en la suavidad de las sedas y las pieles, y quedábale también el gusto, sibaritismo de las pequeñas golosinas.

Así, lenta, menuda, un poco feble, linda y descolorida como un daguerrotipo romántico, con toda la coquetería viva también en detalles de discreta elegancia y refinada feminidad, misiá Marianita iba por las calles que se anudaban en curvas en torno al cerro, resto de ciudad colonial, perspectivas truncas con lo imprevisto a la vuelta de casas altas, recién construidas, modernas de arquitectura, simples o complicadas; con lo previsto de casas bajas, antiguas, de anchos portalones y ventanas saledizas, humildes o señoriales.

Barrio que fuera su barrio desde siempre, cada casa era para ella la fisonomía querida de un amigo: le sonreían con las persianas semicerradas en los edificios nuevos, y, en el fondo de los zaguanes de las viejas casonas, la visión de un patio umbroso le daba una alegría que cantaba villancicos en su corazón.

Su barrio era su tesoro. Salía de la casa que habitaba en la calle Lastarria e iba lentamente hasta adentrarse por la de Villavicencio, para seguir la de Estados Unidos y avanzar por la de Bueras. Al finalizar la de Bueras se asomaba curiosamente a las dos grandes desembocaduras próximas: la Alameda y el Parque Forestal. Era una mirada curiosa, un poco asustada, que el parque le parecía asiló de enamorados en el día, y en la noche, guarida de ladrones, y a los primeros era discreto no molestarlos y los segundos estaban bien sin víctimas. En cuanto a la Alameda, lustrosa de asfalto y con los demonios de los autobuses aturdiéndola de velocidad y ruidos, le parecía sencillamente pavorosa.

Entonces deshacía camino y volvíase a su casa de portalón señorial, con aleros salientes y ventanas de complicada rajadura.

Otras veces se iba por la calle Lastarria para seguir por la de Rosal y la del cerro hasta la esquina de Merced, frente a la subida del Santa Lucía. Ahí tenía el mismo atisbar medroso, que cinco calles formaban una especie de estrella y la subida del cerro era un atractivo enorme con sus jardines y sus prados, con el verde de los árboles en que había sombras negruzcas, con el reverberar el sol en la roca desnuda. Un rato se quedaba ahí, sin atreverse a la aventura de subir por la pendiente suave, temerosa de las piernas reumáticas y del corazón enfermo.

Así iba la viejecita bordando las horas del sol con el hilo de sus paseos, interesada en su barrio, observando que pintaban de verde una casa, que en un edificio colocaban un farol de hierro, que el castillete de extraña arquitectura tenía un torreón, una gárgola, una escalera externa, unas ojivas, unos vidrios de colores; que demolían una casona --¡qué pena, Jesús querido! --, que una enredadera se cubría de hojas, que quitaban una reja para enanchar la acera, que un despacho se abría en una esquina, que no colgaban la jaula del canario en un balcón, que cierta niñita ya sabía andar, que la señora enferma estaba como siempre tomando el sol en una silla larga. El ir de misiá Marianita era siempre lleno de paradas en que echaba mano de los lentes, que cada detalle era un embeleso para la atención y un venero para la curiosidad.

Aquel barrio en que transcurrieron su infancia de criatura feliz, su adolescencia de niña piadosa, su juventud de muchachita pacata, su madurez de mujer soltera que en los quehaceres domésticos echa todas sus horas, su vejez de anciana que se deja vivir en el regalo de una fortuna y en la soledad falta de parientes y amigos; su vida toda tuvo por marco principal aquel barrio que ahora era para ella el marco único, restringida por la vejez temerosa a ese radio conocido, ritmo de días de sol y de días sin sol, de días en que se puede salir y de días en que hay que estarse en casa.

Esa mañana la viejecita siguió por la calle Lastarria y continuó por la de Merced --rara vez se aventuraba por ella, que, arteria principal, los muchos coches y tranvías la aturdían--; iba con el ánimo alegre y el paso un poquito más ligero que de costumbre. No se le hizo largo ese trecho. Llegó a la esquina y el cerro imanó sus ojos, todo verde de árboles, todo rosado de flores de durazno, todo perfumado de aromos. Se quedó ahí, sin saber qué hacer, mirando fijamente un prado de florecitas que parecía una alfombra de colores desvanecidos, con ganas de acercarse, temerosa del cansancio, irresoluta.

Y de pronto, con algo de desafiante y de escandalizado al propio tiempo en la actitud, la viejecita atravesó la calzada y, empezó a subir las avenidas serpenteantes del cerro, con una alegría de niño que avanza por la aventura maravillosa y cuya mayor maravilla es la propia audacia con que se entra en el reino de lo fantástico.

¡Cuántos años! ¡Cuántos años hacía que misiá Marianita no caminaba por allí!

El prado de florecitas visto de cerca la enterneció. Se inclinó y pasó una mano temblorosa sobre las corolas multicolores. Hizo otro alto frente a un rosal en que un botón se abría perezosamente al sol, amarillo, con el borde de los pétalos rojo intenso. Sonrió a los duraznos que ponían su escarcha rosada en la ladera. Siguió subiendo hasta llegar a un altozano y encontrar ahí el agrado de un banco bajo un árbol que lo sombreaba con su copa esponjada, esférica, rumorosa de trinos y de vientos.

El cansancio la inmovilizó un rato en un estado de estupor. Cuando volvió a la plena posesión de sí misma tuvo una especie de deslumbramiento. Desde allí dominaba entero su barrio. Las calles se adivinaban entre los tejados superpuestos. Tuvo una larga sonrisa que le hizo brillar entre los labios pálidos la dentadura espléndida, desconcertante en aquella cara de pergamino rugoso. Se enseñoreó del paisaje. Se sentó con mayor holgura en el banco de hierro, puso a un lado la cartera y los guantes, el pañuelo y el quitasol. Ahuecó las faldas con el movimiento de otros tiempos, cuando las elegantes acomodaban la crinolina. Puso los lentes sobre la nariz, y en esta atalaya, gozosamente, empezó a descubrir su barrio desde el nuevo ángulo.

Fue una delicia. Cada tejado era un problema por resolver. ¿Era aquél el de la casa de Victoria? ¿Correspondía el otro a la casa del doctor? En esa casa vivió Josefina con su hija. ¡A ver! ¡A ver! Primero estaba la casa nueva de las Pérez, después la casa de renta de los Marín; entonces el tejado que seguía era el de Pancho. Pero ¿cómo se veía tan alto? ¿Estaría equivocada? ¡A ver! ¡A ver! La calle Rosal llegaba hasta allí; luego, más allá, seguía la de Lastarria; después estaba la de Villavicencio, en aquella dirección. Primero la casa de las Pérez, después la de los Marín. Era imposible que aquel tejado fuera el de Pancho. Se interesó prodigiosamente con este problema. Limpió los lentes. Volvió a mirar. Y la mañana se le fue en resolver esa incógnita.

Cuando el cañonazo cortó el mediodía detonantemente, misiá Marianita tuvo un sobresalto, que de común esa hora la encontraba en su casa, frente a la mesa de caoba, el comedor de paredes encaladas, saboreando el caldito de pollo a la par que le daba conversación a la criada, viejecita como ella y como ella apegada al barrio, molusco que se quiere inamovible.

Hacer el camino de regreso presurosa le fue fácil, llena como estaba de novedades. Llegó a la casa excitada, rebosando su aventura. No le dio importancia a la inquietud con que se la aguardaba.Y nunca tuvo mayor animación la cháchara con que señora y criada distrajeron la comida. Iban y venían las preguntas, todas ellas misterios de tejados por resolver:

Desde ese día la vida de la viejecita tuvo un nuevo rumbo y una nueva aspiración. Rumbo: el del cerro. Aspiración: la de querer abarcar mayor horizonte. Al volver al día siguiente no se contentó con quedarse en el mismo sitio de la mañana anterior. Subió un poco más. Las escaleras la fatigaban. Pero seguía subiendo. No le importaban las agujetas que martirizaban sus piernas, ni le importaba, tampoco, que el corazón le advirtiera con una punzada dolorosa que no podía ella andar por esos caminos.

Subía cada día nuevos tramos, llegaba a un descanso superior. La mañana que alcanzó la avenida de los coches tuvo un verdadero deslumbramiento de, goce, una embriaguez que hubiera querido lanzar gritos, hacer algo extraño, llamar a las gentes y decirles su júbilo. Unos minutos estuvo con los ojos cerrados, respirando trabajosamente, con un hormigueo en las piernas tiritonas, apretándose el corazón que le martillaba el pecho. Reaccionó y al abrir los párpados el panorama le dio otra vez el deslumbramiento de placer y el deseo de comunicar su contento. Acababa de descubrir la casa de Pancho vista por la fachada. Tuvo tal alegría que se puso a charlar a media voz, un poco incoherente, un poco jadeante, un poco loca.

La muchacha que leía sentada a su lado levantó los ojos del libro y la miró con curiosidad simpática. La viejecita la miró a su vez, y feliz por esa atención que adivinara cordial contó su historia, la historia de su barrio, del barrio que conociera durante tantos años y que ahora descubría desde diferentes puntos de vista.

Decía:

--Porque conocer las cosas, verlas demasiado de cerca, tener a cada instante la sensación exacta de la realidad, es cansador. Yo iba por mi barrio con una curiosidad vulgar, sin apasionarme, viendo solo los hechos. Pero luego la distancia me dio la clave del interés verdadero, vi en otra forma; tuve que hacer un trabajo de adivinación, de relaciones, para descubrir la verdad. Eso sí que es apasionante Esto es lo que pone en la vida calor de interés. ¿Verdad, hijita?

A mediodía bajaron juntas, amigablemente tomadas del brazo. Al despedirse, la viejecita dio a la muchacha un nombre y una dirección. Y quedaron de juntarse a 1a mañana siguiente en el mismo banco. La muchacha se quedó mirando cómo se alejaba por la calle que contorna el cerro, subiendo la suave pendiente con ligereza juvenil, menuda, feble, con las plumas de la capota flameantes al viento, con el quitasol esgrimido como un bastón, un tanto grotesca, un tanto enternecedora.

La muchacha la esperó inútilmente en la otra mañana. No vino. Ni tampoco en la subsiguiente. Al tercer día, cuando la muchacha abrió un diario, por esa atracción que las cruces en las defunciones tienen para el que lee, se fijaron sus ojos en las palabras de la fórmula común: "Ha dejado de existir la señora Marianita... "

Un apellido. Una dirección.

Por el barrio bienamado ya no pasaría nunca más la figurita menuda y feble.

 

 

 

BRUNET, Marta. Misiá Marianita. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.67-71.