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RUTH WERNER

 

Ruth Werner miró atentamente la figura que el espejo le devolvía, una figura de mujer mediana de estatura, extraordinariamente delgada, vestida de gris, con los movimientos suaves en la gracia eurítmica, con la vida toda concentrada en los ojos enormes, luminosos de pensamiento, azules, hondos en las cuencas violetas. El cutis parecía de azahar, blanco, blanco, sin una gota de sangre. La boca era apenas rosada en su dibujo perfecto.

Esa mujer, pintada, con el retoque que otra no hubiera vacilado en ponerse, habría sido bellísima, con la belleza trivial de todas las mujeres que piden el rojo, la mandarina, el ocre y el rimmel à Coty. Así, descolorida, desvanecida más aún por el gris de la vestimenta, era extraña, atrayente por la originalidad del tipo único, interesantísimo en esta época en que las mujeres sólo ansían semejarse unas a otras.

Ruth Werner no quería parecerse a nadie.

Desde pequeña demostró una personalidad que con los años se fue acentuando. Superiormente inteligente, con un padre que adoraba en ella a la hija única, millonaria de hecho por la muerte de su madre, Ruth Werner en el medio social y artístico de París llegó a ser la artífice de su propia vida.

Pudo ser artista y no lo fue, porque la obra de arte, el libro que se escribe, el cuadro que se pinta, la melodía que se crea, la estatua, que se esculpe, necesitan del vasallaje de quien los realiza. Vasallaje, sí, estar atento a la idea, servirla, anularse en ella, darle vida en sufrimiento y valientemente echarla al mundo como cosa ajena que tendrá su gloria o su tristeza.

Ruth Werner no admitía vasallajes. Sólo realizaba lo que a. ella podía servirle. Si combinaba colores, era buscando aquellos que mejor armonizaran con su tipo. Si dibujaba, era con el ansia de una joya que mejor la adornase. Si dejaba correr las manos sobre el teclado improvisando al piano, era por la gracia que daba a su silueta la actitud levemente inclinada. Si escribía a un literato, era porque le contestaran loando la elegancia de su estilo.

Lo que no retornaba a ella en radiación admirativa no valía ningún esfuerzo. Así, cultivando su sentido artístico, Ruth Werner llegó a ser la maravillosa constructora de una vida perfectamente estética. Unica y múltiple, hacía de sí misma el motivo de las obras de arte que nunca realizó.

Entre los cojines, tapices, pebeteros y sedas; entre los Budas del Tibet, las lacas de Coromandel y los bronces de Persia, Ruth Werner, fumando la sexta pipa de opio, era un dibujo como pudiera hacerlo Bujados.

Con el smoking de raso negro, ceñida la falda cortísima, con una flor desgreñada en la solapa y el sombrero de fieltro hundido sin que dejara ver el pelo cortado como el de un muchacho, en lo alto de una silla, junto al mesón de un bar, bebiendo audazmente el whisky and soda del aperitivo, era una figura ambigua como las que estilizara Chana Orloff.

Decidida y arriesgada, con el traje masculino en gamuza verde, montando un purg sang, los rayller-papers la sorprendían saltando vallas con el movimiento que fijara en sus esculturas Walter Edwards.

Discutiendo arte en la sobria decoración de su estudio, era la sabiduría de un Ortega y Gasset.

En la intimidad de un tête à tête, coqueta y displicente, parecía, en la semidesnudez de su traje de noche, una desencantada de todas las curiosidades morbosas que atenacearan a una heroína de Rachilde.

Y siempre Ruth Werner era ella misma, única y múltiple, con su cutis de nieve y los ojos enormemente azules.

Poseía un marido. Se hizo de él cuando murió su padre, por parecerle necesario. Poseía un marido como poseía un palacio en París, un castillo en Normandía, una villa en Cannes, un chalet en el Lido, cinco autos, un yate y un joyero fabuloso.

Un marido era para ella un motivo más de decoración: una figura impecable, un señor magnífico como ejemplar humano que se ve a ciertas horas del día con ciertos fines sociales, un ser discreto y acomodaticio, siempre en el papel que tácitamente le asignara la mujer inmensamente rica.

El amor, mientras fuera manifestación platónica, entraba en su vida de cerebral a la cual le era sólo necesario el perfume del licor para crear la embriaguez. Sin sentidos, pero con imaginación. Así, sus amores fueron siempre fugaces, que ningún hombre se avenía a llegarse hasta ella atraído por su originalidad desafiante y prometedora y encontrarse con su afán de alambicar, de sutilizar, de exasperar el deseo sin darle nunca cumplido fin. Y los hombres, en el cansancio de una espera que acaban por juzgar inútil, se renovaban en torno a Ruth Werner. Ella, intocada, era la encarnación de lo que dijera Remy de Gourmont: "L'amour n'aime que soi-même".

 

 

 

 

Esa tarde Ruth Werner dio una última mirada a la imagen que el espejo le devolvía y lentamente atravesó salas, salones, vestíbulos y descendió escaleras para finalizar arrellanándose en la limousine, que rápida rodó por los Campos Elíseos, atravesó la Plaza de la Concordia, entró por la calle de Rivoli, torció por la de Castiglioni, y se detuvo en la Plaza Vendôme.

Ahí bajó Ruth Werner, encaminándose al Ritz. Eran sólo unos pocos pasos los que había de dar, pero en esos pocos pasos alcanzó a impregnarse en la dulzura de la tarde desteñida en tonos rosas y azules, en el aire que venía de las Tullerías embrujador de aroma de acacias, era una especie de pausa que hacía el movimiento de vehículos y transeúntes, dejando la calle de la Paix ancha y libre, tentadora de vagabundaje.

Y Ruth Werner, sin saber por qué, en vez de seguir camino del Ritz, donde la esperaba el té de moda, se dejó llevar por el obscuro impulso de seguir deambulando hacia la Plaza de la Opera, lenta y armoniosa en el paso rítmico, feliz y enternecida por tampoco sabía qué.

En esa especie de beatitud alcanzaba a percibir sólo un sentimiento: el comprobar que su tenida gris, íntegramente gris, acordaba con el azul y el rosa desvanecido de la tarde, y que ella, en el crepúsculo, paseando por la calle en que apenas una que otra ventana empezaba a iluminarse, era de tal belleza que cuanta pupila encontraba brillaba de admiración. Burguesas presurosas, obreritas atareadas, oficinistas en vértigo de quehaceres, público extraño para ella y que en otra ocasión le hubiera sido indiferente u odioso, todos, sin excepción, retardaban el paso para mejor mirarla. Y le era agradable ese homenaje. En esa atmósfera se dejó ir hasta la Plaza de la Opera, que atravesó, siguiendo por los bulevares, sin saber hacia dónde.

De pronto la sorprendió el encenderse de los focos eléctricos, el chorrear luz de las vidrieras, el pirueteante y enceguecedor baile de los avisos luminosos, el espeso gentío que iba y venía, los coches rodando compactos, las bocinas, los timbres, las campanillas, las voces pregonando el Paris-Soir, las canastas floridas de las vendedoras, los quioscos de colorines avisadores.

Fue como un despertar brusco. Miró arriba buscando el cielo de colores desvanecidos que la encantara. Las luces irradiaban luminosidad hasta muy alto y no se veía nada. Junto a ella el gentío se espesaba cada vez más, surgía de la boca del metro, de las calles transversales, de los cafés, de los almacenes, de los teatros. Ya no era grato marchar. La empujaban. Una mujerota alta le dio un codazo. Un chicuelo subió hasta la altura de su nariz un juguete de veinte céntimos. Una vieja le ofreció, mirándola cínica y risueña, una revista pornográfica. Un señor de bigotes hirsutos y de panza de sapo en el chaleco blanco, le balbuceó algo que no entendió bien, pero que debió ser una grosería. Y se volvió para deshacer camino, asqueada, asustada, con una ira que se tornaba contra ella misma, reprochándose el tonto capricho inexplicable que había roto la maravilla de su ritmo interno, de su armonía exterior.

Al querer atravesar nuevamente la Plaza de la Opera, la corriente humana, aturdiéndola, la arrastró hacia la Magdalena. En una de esas panas de la circulación peatona, oprimida por todos lados, sintió en la espalda, incrustada y lastimándola, una lata de camorra que llevaba un señor gordo con otros muchos paquetes de vituallas. Quiso tomar un taxi. Pero pasaban todos ocupados, rápidos y silenciosos. Entonces, desesperada, cansada, angustiada, se dejó caer en una silla vacía, junto a una mesita redonda, en la terraza de un café.

Se le acercó un mozo, y aunque miró recelosa sus manos agrietadas y velludas, como la sed de la sofocación la atenaceaba, pidió limón con hielo. Y se puso a observar a los pasantes y a los asistentes, en la calle y en el café, por si encontraba un conocido que la ayudara a salir de aquel maremágnum.

De pie junto a una mesa, despidiéndose de otros dos hombres, una silueta masculina llamó su atención. ¿No era el agregado naval de la Embajada de Estados Unidos? ¿Era él? Estaba demasiado lejos para distinguirlo claramente. El joven avanzó entre las mesas, a medio camino se detuvo, sacó la pitillera y encendió un cigarrillo. Ahora Ruth Werner podía observarlo. Lo miraba intensamente, buscando en esa enérgica fisionomía de hombre los rasgos del agregado naval que se le esfumaban en el recuerdo. ¿Era él? El joven alzó los ojos obscuros, sombreados de pestañas, divisó la mujer maravillosa sentada al frente, absorbió la mirada de las pupilas enormemente azules y sonrió leve, mostrando los dientes devoradores de nácar deslumbrante. Siguió su camino, con la pausa de quien siente en sí un interés, con la seguridad del que se cree dueño. Los ojos no se desprendían de los otros ojos. Cerca de ella la saludó, pero no se detuvo hasta ganar la acera. Ahí se volvió, mirando a la mujer nuevamente.

Ruth Werner seguía perpleja. ¿Era o no el agregado de la Embajada? Era, puesto que la había saludado. No era, que estos ojos obscuros y apasionados diferían por completo de las claras y simples pupilas del yanqui.

Desde afuera el joven la miraba. Ella seguía sus movimientos. De pronto la boca volvió a sonreír y una mano, discretamente, hizo un gesto llamándola. Entonces, como imanada, sin reflexionar, buscando en ese llamado una forma de huir al suplicio del ambiente, Ruth Werner puso una moneda sobre el mármol de la mesa, yéndose a reunir con el joven.

--Gracias --dijo éste al recibirla, pronunciando el francés con un acento extranjero.

--Señor... --quiso ella explicar.

Pero sin oírla la había tomado del brazo y firme y autoritario la hacía atravesar por entre el gentío, abriéndole paso hasta la calzada. Ahí aguardaba un auto cuya puerta abrió el chofer.

Ruth Werner hizo un movimiento brusco de retroceso que separó su brazo de la mano del joven. Y se quedaron mirando de hito en hito: él sorprendido, ella sin saber cómo explicar esa situación.

--He de decirle que soy una señora --empezó.

--Sí, sí, conformes --atajó él--, ya comprendo que como todas tendrá usted una historia que contar, una historia conmovedora y fantástica. Hágame gracia de ella... ¿Y bien? Suba...

--¡Oh! No, no... Déjeme explicarle...

--No me cuente historias. Con historia o sin historia tendrá lo que desea. Un billete azul... Una bicoca de donde Lalique... Una tontería de Lanvin... Puede irlo pensando... Suba.

Hablaba irónicamente, observándola con ojos cariñosos y risueños: una mezcla que acabó por desconcertar a Ruth Werner en absoluto.

--Señor, se lo ruego, soy una mujer honrada...

--¡Oh! Convencido. Todas aseguran lo mismo. Pero eso no quita que vengan a un café de fama equívoca a esperar que cualquier desconocido les haga una seña para acudir al punto. Sí, sí... Una mujer honrada... Ya sabemos lo que es eso... --Había una leve impaciencia en el tono, una vibración que encontraba un eco placentero en los nervios de Ruth Werner.

El chofer esperaba discreto, puerta abierta y gorra quitada, sorprendido por el diálogo a media voz, rápido en la mujer, cortante en el amo.

--Si usted quisiera oírme. Soy la señora...

--No me importa su nombre...

La tomaba del brazo obligándola a subir.

--No... No... --gimió Ruth desesperada y casi llorando.

--Pero ¿cree que se va a burlar de mí en esta forma?

Tomándola en vilo con un brazo pasado violentamente por el talle, el joven hizo subir a Ruth Werner al auto.

Pensó gritar, pedir auxilio, abofetearlo, tirarse al suelo. Tuvo en un segundo varios impulsos. Pero se vio en los gestos descompuestos, en las palabras desagradables; tuvo la visión de las gentes detenidas en curiosidad de escándalo; sintió el murmullo del comentario malévolo. Lo previó todo y esa sucesión de hechos la hizo acurrucarse en un rincón del auto, terca y muda, esperando un momento propicio a la explicación, mientras el joven subía tras ella y el coche arrancaba en suave rodar.

Era una limousine grande y confortable, tapizada de beige, calefaccionada y bienoliente a cigarrillos. Sintió el bienestar del habitual medio refinado. De pronto el joven habló. Dijo algo, Ruth no supo qué, y nuevamente la voz llena de sonoridades graves removió sus nervios. Pasó por su carne un temblor de angustia gozosa. Llena de asombro miró al joven que estaba allí, hablando siempre. Por sobre el asombro, dominándolo y desplazándolo, estaba la sensación de angustia, cada vez más intensamente gozosa. Los ojos de Ruth Werner parecían mirar una inmensidad imposible de abarcar y con gran lentitud fuéronse cerrando. Ahora sentía que una ola poderosa la arrastraba hacia atrás, hacia el fondo de los tiempos, y que ahí encontraba la mujer primitiva que fuera en el pasado hembra sumisa al macho en el rapto violento.

 

 

 

 

Lo que pasó esa tarde en el cuarto de soltero de Gonzalo Prieto nadie lo supo; pero sí supo el París mundano más tarde que Ruth Werner era la muy apasionada y sumisa amante del joven chileno.

 

 

 

BRUNET, Marta. Ruth Werner. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.41-46.