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ROMELIA ROMANI

 

Mariano Orrego presintió a la mujer que había entrado y bruscamente alzó los ojos a mirarla. Estaba en el vano de la puerta que abría el groom, envuelta en un largo abrigo negro, con un sombrerito pequeño encasquetado hasta los ojos, buscando al parecer, una mesa en que instalarse. Venía sola. Un mozo avanzó señalándole un sitio en el fondo del salón de té; pero ella no se avino a relegarse allá perdida y un rato esperó pacientemente hasta que una mesa quedó libre donde ella quería, en su sitio habitual fronterizo a la orquesta.

Mariano Orrego seguía mirándola. Se había sentado y, con gran quietud en los gestos armoniosos, colocó sobre la mesa los guantes y la cartera, echando después el abrigo en el respaldo de la silla. Dio una orden al mozo y entonces --como quien después de muchos pequeños deberes puede entregarse a su placer--, recta: y firme, clavó la mirada en Mariano Orrego, que aguardaba ese instante con temor y ansia.

Era exótico el tipo de esa mujer extraordinariamente morena, casi mulata de color, con el pelo rubio rojizo de las mujeres venecianas y las pupilas muy verdes, muy claras, inexpresivas, pareciendo mirar muy lejos o mirar hacia sí mismas. Tenía el resto de las facciones correcto, bello, frío. El cuerpo no era el de andrógino moderno e iba vestido con sobria elegancia. La nota original la daba al conjunto de su toilette una serpiente hecha en brillantes, larga y enroscada en faja deslumbradora sobre la muñeca derecha, con la cabeza chata de ojos de rubí apoyada en medio del dorso de la mano.

La primera vez que Mariano Orrego la viera en el salón de té, iba en compañía de varias personas, hombres y mujeres de tipo extranjero. Hablaban francés o italiano. Por la elegancia llamativa de las mujeres coligió que fueran artistas. Sólo ella guardaba compostura en esa pandilla demasiado bulliciosa de la cual volaban por el salón palabras sueltas y risas. Parecía ajena a todo. Y como Mariano Orrego la observara atento e interesado desde lo alto de la tarima en que funcionaba la orquesta, pudo bien darse cuenta del efecto que su propia presencia causara en la mujer.

No hablaba. Apenas una leve sonrisa o un monosílabo cuando sus compañeros le dirigían la palabra. Dejaba distraída errar los ojos por la sala enorme, por la concurrencia numerosa. Arriba, en la orquesta, hubo un movimiento para emplazarse los músicos y empezar un vals de Chopin. La mujer alzó los párpados y los ojos que iban en vagar sin interés tuvieron al encontrar la figura de Mariano Orrego una dilatación de sorpresa rayana en espanto, una vibración de agua que se rompe, un parpadeo de desvanecimiento. Se le empalideció el rostro hasta quedar terrosa y bruscamente inclinó la cabeza.

Mariano Orrego siguió mirándola mientras tocaba. Cuando terminó el vals, la mujer, lentamente, volvió a levantar los ojos hasta encontrar al violinista. Y se quedó otra vez fija en él con las raras pupilas que lo miraban y no parecían verlo, que parecían mirar a través de él y muy lejos inmovilizarse en algo grato. No había en su actitud una pinta de coquetería. No insinuaba nada. Lo miraba: era todo.

Ya llevaba cerca de un mes viniendo tarde a tarde al salón de té, de común sola y sin otro objeto al parecer que mirar a Mariano Orrego extáticamente. Los compañeros del muchacho en la orquesta se habían dado cuenta de la asiduidad de la mujer y lo embromaban con "su conquista". Y Mariano Orrego, infinitamente halagado, cada vez se enredaba con mayor sinceridad a esa mirada. La aguardaba ansioso. Sabía todos sus movimientos. El llegar preocupada de situarse cerca de- la orquesta, el instalarse con gran calma y, por fin, el mirarlo intensamente, siempre con la misma falta de expresión en las desteñidas pupilas de malaquita.

Sabía quién era. Se lo dijo un día el pianista de la orquesta.

--¡Ya sé el nombre de tu enigma! Es Romelia Romani... Romelia Romani, fíjate... La suerte de algunos...

--No puede ser...

--¡No te digo! Lo sé por Herrán, el empresario, que la otra tarde la saludó en el foyer del Victoria. La conoce mucho...

--Romelia Romani... --murmuró Mariano Orrego, aún incrédulo de que aquel nombre que fuera célebre en el mundo del arte lírico, perteneciera a la mujer que le demostraba interés, que absorbía todo el suyo.

--Anda sola --prosiguió su informante--, llegó a Chile desde la Argentina y con el propósito de seguir a La Habana. Desde su inexplicable retiro de la escena no hace otra cosa que viajar por todos los países del mundo. Dicen que está enferma, pero en plenas facultades artísticas. A veces, en una iglesita de extramuros, en la más pobre de las iglesitas de cualquiera ciudad, se presenta una mujer ofreciéndose al párroco para cantar en la misa de alba, y Romelia Romani hace creer a las buenas viejas madrugadoras y beatas que un ángel ha bajada milagrosamente al coro. Muchos achacan su retiro del teatro a un motivo sentimental. Pero de seguro no se sabe nada.

Ya en posesión de un nombre que dar a esa fisonomía, Mariano Orrego tuvo el propósito de acercarse a ella, de hablarla, de seguir en otra forma conociéndola. Una vez le sonrió, haciéndole una leve inclinación de cabeza. Romelia Romani tuvo entonces una especie de sobresalto, pareció recoger la mirada desde muy lejos hasta posarla en el hombre, en ese que estaba allí, cerca, alto en el frac, con el violín entre las manos acariciando las cuerdas, y sólo esta vez la expresión de la mujer fue clara para Mariano Orrego. Los ojos cobraron sorpresa, una máscara de altivez inmovilizó las facciones y con un gestó vivo de disgusto Romelia Romani salió del salón. Y cada vez que la tentación de seguirla, de hablarla, lo cogía, el recuerdo de esa escena lo dejaba quieto, obligándolo a contentarse con las miradas solamente.

Y la pregunta seguía viva en el joven. ¿Qué era, por qué era así esa mujer? Nunca en ella un asomo de coqueteo, nunca algo sospechoso, nunca nada equívoco. Acabó por obsesionarse. No pensaba sino en ella. La hora en que la veía era su meridiano. La buscaba en cada silueta femenina y una mujer le era grata porque tenía su cutis de cobre claro y otra lo encantaba con los ojos verdes, gemas idénticas a las pupilas de Romelia Romani; ésta tenía su andar rítmico y aquélla el gesto alado de las manos tan lindas. Así, cada mujer se la recordaba y la amaba en cada una de ellas. ¿La amaba? Sí... No... Tal vez...

Hacía mal tiempo esa tarde que transcurría lenta. Nubes blanquecinas acolchonaban el cielo. Un viento en ráfagas fuertes, intermitentes, daba cabezadas a las ventanas, silbando su impotencia. Afuera se adivinaba frío y más grato era aún el salón de té con las innumerables luces rosas, la tibieza de los radiadores, el charlar discreto y la música sutilizando el ambiente.

Apenas quedaban unas cuantas personas. Luego de arregladas las mesas, los mozos solían aparecer por la puerta de servicio, oteando si los retardados se iban. El mayordomo se inmovilizaba junto a una ventana, mirando la calle con ojos de pensamiento lejano. Apagadas las luces de la orquesta, solo y medio oculto en la sombra, Mariano Orrego tenía la sensación de que el aire se encarecía en su contorno y que se ahogaba, tan anhelante era su respiración, con tan recio golpeteo lo sacudía la sangre. Sentía, sabía que algo definitivo iba a pasar esa tarde entre Romelia Romani y él, que lo imprevisto estaba con ellos, lo imprevisto que empezaba a realizarse en la demora de la mujer en partir.

Romelia Romani, inmóvil, muy abiertos los párpados, no miraba hacia arriba buscando al muchacho de la orquesta, sino que recta frente a ella se abstraía en un punto único. Más que nunca daba la sensación de no ver, de estar fuera de ella misma mirando a su interior. Una angustia le desplomaba las comisuras de los labios. Juntas, apretadas las palmas, entrelazados los dedos, las manos descansaban en la otra albura del mantel.

La paciencia del mayordomo se desbordó en movimiento, y llegóse hasta Romelia Romani en atención de pregunta vana. La mujer salió de su ensimismamiento, dijo: "No", con la cabeza, entregó un billete, arrebujóse en el abrigo y echó a andar por entre la ringla de mesas vacías.

Y Mariano Orrego se fue tras ella sin saber qué quería su esperanza, qué aguardaba de lo imprevisto, qué no adivinaba en lo porvenir.

Girándolas de avisos rutilaban colores en la noche arañada de vientos. Los viandantes llevaban su apuro a calentarse al hogar. Las grandes voces de las bocinas se decían historias aprendidas en los puertos. La lluvia había arrojado un puñado de redondos goterones sobre el asfalto de las calles.

Romelia Romani se detuvo junto a la calzada, esperando un auto. Pero pasaban todos con los ojos de un ocupante avizorando tras los cristales. Entonces Mariano Orrego avanzó y dijo tembloroso:

--Señora... Perdón... ¿Quiere que le llame un auto?

--¡Ah! --Era la misma máscara de altivez que en otra ocasión lo asustara. Romelia Romani terminó secamente--: No, gracias.

--Perdón... --balbuceó el muchacho con la pena del rechazo corroyéndole las entrañas.

No atinaba a moverse, no atinaba a moverse esperando siempre no sabía qué. Un golpe en la sensibilidad de la mujer que se la abriera en confianza. Sí, era eso lo que aguardaba sintiendo nuevamente que el aire se enrarecía, que el corazón le tableteaba en el pecho, que en los ojos una fuerte niebla lo cegaba, que los músculos se le ponían rígidos bajo la opresión de la angustia.

--Señora... --le pareció que en su interior otra voz iba apuntándole las palabras que repetía trabajosamente--. ¿Por qué no quiere que nos conozcamos? ¿Por qué? ¿No comprende usted mi ansia?

Fue el resorte que se la entrego. Las pupilas de la mujer titilaron en un espanto, las manos avanzaron a apoyarse en su brazo y una voz de anhelo contestó a la suya de amor:

--¿Su ansia?... ¿Su ansia de qué?

--De ser algo en su vida... De ser algo más que un hombre que se mira.

--Pero usted... ¿Usted creyó? ¡Oh! Usted cree que yo...

--No creo nada, no sé qué creer, señora...

--Es que usted no sabe... Lo que usted se imagina no es verdad. Se engaña usted. Mi actitud tal vez lo desorientó y cree lo que no es, lo que no es verdad ni en usted ni en mí...

Hablaba con las palabras en tropel, enredada en el acento italiano, queriendo metodizar las frases, buscando balbuciente la palabra que debía ir primero. Siguió diciendo:

--Usted no sabe, no sabe... Creyó, claro, creyó que yo iba al salón de té por interesarme usted personalmente; me interesa, pero no por usted mismo, ¿entiende?, me interesa porque se parece a alguien, a una persona que quise y que está perdida para mí, perdida para siempre, como si no existiera. Usted me la recuerda en ciertos rasgos y yo iba a mirarlo por encontrar de pronto en sus movimientos gestos que eran de él; expresiones que amé, que amo; actitudes que me fueron familiares y que están lejos, en el pasado, en los recuerdos; cosas que no serán nunca más. Por eso lo miraba. Por eso solamente. Y usted creyó, creyó... Yo debía haberle explicado esto desde el principio, aunque me hubiera tildado de loca. No me atreví. Pero es que no me imaginé nunca... Aunque me lo asegure, no creo que haya usted llegado a quererme.

--La quiero --dijo el muchacho con gran sencillez--, la quiero para siempre.

--No diga "para siempre", no lo diga siquiera. El "para siempre" que implica lo porvenir no existe en el amor. Sólo existen lo que fue y el momento presente. Del amor del mañana no se puede hablar, es el amor del pasado lo que cuenta, lo que es. Yo no sé si mañana tendré esta locura de amor por un hombre que fue en mi vida, no lo sé; pero sí sé que ahora (este ahora que ya se escurre hacia el pretérito), que hoy, que ayer, que todo el encadenamiento de días que va de la hora presente hasta cierto día, son de un amor, llenando todo el pasado; que cada instante, cada recuerdo, cada alegría y cada pena son de él, por él, para él.

--¿Y el porvenir? ¿Por qué no dejarlo a mi esperanza?

--Porque no es nuestro. El hombre que me amó, tal que usted, decía amarme "para siempre". En su vida había una mujer que representaba su hogar, Yo era simplemente "su amor". Fue un delirio de pasión girando en unión del éxito. Para siempre... Disponíamos del porvenir... La vida para amarnos... Sí, la vida que nos dio la gran enseñanza... Un día la mujer de mi amante se envenenó, desesperada por el abandono. Fue como un hachazo que nos separara. Lo que la mujer no pudo viva, lo pudo muerta. Nunca más volvió a mí, nunca, hasta ahora... Palabras desconocidas pasaron por sus labios: deber, remordimiento, moral. ¿Entiende usted mi tragedia?

--Pero si usted cree que no disponemos del porvenir, ¿por qué no esperar que el tiempo vaya deshaciendo su amor de ahora? ¿Por qué no esperar un nuevo amor?

--No quiero esperar nada. No quiero otra cosa que el momento que vivo y los que he vivido.

--Entonces, déjeme esperar a mí.

--No quiero. ¿Le digo mi verdad íntegra? He sido una mala amante. Con todo mi amor, que yo juzgaba inmenso, lo he querido a él menos que la muerta. Ella es mi humillación. He sido cobarde. Pero tal vez un día no lo sea (hablo siempre en la duda del porvenir), y entonces haré lo que la otra. De las dos mujeres que éramos en su vida, la mayor prueba de amor se la dio la desdeñada. Yo me he mantenido en la esperanza de que él volviera a mí. Ya no espero nada. Mi único goce es pensar que un día sabrá él con qué amor de locura lo quise.

Hablaba siempre con el mismo atropellamiento en las palabras. La voz era un bordón tremolando. Y las facciones, bajo el tifón pasional, tenían un devastamiento de catástrofe. Mariano Orrego la contemplaba dolorosamente, comprendiendo cómo toda su esperanza se estrellaba contra ese broquel de nervios tensos por la idea fija. La mujer dijo aún:

--Ya ve usted que nada puede esperar. Déjeme marcharme. A pesar de la atracción que era usted, ya empezaba a cansarme la faz idéntica de esta ciudad. Todo me aburre. Me iré a vagar tierras nuevamente. Y usted tendrá de mí un recuerdo más entre los recuerdos. --Y terminó brusca--: Adiós.

Echó a andar. Y Mariano Orrego, aturdido, la vio alejarse por la recta de soledad que era la calle.

 

 

 

BRUNET, Marta. Romelia Romani. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.46-51.