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ANA MARIA

 

Darío Rozas examinó con interés a su compañera. "Una sobrina de Pedro --había presentado Eliana a sus invitados de aquella noche, y luego, dirigiéndose a él, agregó--: Me hará el favor de llevarla a la mesa."

Reían los ojos claros de la gentil mujer al posarse en la figura apocada de la sobrina, una muchacha muy joven que, envuelta en los pliegues sin gracia de un traje blanco, parecía desconcertada por la elegancia, por el aplomo, por la discreta curiosidad revelada en los invitados.

Darío --el amigo íntimo de la casa-- ofreció el brazo a la jovencita, siguiendo el cortejo que se encaminaba al comedor. Ya en la mesa la observó detenidamente: muy delgada --tanto que los amplios pliegues de la seda no acusaban forma alguna--, muy blanca, con e. pelo de un rubio pálido como empolvado, lo que ponía una nota extraña en la fisonomía vulgar era la franja obscura de las pestañas, que se obstinaban en permanecer bajas, y el trazo firme de las cejas perfectas.

--¿Usted llegó anoche, señorita? ¿Señorita...?

--Ana María.

--¿Viene del sur?

--Sí, señor.

--¿Y le gusta la capital?

--Sí... No... Sí...

--¿En qué quedamos?

--En que me gusta y mucho, pero como siempre he vivido en el campo, me desorienta el movimiento de la ciudad y me dan miedo sus gentes.

Había alzado los párpados; entre la sombra de las pestañas brillaban las pupilas azul-verdosas, fijándose serenas en los ojos burlescos que tomaban interés por la transformación que se operaba en ella. Y, además, ¿cómo Darío no reparó antes en aquellas manos de madona cruzadas sobre el mantel irradiando blancura? Sólo la mancha de un enorme rubí daba reflejo vital al dedo exangüe donde lucía su ojo sangriento.

Con interés creciente siguió preguntándole qué hacía en la capital, cuánto tiempo estaría allí. Y la muchachita, animada por esa simpatía que iba envolviéndola, contó que vivía en un fundo cerca de la costa valdiviana, que allí había nacido y crecido entre su padre, viejo señor abroquelado en coloniales ideas, y su madre, enferma del corazón, lánguida y soñadora. Tuvo un hermano menor, que murió de tuberculosis dos años antes. Esa desgracia había vuelto más duro aún al padre y más taciturna a la madre. En la primavera una fuerte anemia se apoderó de Ana María, y, como siguiera sintiéndose enferma, la había mandado el doctor a invernar a un clima benigno. Por eso estaba en casa del tío Pedro, hermano de su madre, que siempre la regaloneara mucho. Eliana la intimidaba: a su carácter reservado le costaba avenirse con el constante reír y parlar de la joven señora.

Darío la oía observándola atentamente: cantaba las frases con el dejo suave de las gentes sureñas; al calor de la narración las mejillas tomaban un leve tinte rosa: en los ojos los recuerdos ponían chispazos, brumas, iridiscencias, obscuridades; fulgores, igual que un mar cambiante a través de las horas.

Sirvieron el champaña. Darío alzó la copa murmurando sonriente:

--Por unos ojos maravillosos que he visto esta noche.

--¿Cuáles? -- preguntó ingenua.

--Los suyos.

--¿Los míos? Vaya, pues, no venga a reírse de mí ahora.

--En serio. ¿No sabe que sus ojos son maravillosamente bellos?

--Pero no...

--¿Nadie se lo 'ha dicho?

--Pero no...

--Créame. Nunca había encontrado pupilas como las suyas. En mis horas de pesimismo quisiera poder sumirme en ellas buscando quietud, esa paz reconfortante que tienen.

Divertido por la estupefacción que revelaba la muchachita, Darío Rozas volvió los ojos. Frente a él la rubia Lolo lo miraba interrogadoramente, enarcadas las cejas, amohinada la boca mandarina. Un momento las pupilas se soldaron. Un esfuerzo casi físico que los hizo empalidecer logró separarlas. El joven sonrió temblorosamente a la otra boca que también sonreía temblando y, volviéndose a su compañera, dijo:

--¿Me cree, Ana María?

 

 

 

 

Una lluvia persistente hacía prever que esa tarde, día de recibo de Eliana, los salones estarían desiertos.

Terminado el arreglo de las flores, Ana María se acurrucó en una poltrona junto a un balcón, aprovechando las luces mortecinas del crepúsculo invernal para seguir tejiendo un primoroso cuadrado de malla.

--Dos vueltas... Uno... Dos... Tres...

Hasta que se hizo noche no pensó sino en su labor; entonces --libre la mente de contar los puntos-- se puso a recordar los dos meses de holgorio que llevaba pasados allí.

Eliana ya no la intimidaba: había acabado por tomar cariño a esa mujer frívola que vivía únicamente para sus propios placeres, libre de trabas en el hogar por la falta de hijos, por la adoración ciega del marido que manejaba a su antojo. El tío Pedro la regaloneaba cada vez más, gozando en embromarla con Darío Rozas: "Tu conquista", como decía al referirse al joven.

Quien para Ana María constituía un enigma era la rubia Lolo, amiga inseparable de Eliana, con gran descontento del tío Pedro, que, demasiado hecho a aceptar todos los caprichos de su mujer, sólo protestaba murmurando entre dientes contra "esa loca".

Siempre que Darío Rozas se acercaba a ella, estaba segura Ana María de encontrar los ojos de Lolo mirándola inquisidores. Sin saber por qué, le dolía ese observarla, como le dolía ver a Lolo y a Darío unidos estrechamente en el ritmo canallesco de los bailes modernos, como le dolían sus apartes cuchicheados en los rincones. Pero cuando Darío avanzaba a reunírsele, la ola de amargura que ese dolor echaba en su corazón se iba lejos, dejándola como una playa en baja marea centellando al sol.

Darío... Darío... Nadie lo igualaba. Ninguno de los jóvenes que allí conociera era como él de atento, de afectuoso; con ninguno tenía ella ese confiarse íntegro; la seguridad de eco comprensivo que Darío le diera desde el primer instante. Darío... Darío... ¿Cómo era Darío? A veces se quedaba así: mordiéndose el labio inferior con los dientes de lobato, medio cerrados los ojos que de pronto se abrían grandes y fijos sobre alguna visión interior. Darío... Darío...

Dulcemente se durmió, acunada por la lluvia tamborileando en los cristales.

Una luz que le dio en los ojos hízola al rato despertar perezosa y aturdida. En la salita --separada del salón por una puerta vidriera velada de tul amarillo--, Eliana charlaba animadamente con Lolo.

Se incorporó, medio adormilada aún. Pero la risa repetida de Lolo, a la que contestaba una risa de hombre, la inmovilizó en su asiento. Darío Rozas estaba allí.

Seguían las risas, el hablar simultáneo de las dos señoras. Luego unos pasos menudos se alejaron por el hall. Entonces, sobre el fondo luminoso de la puerta vidriera, la sombra esbelta de Lolo se dibujó nítida. Hablaba en una graciosa pose: con un brazo extendido y un dedito en alto, que parecía amenazar. Otra sombra avanzó --alta y masculina--, tomó el dedito, subió las manos hasta los hombros, atrajo la sombra esbelta a la suya y del grupo unido, inmovilizado, surgió el chasquear sordo de un largo beso.

 

 

 

 

Con las manos en los oídos llenos de un ruido de océano, turbia la vista, tembloroso el cuerpo, se encontró Ana María, sin saber cómo había venido, en su habitación. Se apretaba el corazón que le hacía daño y en un balbuceo doloroso cual un lamento iba diciendo: "Darío... Darío..."

Luego una gran calma física se hizo en ella. Acabó por parecerle que no tenía cuerpo. No sufría como en el primer momento una especie de puñalada en carne viva. No. Ahora era el espíritu quien se anegaba en dolor reconstruyendo aquello. Volvía a verlo, a sentir la desesperación, la vergüenza, el horror que los otros al unirse y besarse le causaran. Ni siquiera se dijo que quería a Darío Rozas; ese amor estaba en ella como cosa propia, como parte de su ser, como está la sangre que nadie se dice a sí mismo que circula, pero que al irse por una herida se reconoce que lleva a la muerte. Sentía lo pavoroso de ese fin: era todo. Lo aceptaba. Pero un ansia de huida la empujaba lejos, donde nadie sospechara su agonizar.

--Ya está servido, señorita --anunció la sirvienta.

Lavó la cara sollamada de lágrimas, alisó la melena, se empolvó, y, siempre con el mismo sentimiento de no tener cuerpo físico, bajó al comedor, donde el tío Pedro tomaba la sopa y Eliana hojeaba una revista.

--¿Dónde estabas que no te he visto en toda la tarde?

--En mi pieza, tejiendo. ¿Por qué? --mintió con una seguridad pasmosa en su boca que amaba la verdad.

--Por nada. Pero ¡qué mala cara tienes! ¿Te duele la cabeza?

--No... Es que en la carta de mi padre que recibí hoy vienen malas noticias. La mamá no se siente bien. Aprovechando el viaje de don Samuel, ese señor que estuvo ayer a verme, debo irme con él cuando regrese al sur.

Hablaba muy ligero, anhelante la voz mojada de lágrimas.

--¿Que está loco tu padre? ¡Cómo te vas a ir en esta época, a ver si te despachas por allá lo mismo que tu hermano! --protestó brutalmente el tío Pedro.

--Estoy tan mejorada, que eso ya no es de temer.

--Voy a escribirle a tu padre diciéndole...

--No le diga nada... Mi viaje es cosa decidida. Ya sabe que mi padre no cambia nunca sus determinaciones --sonreía, adolorida en lo íntimo por la sombra que echaba sobre el viejo señor.

Ana María partió llevándose su desolación. El tío Pedro estuvo varios días malhumorado, fulminando contra los padres que sólo piensan en sí mismos, y Eliana sintió aquella silenciosa compañera que tan artísticamente arreglaba las flores y hacía tan primorosas obras de mano.

 

 

 

 

--Eliana... --llamó Pedro a media voz.

--¡Ah! ¿Qué? --abandonando a sus invitados, se reunió Eliana con su marido en el hall.

Irradiaba alegría. Era el primer día de octubre que dejaba por su bonanza abrir las puertas del salón que comunicaban con la terraza, permitiendo a los invitados descender al parque umbroso y bienoliente. Además, su traje de espumilla color palo de rosa revelaba triunfalmente la firma de Jean Lanvin. ¿Qué más podía apetecer su frivolidad?

--Una mala noticia... Pero, por favor, no te aflijas...

--¿Qué? Ana María...

--Sí, como lo dejaba adivinar la última carta de Roberto, el fin estaba próximo. Murió al amanecer.

--¡Pobrecita! --murmuró Eliana.

--Y todo por culpa de ese testarudo de Roberto... Llevarla en pleno invierno... Mucho iba a sacar con mandarla a la hora undécima a un sanatorio... A la que hay que compadecer es a mi pobre hermana...

--No grites. No es necesario enterar a nadie. Ya no la recuerdan y, como comprenderás, no voy a guardar luto por ella.

--¿Qué pasa? -inquirió la rubia Lolo, acercándose acompañada de Darío.

--A ustedes se les puede decir. Murió Ana María.

--¡Pobrecita! --dijo Lolo, repentinamente seria.

--¡Tan lindos ojos que tenía --observó Darío--, y si no es por mí, se va al otro mundo sin saberlo!

Se quedaron un momento silenciosos. El jazz empezó a descoyuntar la música de un shimmy. Llegaban visitas. Pedro y Eliana se alejaron.

--¿Bailamos? --dijo Lolo.

--Encantado --contestó Darío, enlazando el cuerpo que se abandonaba.

 

 

 

BRUNET, Marta. Ana María. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.37-41.