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LUCHO EL MUDO

 

El nuevo mayordomo de la hacienda, Pedro Carrera, era un mocetón alto y fornido, con torso de Hércules, nervudos brazos que como jugando alzaban pesados sacos de trigo, y piernas algo arqueadas por los muchos días pasados a caballo. Ese cuerpo subía coronado por una cabeza grande, en que la mandíbula inferior revelaba terquedad y poca inteligencia. Siempre callado, Pedro Carrera era sencillo y sobrio en el vivir.

Frontera a la casa del nuevo mayordomo estaba la vivienda de la cocinera de los trabajadores, una viuda joven que vivía con su hijo, chicuelo de once años a quien llamaban el Mudo por lo mucho que costaba sacarle una contestación. Era un niño alto, canijo, desmadejado, con los brazos demasiado largos y las manos enormes y huesudas, con el cuello de alambre tembloroso y la cara asustadiza y esquiva. Parecía un mico. Pero los ojos, en momentos rápidos como chispazos, desconcertaban por lo intensamente expresivos, hablando de dolor, alegría, vergüenza, ira, ingenuidad: de toda la gama de sentimientos que los labios no atinaban a decir.

--Vení, Lucho --gritaba la madre.

Acudía el niño prestamente.

--¿Adivina qué te compré?

Lucho se contentaba con sonreír, inclinando la cabeza.

--No seái lerdo: Contesta, pue...

Nueva sonrisa del niño.

--¡Ay, qué mocoso! ¿Por qué no contestái, condenao?

Esta vez los ojos del chiquillo se alzaban medrosos hasta cruzarse con los ojos maternos. Pero tampoco respondía.

--Güen dar con el diaulo porfiao... Hasta que no me contestís no te los hei de dar... --y furiosa guardaba en el arcón los zapatos que acababa de comprarle en el despacho.

--Anda a traerme agua --seguía diciendo enojada.

El Mudo corría cántaro en mano hasta el pozo.

En momentos de emoción solía decir una palabra, una frase, pero de común Lucho el Mudo justificaba su apodo.

 

 

 

 

Pasaron los meses de cosecha y vendimia en que el nuevo mayordomo probó ser excelente sujeto, honrado a cartas cabales. Terminados los últimos trabajos de siembra, quedó el hombre en mayor libertad y, no sabiendo qué hacer, dio en ir a pasar las tardes a la casita de enfrente, donde encontraba regalos que en la suya de soltero no había.

Se hizo costumbre reunirse en la cocina de los trabajadores a hacer tertulia. Iba --a más del mayordomo-- el campero ño Chuma con su mujer, la Petrona, y sus cinco chiquillos.

Esa tarde hacía un frío que traspasaba. Los hijos del campero metían las manecitas ateridas en la ceniza, caliente aún, del hogar. Los hombres y las mujeres rodeaban el brasero, extendiendo hacia el calor misericordioso las manos yertas. Junto a la minúscula ventana del dormitorio, en la pieza contigua, Lucho miraba a través del único vidrio caer la lluvia, incesante. Tenía frío y le hubiera gustado calentarse, pero...

Prefería aguantar el frío a sufrir la presencia del mayordomo, cuyas miradas a su madre lo irritaban. Sentía entonces deseos de tirarse a la cara del hombre y arrancarle aquellos ojos tan abiertos y tan fijos. Otras veces, al oírlo decir: "Mariquita", rechinaba de dientes y enterrábansele las uñas en las manos a fuerza de apretar los puños y contenerse de lanzarse contra Pedro. Comprendía que el mozo de un manotazo lo haría rodar como una piedra y el sentimiento de su debilidad lo volvía más hosco aún, levantándose en su corazón rabia sorda hacia la madre, que lo recibía modosamente. ¿Por qué lo admitía ella en casa? ¿Por qué parecía contenta cuando él estaba allí? ¿Por qué reía sus chascarros? ¿Por qué procuraba darle los mates más azucarados?

 

 

 

 

Un día Pedro trajo de regalo una maceta de claveles. Poco después -- al volver de la bodega, adonde había ido por sal-- encontró doña María el macetero en el suelo hecho añicos y la planta desarraigada y rota. Culpó de tal fechoría al gato, pues el Mudo no había visto ni oído nada. Esto lo supuso, porque el niño, a sus preguntas, bajó los ojos sin responder, haciendo el mismo gesto esquivo de siempre.

Después fue un tordo lo que trajo Pedro. Un tordo vivaracho y parlero, que gritaba: "Adiós, mi negra... vení, vení, vení...".

Al día siguiente el tordo amaneció muerto para gran consternación de doña María.

 

 

 

 

Miraba caer la lluvia el Mudo, pensando entristecido que por culpa de Pedro, de "ese hombre", era él malo; que si no hubiera venido a la casa tan seguido no lo hubiera odiado hasta el punto de pisotear furiosamente la maceta de claveles, ni de estrangular al tordo en una especie de delirio de fiebre.

¡Oh! Si así como sus dedos se habían aferrado al cuello tibio del pájaro pudieran alguna vez aferrarse al cuello de "ese hombre"... Si pudiera apretar, apretar hasta sentirlo lacio, muerto... Así, así, así, apretaría...

Y sus manos, que el frío entorpecía, se aferraban temblorosas al fantasma odiado.

 

 

 

 

Pensaba:

Él antes era bueno, quería a todo el mundo, adoraba a su madre, se desvivía por ser servicial. ¿Y ahora? ¿Ahora?...

Ahora odiaba a "ese hombre", deseándole toda clase de muertes; no quería a ño Chuma, ni a la Petrona, ni a los chiquillos, que todos le parecían cómplices de Pedro en la obra de quitarle el cariño absoluto de su madre. Toda la adoración que sintiera por ella tornábase ira reconcentrada que lo hacía tiritar al verla en queda charla con Pedro, prendida a los ojos dominadores del mozo.

Además, era un asesino: había matado al tordo. Lo sentía aún estremecerse entre sus dedos en las últimas palpitaciones de vida. Era un asesino. Sus manos eran las manos de un asesino. Se la miró: estaban heladas, rojas, con las yemas duras, blanquizcas y faltas de sensibilidad. Tuvo un escalo río de horror y se puso en pie.

Lentamente atravesó la pieza, entró a la cocina y llegó hasta el brasero, acurrucándose a su vera sin que nadie reparara en él, absortos como estaban en el cuento espeluznante que Pedro iba diciendo.

 

 

 

 

Pasó el invierno. En la casa de la cocinera la tertulia se reunía ahora en las noches, afuera, en el corredorcito deliciosamente refrescado por el aire de la montaña.

Mientras charlaba la gente seria y jugaban en el corral los chiquillos, el Mudo se iba a un rincón oculto del jardín, y, mirado muy fijo las estrellas o la luna, quedábase inmóvil hasta que doña María lo llamaba para acostarse.

Creía el Mudo que en la gran hostia de la luna habitaba la Mamita Virgen. A ella se dirigía en su aflicción. "Ese hombre" iba a casarse con su mama, con su mama de él.

--Mía, mía --murmuraba muy bajo--; era mía y me la quitaron; ya no me quere a mí, lo quere a él.

Y en un desconsuelo que le anudaba la garganta, proseguía:

--Mamita Virgen, ¿por qué no me llevái contigo? ¿No vis que naiden me quere? Y yo tampoco pueo querer a naiden, no pueo, Mamita Virgen, no pueo. Yo quisiera ser güeno, querer a mi mama como antes, querer a "ese hombre", llamarle taitita..., pero no pueo. ¿Por qué no me llevái contigo? Icen que soy tan lerdo que nunca serviré pa' na. Naiden m'echaría e menos. Ellos estarían más mejor sin mí. ¿No vis, Mamita Virgen, cómo a naiden li'hago falta? Llévame no más..., llévame pa'l cielo. Seré güeno y servicial..., pero llévame... Los quedré a toos..., a él tamié..., pero llévame, Mamita quería...

Con los ojos muy abiertos, dilatadas las pupilas, miraba extáticamente el Mudo la sombra que da fisonomía a la luna. Sobreexcitado, veía allí un rostro sonriente que bajaba los párpados dando un sí a su petición. Hasta creyó, oír una voz, que le decía:

--Sé bueno y te llevaré.

--Ta bien, Mamita --contestó, trémulo de gozo, y confiado, ardiéndole las mejillas humedecidas de lágrimas, con chiribitas en los ojos, ausente el gesto, se incorporó mecánicamente, yéndose al corral donde los niños jugaban con gran bullicio. Para gran sorpresa de los chiquillos, se mezcló a sus juegos y la voz más aguda, más tensa de alegría, era un momento después la voz del Mudo al contestar:

--¿Qué quere, mi señor amito?

 

 

 

 

A unos días de gozo vibrante, de charlar sin tino, de reír enloquecido, se sucedieron otros de melancolía suave, de honda tristeza, cayendo por último el Mudo en un estado de aturdimiento que lo hacía pasar horas de horas sentado, inmóvil junto a la ventana del dormitorio, mirando sin ver, sordo a ruidos, realmente mudo.

--Lucho, anda a buscar harina --ordenaba la cocinera.

No se movía el Mudo, pareciendo no haber oído.

--Güeñi de los diaulos. ¿Que no entendís? Anda a buscarme harina.

Los ojos perdían fijeza, posándose implorantes en la madre; mas seguía el Mudo inmóvil.

--Aguárdate nos más, cochino... --dos veces, al repetirse estas escenas, la mujer, enfurecida, le pegó.

El Mudo no lloraba los golpes. Solamente decía, entre sí:

"¿No vis, Mamita Virgen, no vis?"

Como el niño no gritaba ni lloraba al pegarle, como no comía ni dormía, doña María se asustó y llamó a la meica, una vieja espectral envuel­ta en harapos verdosos, que decretó que aquello era mal de ojo y que el Mudo se moría.

 

 

 

 

En la cama de su madre, bajo un amontonamiento de frazadas, el cuerpo flacuchento del Mudo apenas se percibía. La cabeza incorporada por almohadones estaba ya empalidecida de muerte. Respiraba afanosamente y los ojos fijos medio ocultaban la pupila en los párpados entornados.

Junto al brasero la meica preparaba un cocimiento de hierbas. Parecía una bruja trazando cábalas sobre el ojo sanguinolento de un monstruo.

Sentada al borde del lecho, doña María lloraba silenciosamente, extenuada por una semana de cuidados y trasnochadas con el enfermito.

La Petrona y otras mujeres cuchicheaban en un rincón y los niños metían por la puerta entreabierta sus caritas asustadas, en que los ojos parecían dilatarse aterrados ante el misterio de la muerte que ya flotaba allí.

La meica vertió el cocimiento en una taza, lo enfrió y acercándose al Mudo se lo hizo tragar a cucharadas. Luego lo acostó arropándolo.

--Recen un pairenuestro pa' qu'el remedio haga efeuto --dijo con voz tonante.

El murmullo sordo de la oración amedrentó a los niños, que huyeron diciéndose:

--Se ha morido...

Obscurecía. La Petrona encendió un chonchón, colgándolo en la pared. Sentíanse sólo el cuchicheo de las mujeres y el gemir angustiado y sollozante de la madre.

Se oyó un galopar de caballos que se detuvieron junto a la casa. Al poco, Pedro y ño Chuma entraron de puntillas, tratando de no hacer ruido con las espuelas.

--¿Cómo sigue? -- preguntó Pedro.

--Lo mesmo no más --dijo doña María, cebándose a llorar desesperadamente.

--Hay que conformarse con la volutá e Dios -- y la voz de ño Chuma se hizo enfática en el consejo.

--Si juera suyo, no iría eso --contestó la madre, mirándolo hosca, casi agresiva.

Ño Chuma iba contestar, mas, de pronto, confuso, se calló, y dando una rápida media vuelta, se fue al rincón en que estaban las mujeres.

Inclinándose sobre la cama, Pedro dijo,, conmovido:

--¡Pobre m'hijito!

Estremecióse el Mudo. Perdieron fijeza los ojos y los labios se movieron convulsos.

--¿Qué quere, mi angelito? -- preguntó Pedro con cariño.

Quiso incorporarse el Mudo, mas fue vano su intento. Entonces Pedro pasó un brazo bajo los hombros débiles y con suavidades de seda alzó al niño hasta dejarlo sentado, teniendo por apoyo su pecho.

--Mama... --llamó el Mudo apenas perceptiblemente.

--M'hijito querío, aquí estoy.

--Me voy con la Mamita Virgen... No llore... Yo la quero harto..., y a él tamién..., al taitita Pedro... Taitita... --respiró afanosamente y, agotado, se reclinó en el pecho del mozo.

Se quedaron todos silenciosos, inmovilizados por la emoción. Al mucho rato, cuando Pedro quiso acostarlo, se dieron cuenta de que Lucho el Mudo había muerto.

 

 

 

BRUNET, Marta. Lucho el Mudo. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.26-30.