>>Regresar

JUANCHO

Habían colocado el ataúd en una mesa cubierta por un paño negro y a su vez cubrían el ataúd brazadas de grandes crisantemos desgreñados. Seis velas parpadeaban humeantes, chorreando de cerote los candelabros de plata. Apenas si a su luz se perfilaban el hombre y la anciana que, junto al catafalco, parecían extáticos en sus dolorosas sensaciones.

Al niño, acurrucado en su escondite, una sola idea lo torturaba: ¿por qué habían acostado a su mamá dormida en aquella caja negra y por qué, a pesar de las protestas enloquecidas de su padre, unos hombres la habían tapado, dejándola encerrada, cuando de un momento a otro podía despertar?

Con una nitidez que lo hacía respirar jadeante recordaba el niño su propia agonía cuando, el año anterior, se quedara sorpresivamente encerrado en el gran arcón del vestíbulo. Recordaba haberse metido en él para jugar a las escondidas con el perro, su aturdimiento al sentir cómo caía la tapa cerrando de golpe la chapa mecánica, sus vanos esfuerzos por levantarla, su miedo a lo negro que se le entraba por los ojos muy abiertos, sus gritos que le llenaban los oídos de un rumor de océano, su ahogo al sentir la atmósfera irrespirable, la agonía que empezó por cosquillearle en las extremidades para luego dormírselas, la sensación de diluirse en algo que parecía aceite, en algo húmedo, espeso y pegajoso. Después..., ¿después? Nada. El despertar en los brazos de su mamá con un atroz dolor en los huesos, lleno el espíritu de mil fantasmagorías que hicieron por mucho tiempo pavorosos sus sueños.

¿E iba ahora su mamá a sufrir semejante martirio? ¿Por qué su padre dejó que los hombres cerraran la caja? ¿Por qué la abuelita repetía obstinada: "Hay que resignarse"? ¿Qué era aquello: resignarse? ¿Por qué contestaba su padre entre sollozo y sollozo: "Sí, sí"? ¿Entonces, a pesar de sus protestas, quería él que su mamá estuviera encerrada?

Con la cara sumida entre las manos, de rodillas junto al ataúd, trataba el hombre de coordinar sus ideas, mas huían éstas como engañosos fuegos fatuos, dejándole sólo el dolor qué lo desgarraba.

La anciana, caídas las manos en el regazo, repasaba entre sus dedos exangües las cuentas benditas de un rosario. Su dolor era manso; habíale enseñado la vida a recibir con humildad al purificador de almas.

--Hijo --murmuró, alzándose tras de besar la cruz--. Hijo, ¿por qué no te acuestas un rato?

La cara del hombre se mostró desnuda y desolada, envejecida por surcos profundos que abrillantaban las lágrimas.

--Ven --insistió la anciana--. Te acuestas un rato y luego puedes volver.

--No quiero --balbuceó hosco.

--Sí, mi hijo querido. Ve a descansar un poco que sea.

--No quiero...

--No seas porfiado, mi pobrecito... Necesitas de todas tus fuerzas para mañana. Yo velaré con la Tato. Ya, ven... ¿No ves que te estás matando? Hazlo por tu hijo.

El hombre se puso de pie, tambaleándose, y ambos, apoyado uno en otro, abandonaron la sala.

Entonces al niño separó las cortinas que lo ocultaban. No le parecía razonable aquella insistencia de la abuela porque su padre se acostara, cuando la mamá podía despertar y entonces ¿quién iba a destapar la caja? La abuela había dicho que para mañana necesitaba su padre de todas sus fuerzas. Mañana, ¿qué iría a pasar mañana? ¿Sería entonces cuando había que destapar la caja? ¿Iría ella a despertar mañana? Y la dejaban sola... ¿Sola? No, sola no, puesto que él, Juancho, estaba allí. Pero si ella llamaba, ¿qué haría?

El niño quedóse largo rato meditativo, con los puños apretados y todos los músculos de su cuerpecillo en tensión por el esfuerzo mental. Revivía con precisión que llegaba a hacerle daño los últimos tiempos pasados en la quinta.

La mamá siempre enferma, siempre tosiendo, un día en pie, otro en cama; el padre preocupado; la abuela silenciosa y triste. ,A él, desde que la mamá se enfermara, sólo dos veces al día lo dejaban verla; una en la mañana, otra en la noche, antes de acostarse. El paréntesis abierto entre esas dos visitas transcurría para él en la casa de los quinteros, en el fondo de la arboleda. Después se le dejó verla una sola vez al día, luego día por medio, y últimamente, pasaban días de días sin lograr satisfacer su ansia de estar con ella. La abuelita, a sus tímidas preguntas, contestaba que la mamá dormía o que estaba muy cansada para recibir visitas. Él sentía una pena muy honda, los sollozos hurgaban en su garganta e inclinando la cabeza iba silenciosamente a esconderse en algún rincón, dando allí libertad a su angustia.

Por fin una mañana se le dejó verla. La mamá logró con gran esfuerzo levantar una mano traslúcida y acariciar la frente del niño. Tomó éste la mano con dulzura e, inclinando la cara emocionada, empezó a besarla.

--La vas a cansar --advirtió la abuela--. Vámonos.

--La mamá no se cansa conmigo. ¿Verdad, mamá?

--No, mi hijito querido. Quédate.

Y como ella cerrara los grandes ojos claros, la abuela insistió:

--Ya la has fatigado bastante. ¿Ves? Quiere dormir.

--Que duerma, pues; yo le haré tuto.

Entonces, muy bajito, empezó a canturrear la canción de cuna con que ella misma lo durmiera de pequeño:

--Hace tato, guagua...

Un grito desgarrador cortó la frase. La madre se alzó sobre los almohadones extendiendo los brazos al niño y ambos, un largo rato, sollozaron besándose y murmurando palabras incoherentes...

--¡Mamá! ¡Mamacita querida! ¡Mi mamá!

--¡Hijo mío! ¡Mi Juancho! ¡Al fin... como antes! ¡Déjame besarte!... ¡Mi hijo mío, mío, mío!

Se interrumpió, ahogada por la tos, y algo rojo y tibio alcanzó a humedecer las manos de Juancho, que trataba de sostenerla. La abuela se interpuso rudamente, entregando el niño medio loco a la vieja Tato.

--¿Qué tiene? ¿Qué le pasó?

--Nada --contestó la sirvienta al par que lavaba con alcohol las manecitas ensangrentadas--. Es que se cansa tosiendo. Tome, chupe esta pastilla, no la vaya a botar... A ver, déjeme cambiarle ropa.

La tarde de ese día llevaron a la casa del quintero sus muebles, sus juguetes y sus libros. Comía allí en una mesita puesta en el corredor. A sus preguntas, en sus cortas visitas, la abuelita contestaba que la mamá seguía enferma, siempre con tos y con ganas de dormir, y que para que no la molestara, se le tenía a él allí, con la Rosalía y Pedro, que tanto lo querían.

--¿Y el papá?

--Está bien, hijito. No viene a verte porque tiene mucho que hacer.

--Abuelita: déjeme ver a la mamá, ¿quiere? Le prometo que la miraré no más. ¡Pobre mamacita! ¿No pregunta por mí?

--Sí, hijito. Te encarga que seas muy obediente y muy bueno y te manda muchos besitos.

--¿Por qué no me los das, abuelita? Antes todos me besaban... Hace tanto tiempo que no me besa nadie...

--¡Mi pobre hijito!

--Abuelita, ¿es que ya no me quieren?

--No, hijito, no es eso. No te atormentes, no pienses. Todos te queremos mucho y porque es tan grande nuestro cariño te tenemos aquí.

--No entiendo...

--Ya comprenderás algún día, mi pobrecito. Hasta luego. Pórtate bien.

Y la abuelita se iba-- menuda y diligente--, dejándolo más triste y preocupado aún.

Esa mañana, al vestirlo de negro, la Rosalía tuvo para él una ternura envolvente que lo hizo salir de su reserva de niño tímido y pensador.

--¿Cómo está la mamacita?

--Durmiendo, m'hijito querío. Al fin la Mamita Virgen le dio descanso a la pobrecita.

Viendo a los quinteros ocupados en recolectar flores, se arriesgó por las avenidas hasta enfrentar la ventana abierta del salón que imanaba sus ojos. Y entonces vio el horror: su mamá dormida en la caja: los hombres que la encerraban: su padre protestando enloquecido: la abuela dominándolo todo con su hablar reposado y su gesto de paz.

Cerrada la caja, partieron los hombres. El padre parecía idiotizado por la pena. La abuela rezaba. Entonces él, pasito, a pasito, entró en la casa, llegando al salón, donde se acurrucó detrás de un cortinaje, sin que nadie reparara en su presencia.

¡Sola, dejaban sola a la pobre mamá encerrada en la estrechísima caja negra! De pronto lo cogió el recuerdo de su encierro en el arcón y volvió a sentir todo el proceso de esa agonía; la angustia del ahogo le apretó la garganta, desorbitándole los ojos.

Crujió un mueble y el niño avanzó tembloroso hasta el centro del salón. Otro crujido y otro que parecieron recorrerle los nervios del talón a la nuca. Toda la sangre, en una caliente oleada, le subió al cerebro.

--Ya voy, mamacita --murmuró, extasiado.

Tomó un martillo dejado sobre una mesa de arrimo por los obreros de la funeraria y en la quietud de la casa resonó un golpe, otro, otro.

Acudió, despavorida, la abuela.

--Niño. ¡Juancho!

Lucharon. Ella tratando de quitarle el martillo, él exasperado, delirante.

--Si ella despertó... Déjeme... Déjeme... Déjeme, por Diosito se lo pido... ¿No oye cómo está llamando? Oiga... Oiga... Se va a ahogar... Déjeme, abuelita, por favor, déjeme...

--¡Socorro! ¡Juan, ven! ¡Socorro!

Pudo el hombre dominar la furia del niño, que súbitamente se aplacó en laxitud de desmayo.

Tras muchos días de ansiedad para el padre y la abuela, pudieron ver que si volvía a la vida el niño, era dejando toda la lucidez de su espíritu entre las garras pavorosas de la fiebre.

 

 

BRUNET, Marta. Juancho. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.19-22.