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FRANCINA

 

Hija de una madre enfermiza, el padre siempre ausente en largos viajes de negocio, Francina, en la enorme casona, vivía a su antojo, malamente vigilada por una institutriz.

Alta, fuerte, con largos brazos de mono, la cara de manzana, los pelos engrifados y los ojos demasiados claros, demasiado extáticos, la chiquilla tenía una sola preocupación: leer.

Devoraba todo lo que no fuera texto de enseñanza. Diarios, revistas, cuentos, novelas eran su anhelo. Lo otro, aquello que Mademoiselle quería obligarla a leer --¿eso?--, no le interesaba. Que la tierra fuera redonda, que en el año tal los godos asolaran Europa, que el agua se llamara H2O en la fórmula química, que el rastro que deja el punto al ponerse en movimiento fuera la raya, ¿para qué saberlo?

A ella le gustaba lo maravilloso, lo que no tenía explicación posible sino en el poder de seres, de fuerzas ocultas. Y como no encontrara lo maravillosa en su vida de muchachita burguesa, se hurtaba a ella para vivir las aventuras de cuantos libros podía leer.

Tendida de bruces en el suelo, sobre una alfombra, cuando el frío la retenía en el interior, en el pasto de los prados cuando el calor la echaba al parque de la casona, contraída por la atención, con la sensibilidad alerta, hiperestesiada, Francina leía, encarnándose en cada personaje, con el músculo de acero, el ceño duro y el alma de valor cuando un héroe la entusiasmaba de batallas; llena de amarguras por la tristeza de un enamorado en desgracia; sintiendo el corazón lleno de odio y gesto salobre de un ruin envidioso; toda ternura con el suspirar de una cautiva maravillosamente bella; rebosando clarinadas por la boca de un guerrero vencedor; audaz de piraterías en el abordaje de un corsario; todas las vidas que encierran todos los libros que un niño puede leer las vivía Francina alucinada.

Luego de leer venía la holgazana, inmovilizada de ensoñaciones. Pero al correr del tiempo fue tomándole gusto a representar lo que leía y ensoñaba y --desde que diera con este nuevo placer-- las horas eran de cabalgatas en un palo, de envolverse en una colcha, con una tapa de sopera en la cabeza y un plumero en la mano; de decirle "varilla de virtud" a cualquier ramita que encontrara en el camino; de aguardar la medianoche para ir a ver los elfos salir de las flores; de adornarse con tiras de papel y a grandes saltos danzar el rito religioso de unos salvajes; de mirar con ansias debajo de todos los pedruscos buscando a los gnomos guardadores de tesoros.

No la arredraba la realidad; mejor dicho, no llegaba a verla. Era tan grande su fantasía, que cuando imaginaba se le tornaba palpable, y así el palo era un brioso caballo que la hacía jadear, y la colcha el más hermoso manto de armiño, y la tapa de la sopera una corona de perlas, y el plumero un cetro de oro, y la ramita le concedía cuando pidiera, y en la medianoche veía a los elfos bailar rondas de locura con las hadas y el rito sagrado le dejaba un fetichismo que la hacía adorar cualquier cosa, desde el sol hasta una raíz de forma extraña, y los gnomos solían traerle gemas estupendas.

Así era la vida de Francina.

A veces la institutriz protestaba y llegaba quejosa hasta la señora enferma o hasta el señor en sus cortas estadas en la casa. La madre sólo sabía disculpar a la niña, buscando motivos de perdón y tolerancia en su propia gran terneza. El padre --con su voz de imperio-- tronaba amenazas y represiones sobre la chiquilla, que lo oía muy seria, muy abiertos los ojos, muy distante el pensamiento. Se decía "Parece Barba Azul. Pero no, ahora, con los bigotes erizados, es igual al rey Almaviva, el de los elefantes de oro"

Y no demostraba arrepentimiento ni prometía enmienda. Las caricias de la madre y las represiones del padre no le dejaban huella alguna. La institutriz acabó por aburrirse y abandonarla a su placer.

A los catorce años, descompaginada por el crecimiento, fea y sin gracia, Francina tenía un alma de niña en un cuerpo de mujer. Seguía siendo una desarraigada de la vida, una ensoñadora aferraba a lo maravilloso ahincadamente.

Pasó la gran crisis de la pubertad sin ninguna inquietud: no sentía la obscura atracción del hombre que sólo existía para ella en la quimera. No se ocupaba de adornarse. Le gustaba vestir un mameluco que le dejara libre los movimientos, y en las noches, para las comidas familiares que se celebraban de tarde en tarde --la madre seguía enferma y el padre viajando--, como único signo de coquetería mostraba una cinta atada al cuello, un lazo que ella le parecía de gato regalón, tal vez de "Micifuz" el de las botas.

Habituada a los seres imaginarios, las gentes reales la amedrentaban. Apenas atinaba a saludar y a esconderse. Solo sabía hablar por boca de sus héroes. El barullo de las calles la azoraba. Una vez la llevaron al cine y tuvo tal impresión, que cayó enferma con fiebre nerviosa, y la madre, asustada, nunca más la dejó ir al teatro. La música era su encanto, dándole arrobos que eran casi éxtasis. Pero la total dicha seguía encontrándola en los libros.

Hasta que un día Francina dio con Marcial Luco y su vida cambio.

Estaba en el parque, tirándoles piedras a unos micos imaginarios que molestaban al bueno de Robinson en su isla. Robinson era ella. De pronto, a su espalda, una voz llamó:

--Francina...

Se volvió admirada.

Cerca, vistiendo traje de montar, alto, moreno, con los dientes deslumbradores en la boca fresca de juventud, con los ojos atentos y bondadosos, un hombre la miraba. Era el príncipe Floridor... ¡El príncipe Floridor! ¡El príncipe Floridor! ¡Qué gentil venía! Y batió palmas y le sonrió y le hizo un saludo de corte, igual a los que hacía la princesa Corysanda.

--Señor --dijo--, sed bien venido en mi isla. Habláis con Robinson.

El joven la miraba atónito.

--Pequeña, ¿no me recuerdas? Soy tu tío Marcial, el primo de tu padre. No me mires con ese aire de espanto.

Francina recordaba... y despavorida trató de huir, que era mucha vergüenza haber hablado como lo había hecho. Pero el joven previó el movimiento y la inmovilizó apoyando una mano sobre su hombro.

--¿Estabas jugando? -- preguntó.

--Sí... No... Es que... -- y no puedo decir más, sofocada de miedo y pena.

Quería esconderse, quería huir, quería morirse antes de seguir sintiendo la mano del joven apoyada en su hombro y los ojos mirándola inquisidores.

Y como no hallara otra forma para hurtarse a ese examen, se tapó la cara con las manos y rompió a llorar desconsolada.

--No llores, pequeña... ¿Te he causado miedo?

Tenía una voz grave que hacía vibrar los nervios. ¿Entonces alguien, algún humano, podía poseer esa voz que ella creía privilegio de sus príncipes legendarios? ¿Podía un hombre acercarse a ella y darle esa onda de calor que la anegaba en una dicha desconocida?

--¿Te he causado mucho miedo? -- insistía el joven.

--No... No... --Lloraba siempre, a pesar de la dicha que sentía, porque era otra nueva dulzura entreverlo a través de las lágrimas, inquieto y consolándola.

--¿Qué niegas? ¿El miedo? ¿O es que no quieres que te vea la cara llorosa? ¿Es eso? Vamos, escápate a lavarte los ojos y a empolvarte. Almuerzo con ustedes. Mientras te arreglas me quedo aquí, fumando. No te demores. Hasta luego.

Retiró la mano que apoyaba en el hombro, retiró la mano que acariciaba la cabeza. Se alejó parque adentro. La chiquilla lo miraba irse. No era el príncipe Floridor de sus sueños: era su tío Marcial en carne y hueso. No era quimera: era la realidad.

¿Qué le había dicho? ¿Arreglarse? ¿Ponerse polvos? ¿Esperarla? ¡Oh!

Se miró las manos llenas de arañazos. Se miró las piernas flacuchentas y los pies enormes en los zapatos de tenis. Se miró el mameluco de brin deslavado. Y se avergonzó de sí misma. Un impulso que la hizo correr a la casa, con el corazón aún aturdiéndola por el golpeteo sordo de la emoción. Llegó a la pieza anhelante, tembloroso el cuerpo, ardiendo las mejillas, deslumbrados los ojos.

Buscó en el ropero, volvió al tocador, abrió cajones, volcó cajas, trajinó febrilmente hasta juntar un vestido, unos zapatos, unas medias, un gran lazo que ponerse. Entonces, con ansia angustiosa, se asomó al espejo a mirarse.

Francina niña había encontrado a Francina mujer.

 

 

 

BRUNET, Marta. Francina. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.22-25.