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UNA MAÑANA CUALQUIERA

Como siempre, se despertó de golpe, apoderándose dela realidad instantáneamente, sin vacilación alguna.. Estaba también como siempre, de espaldas en el lecho, en escorzo la cara y los brazos alzados apoyaban las manos sobre la almohada. Como duermen los niños.

"Son las siete --se dijo-- y ahora va a pasar la sombra de la vieja Pancha por el cielo raso de la habitación, de la vieja-Pancha que puntualmente va a preparar el baño del la -señora

Sonrió, prodigiosa de juventud, cuando una sombra fue proyectada sobre el techo, especie de abanico que de un ángulo a otro abriera mágicamente sus haces. Y con una, picardía que le iba de la boca a los ojos se volvió a la mesa de luz buscando el reloj. Las manecillas, sin perder nunca el juicio, marcaban las siete. Hora de despertar. Hora de levantarse. Y mientras se echaba de la cama, sigilosa y rápida, pensaba en el misterioso mecanismo que la hacía despertar a esa hora; como, si dentro de ella un resorte fuera tan preciso como el propio reloj. Como la propia señora. Se le borró la sonrisa en la boca y los ojos se entrecerraron, mareando infinidad de pequeñas arrugas. Y fue como si de repente le cayeran años hasta dejarla sin edad, vieja máscara, desgastada por el tiempo, implacablemente, irremediablemente.

Era tan misterioso aquel resorte que la despertaba a -las siete en punto, como los otros resortes que ordenaban sus gestos al vestirse, determinando el tiempo en tal forma que a las siete y veinte, justas, entraba en el comedor para recibir de manos de la vieja Pancha la bandeja del desayuno, empezando a preparar el café para que, cuando cinco minutos después apareciera la señora, estuviera filtrado y todo dentro del ritual impuesto por una voluntad como de hierro, dura.

--Buenos días, señora.

--Buenos días, Luisa. --¿Ha dormido usted bien?
--Bien, gracias.

Era todo.

Iba vistiéndose a medida que pensaba en los resortes que dentro de ella determinaban sus movimientos. Cuando a las siete y veinte, en punto, entró en el comedor y la vieja Pancha le entregó la bandeja del desayuno, tuvo una sensación de choque, de brusco ensamblarlo previsto a lo que estaba viendo, y por un momento dudó de si eran las imágenes por ella evocadas lo que veía o si era la realidad lo que estaba a su alrededor. Choque de un segundo, que le dejó las manos temblorosas levemente.

Pero, como siempre, pudo decir al ver a la señora:

--Buenos días, señora.

Para que le contestaran:

--Buenos días, Luisa.

Y ella agregó:

--¿Ha- dormido usted bien?

Para que le respondieran:

--Bien, gracias.

Era todo.

¿Todo?

No, no era todo. Era después anularse en una especie de aluvión de órdenes que cumplir.

--Reciba al hombre de los quesos... Hable por teléfono al molino... Verifique esta cuenta... Vea si. barrieron la bodega... Suba al altillo y haga sacar al sol los cubrecamas... Pregunte si han despachado ya el pedido de grasa, si no lo han despachado todavía, pregunte en mi nombre qué significa ese atraso... Bien sabe que debe apuntar en el libro correspondiente todas las cartas que se reciben... Haga estos pedidos al almacén...

No se podía distraer la atención de esos mandatos. Todo debía ser echo inmediatamente, con la conciencia vigilando lo que se realizaba. Porque si no, con una adivinación que la empavorecía, la voz de la señora le llegaba cortante e imperiosa:
--Piense en lo que está haciendo.

Había terminado por lograr una disciplina, absorta en su trabajo, así fuera un insignificante menester casero. La concentración llegaba a aislarla de todo elemento externo, y cuando la voz de la señora impartía una nueva orden, era como volver a un mundo donde existía algo más que una interminable hilera de cifras que sumar o que las docenas de quesos que entregaba el suizo colono o poner número, con igual prolijidad que en una oficina de partes, a la correspondencia de cada día.

A la luz del patio, mañana con sol de primavera, la cara de la muchacha era la vieja máscara que infinitas arrugas surcaban, gráfico de su cansancio, enseña de su abandono. El cuerpo enjuto mostraba un trazo de juventud, de adolescencia casi, con las formas apenas insinuadas bajo el traje como de cuáquera, azul, hasta los tobillos, y un delantal a cuadritos grises y blancos protegiéndola a esas horas de intensa labor. Probablemente, de su vida de ahora, lo más duro de aceptar fue ese uniforme grato a la señora, que no la quería vestida a la moda, demasiado frívola, que deseaba diferenciarla de una sirvienta, que no aceptaba tampoco el guardapolvo que sugería la escuela o la clínica.

Imponía eso y tantas cosas...

Al comienzo, cuando llegó al campo, el miedo de no lograr complacer a la señora la mantenía en continua alerta sobre sí misma, limitando su pensamiento, poniéndose vallas, obligándose a una total amnesia con respecto a su pasado. Ese mínimo pasado que se reducía en lo más lejano de sus recuerdos a la casa y a la escuela, a la casa y al taller de costura después, a la casa tan sólo, posteriormente, cuando se enfermó y no pudo seguir inclinada sobre la máquina de coser. A la casa en ese tiempo y a la desesperación de saberse inutilizada, carga para los suyos, porque cuando la vieron con los rayos X, el médico dijo que no era prudente que realizara trabajo pesado alguno, que lo que le convenía era salir de la ciudad, de la limitación del barrio obrero, e irse al campo, a la sierra de preferencia, para, en esa zona de fino aire, recuperar por completo la salud.

Pero ¿dónde ir? ¿Cómo ir? Los médicos parecen en ocasiones hablar a través de un disco con prescindencia absoluta del medio en que medra la criatura que tienen delante y de sus posibilidades económicas. Dicen:

--Necesita sobrealimentarse; huevos, mantequilla, mucha leche, mucha fruta, verduras, carnes blancas. Y sol, aire libre y reposo...

Entonces la muchacha no tuvo nada de eso. Siguió en la salita de la casa de vecindad --cuando la arrendaron, en el cartel decía: "Salita", y ellas, su madre y su hermana, siguieron diciéndole casi con orgullo "salita", "nuestra salita"--, reemplazando en los quehaceres hogareños a la madre, que, obligada por el problema nacido de su enfermedad, tuvo que buscar trabajo como sirvienta, mientras la hermana se batía ocho horas con los signos taquigráficos y con la máquina de escribir en una oficina.

Por el trabajo de la madre le llegó a la muchacha "la suerte". Lo decía la madre y lo repetía la hermana con tanto orgullo como decían "nuestra salita". La suerte llegó mediante una conversación de la madre con su patrona, un día en que ésta se quejaba, comunicativa y simpática --por algo le decían "la loca Teresa" entre los suyos--, de que su tía Juana Elena, la rica de la familia, solicitaba una vez más a una señorita, de compañía.

--Le duran una semana. Estamos hartos de mandárselas, de todas las edades y todas las nacionalidades. Gordas, flacas, viejas, jóvenes, tontas, inteligentes, gallegas, polacas, criollas. Ninguna la aguanta. Él, insoportable. Nació para reina y ni por un momento abdica. Al pobre tío Lorenzo lo despachó para el otro mundo en dos años, única forma a lo mejor que el desgraciado halló para librarse de ella. Tiene millones, y una avaricia tan grande como sus tierras. Yo no la puedo soportar. Ahora me escribe para pedirme que le busque otra señorita de compañía. "Otra." Ya la conocen en todas las agencias de colocaciones y ni siquiera le contestan. A mí, y a mis hermanas nos tiene cansadas. ¿De dónde le vamos a hacer brotar ese ángel de paciencia que ella necesita?

La madre preguntó, súbitamente iluminada:

--¿Es la señora que vive en las sierras?

--La misma, hija; la misma que manda y ordena para variar... En la madre seguía laborando la luz.

--Señora, ¿y si usted fuera tan buena que le recomendara a Laura, mi hija? Ella, dice el doctor, lo que necesita para mejorarse es sierra, buena alimentación, aire, sol... Aunque tuviera que trabajar. Un trabajo de señorita de compañía no es tan pesado...

La interrumpió, riendo a carcajadas:

--¡Ja! ¿Pesado? Tendrá que trabajar como una loca; no habrá terminado de hacer una cosa cuando le estará mandando otra. Nosotros, es decir, yo, la llamo la cadeneta de las órdenes. Agarra por la mañana el cabo de hebra y hasta la noche no la suelta. Una orden está metida en la otra...

--¿Y qué perdería con probar?

--Nada, verdaderamente.

--Para mí sería una solución. Puede ser la vida de esta chiquilla.

Y por eso una mañana la embarcaron llorosa y azorada, rumbo al norte, en un tren que interminablemente se tragaba la llanura. Su equipaje era exiguo, pero la carga de recomendaciones, grande.

Obedecer. Tener paciencia. Ser prolija. Humilde. Allí la esperaban la salud, el descanso de su pobre madre, que ahora podía limitarse plácidamente a la "salita"; ayudar a su hermana que alguna vez saldría de apuros de cuentas. Y la esperaban ochenta pesos. ¡Ochenta pesos! Esto se decía haciendo una pausa antes de pronunciar la cifra: ochenta. Ochenta pesos.

De aquello hacía tres años. Más de tres años. ¡Qué tiempo lejano era el principio de esos tres años! Como si empezaran al otro lado de su existencia, más allá del amanecer de su propia vida... Lo evocaba impreciso. Lo único parado allí y tangible era su miedo a desagradar a la señora, miedo que se tocaba, sí, como se tocaban sus manos humedecidas, una contra otra, convulsas. Aprendió a no pensar, a estarse como vacía para que el pensamiento de la señora pudiera llenarla en todo momento. Luego hubo un tiempo que se le presentaba como, el sueño de un sueño, en que se soñara rebelde, librándose violentamente de ese retobo, que era la voluntad de la señora inmovilizándola, piel como la que pierde la serpiente, y quedar de súbito frente a los ojos fríos de la señora, que no la intimidaban, que no la empavorecían. Eso era el sueño del sueño, cuando ella ensoñaba. Pero en la realidad los duros ojos de la señora, como su voz, como los ángulos de su fisonomía y de su-cuerpo, la volvía al centro de la servidumbre cada vez más irrevocablemente.

Cómo la volvían a ese centro las cartas de la madre. Ahora estaban pagando a crédito unos muebles para la '"salita". Y la hermana tenía un festejante, con el cual bien pudiera llegar a casarse cuando a él lo ascendieran, lo que se merecía, porque era un cumplido mozo. Pero era claro que la hermana quería tener mejor presentada la "salita" y ella misma lucir más elegante.

Fue cuando empezó a mandarles más de la mitad de su sueldo, porque ella, con buena casa, alimentada a su regalo, con su ajuar completo, ¿para qué quería tanto dinero? En cambio, la madre vieja y la hermana con festejante necesitaban esto y lo otro...

 

 

--Haga el favor de pensar en lo que está haciendo --dijo de súbito la señora--. Mire aquí: falta el pedido del kerosén.. Desde que se levantó anda en las nubes. Agregue inmediatamente el kerosén. Y vea de no hacer más zonceras. No se distraiga, piense en lo que está haciendo. Yo me voy con el administrador a la lechería. Termine eso y póngase a tejer en el corredor hasta que yo vuelva.

Agregó el kerosén. Buscó la bolsa del tejido. Se sentó en una silla en el corredor, frente al parque. Era fácil ese punto. Una vuelta al derecho. Otra al revés. Mantillas que para la Navidad la señora regalaba a los inquilinos. Celeste para los varones. Rosa para las niñitas. Había altos de ellas en un ropero. Celestes y rosas. Una vuelta al derecho. Otra al revés.

Entre los jazmines una calandria lanzó su trino. Volvió a repetirlo, sosteniendo las notas, como embriagada con su cantó. Hizo una variación. Volvió al tema primero. Y se fue de un vuelo hasta una conífera del parque.

La muchacha había dejado insensiblemente de tejer oyendo el ritmo del canto. Cuando la calandria lo repitió, en esa especie de exacerbación en que las notas se ampliaban hasta parecer crear círculos vibrantes, hasta crear una angustia por la mínima criatura cuya garganta no podría resistir la fuerza de esas notas alargadas milagrosamente; cuando lo repitió como si por ella cantara la voz de todos los pájaros de la sierra, entonces la muchacha abandonó definitivamente el tejido en el regazo y vio, sí, vio que ese canto desgarraba ante ella un espacio por el cual súbitamente podía asomarse a lo que estaba en su contorno, inexistente hasta ese instante como para ojos de ciego: el camino rojizo de grava y después el césped manchado de árboles en la ladera y abajo el río, ancho y plácido con el festón de los sauces y la otra ladera de la sierra fronteriza, apretada de una vegetación pequeña, crespa, verdinegra. Y atrás había la curva de otra sierra, a su vez cortada por otra, y así, sucesivamente, iba el paisaje ahondándose hasta limitar con la alta cresta, tras la cual el cielo ponía su esplendor celeste, infinitamente puro.

En la conífera, la calandria cantaba de nuevo en largos arpegios. Una racha de aire onduló el paisaje y pasó sobre la piel de la muchacha, cautelosa, delicadamente tierna, como...

¿Como qué?

Sí, como una vez la mano de su hermana le acariciara la frente ardida de fiebre. Una mano suave y fresca. Cerró los ojos para dejar que la traspasara mejor esa dulcedumbre. El aire repetía la caricia, insistente, urgido. Y traía además el aroma de los jazmines, el aroma del césped recién segado, el aroma a resina que segregaba el costado roto de un pino, el aroma de la montaña, hálito de la tierra, respiración caliente, que contagia su secreta llama, venida de profundos senos misteriosos.

La calandria seguía cantando. La mano del aire dejó de acariciar su piel. Abrió grandes los ojos, atónitos, de animal manso. Al frente estaba el césped, alfombra mágica para los sueños. ¿Para qué sueños? La calandria seguía cantando notas sostenidas una tras otra, que llenaban la mañana de armonía y formas.

Cantaba la calandria. Cantaba.

De pronto la muchacha sintió que iba a pensar algo. Algo. Algo tremendo que avanzaba desde el fondo de sus entrañas, a través de sus huesos, de su, sangre, de sus músculos; algo, ser vivo que saldría de ella, materializado ante sus ojos, tan visible como el paisaje. Algo, algo que era la verdad de sí misma, su deseo, su ansia, su voz; sí, como la voz de la calandria abriendo círculos por los ámbitos del cielo.

Sintió que iba a pensar algo. Algo.

Tuvo un temblor de espanto, un tiritón en la carne, que no en el espíritu. Hizo un brusco gesto de retroceso y entonces fue el pensamiento el que volvió precipitadamente atrás, entrando de nuevo en esa región nebulosa, anterior al canto de la calandria, en que ella letalmente flotaba; grisura, atonía, clima de limbo propicio a la anulación perfecta.

Entonces tomó la labor y siguió tejiendo como en una mañana cualquiera. Una vuelta al derecho. Otra al revés.

 

 

BRUNET, Marta. Una mañana cualquiera. Raíz del sueño. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 126-131.