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UN TRAPO DE PISO

La puerta de entrada abría sobre un pequeño vestíbulo, de un costado del cual arrancaba la escalera. Al otro, un arco de tres puntos comunicaba con el comedor. Detrás estaba la cocina. Arriba, los dos dormitorios y el baño.

Esa casa precedida de un jardincillo, breve cortesía del verde, ostentaba el nombre de "Sotileza" grabado en una plancha de bronce. Porque el abuelo había venido de Santander, y el padre permaneció por las raíces de la sangre aferrado a los hoscos peñascales embatidos por el Cantábrico. El abuelo significaba la mansa y no dolorida evocación. El padre era aún una ausencia rezumante de acíbares. Ambos eran ya tierra en las polvaredas de la pampa agrandada de esperanzas.

Quedaban para recordarlos la mujer y el hijo, sumiso al rodrigón materno, azorado, trasudando incertidumbre, en presente ausencia sólo desmentida por el amor a la muchacha que el destino, aliado de la firma Melero y Melero, había hecho sencillamente suya.

Una casa que se llamaba "Sotileza". Una mujer laboriosamente avejentada, con prolijas arrugas y parquedad de herramienta. Un hijo con los ojos vagarosos por los fondos de unos lentes, sumergido en la ácuea profundidad de su verde. Todo él lejano, ajeno a los acontecimientos, como si los lentes fueran un límite tras el cual se viera la vida sin participar totalmente en ella. Y una muchacha un poco más allá del filo de la adolescencia, puño cerrado que aún no se sabe qué sorpresa guarda: si una medalla, una almendra, o una protesta; salida del hogar del Melero mitad de la firma, del que seguía a la "y" mitad del negocio, mitad del dinero, mitad de todo, mitad de ella misma, que nunca había sido por entero María Engracia, sino la chica de los Melero del almacén de la esquina.

El almacén lo abrió el abuelo. La casa la levantó el padre después que murió el abuelo. La firma se constituyó cuando la mujer se quedó sola, con el niño dubitativo divagando entre tercios de hierba, bolsas con nueces y cajones de jabón que no tenían para él más firmeza corpórea que las nubes. Se asió para ello al nombre de ese otro Melero montañés, desconocido y providencial, de tosca hombría. Llegado a América con unas pesetas atadas en la punta de su pañuelo de hierbas, ávido de fortuna.

Doña Teresa. Roque. María Engracia.

Las paredes estaban pintadas de verde y la cruda luz que una lámpara repartía implacable cercana al cielo raso, a través de un plato de acanalado cristal, abrillantaba la superficie áspera de garapiña oleosa. Había una mesa redonda, un aparador y la vitrina con su juego de jamás usadas copas. Más las sillas, todo ello era de madera muy clara barnizada. Esplendían los vidrios y los biseles; los espejos se miraban sin parpadear en los otros espejos de la platería, llenando el aire con fríos reflejos de espadas. La luz refractaba en todo, increíblemente dura. María Engracia cerró los ojos, pero la luz permanecía dentro de las pupilas, intolerable, derramándose en fluctuantes manchas carmesíes. Levantó entonces las manos para reforzar la insuficiente defensa de los párpados. Porque, lo intolerable era ya dolor.

Doña Teresa no reparó en el gesto. No quiso reparar en el gesto. Pensó: "Ya empiezan los melindres de la niña..." Y siguió dictando impertérrita:

--Té, un kilo, nueve cincuenta...

Roque miró furtivamente a su mujer, los ojos amparados tras lo verdoso. Como si los lentes se quedaran solos en el aire, por obra de magia, conteniendo a la hostil realidad, y todo él se derramara en ternura de agua acercándose a su niña suya, agobiada de luz, desesperada por hurtarse a ese ambiente de filudos perfiles.

--...nueve cincuenta. Manteca, treinta...

Apretó los párpados María Engracia ciñó las manos a la cara. Pensó en cisternas, en obscuros presbiterios, en las densidades de miedos infantiles que espesan aún más los misterios que se ocultan debajo de las camas. Inútilmente. Por todas esas tinieblas resbalaban súbitas culebrinas, estallaban minuciosas constelaciones de fuegos artificiales, se desleían lentas nubes lechosas. Hasta que logró el negro, el negrísimo negro del espanto... ¿Y si desde ahora no viera nada más que ese negro? Bajó las manos. Alzó la cara y, aún a través de los párpados, enfrentó la lámpara implacable. El negro espanto persistía. Cuando abrió los ojos --fría la piel, anhelante la boca. descolorida--, los filos de la luz la acuchillaron sin lástima en las pupilas doloridas:

--...galletitas, cuarenta...; queso, ochenta... --salmodiaba doña Teresa más allá de los enceguecedores reflejos. Tamborilearon sus dedos con impaciencia. ¿Quieres hacer el favor de atenderme lo que digo?... Queso, ochenta...

¡Con qué ganas el hijo dejaría los lentes suspendidos, inmóvil mariposa en el aire, y detrás de ellos su sombra atenta -al dictado de la madre, para irse hasta su niña suya, ciñéndola con su brazo, ahora sí, bien cierto, rodeándola con manos multiplicadas por las caricias! Tenerla contra él junto a su flanco, silenciosamente apegado a ella, dueños' de la continuidad de sus cuerpos y del denso universo nocturno que de ellos fluía, echo de goces y de sueños de goces. Irse hasta ella, alzarla, sacarla del ambiente de vidriera, de flamante comedor, de recién pintada casa. Dejar a la madre aferrada a su realidad y a su sombra, a su propia sombra, agachada sobre las libretas de retorcidos ángulos rebeldes. Salir con María Engracia al jardincillo, detenerse junto a la verja aspirando el perfume del jazminero que parecía llegar desde un verano de novelas tropicales, sentir al grillo empecinado en su soledad estridente, mirar hacia arriba el cielo sostenido por el temblor de las estrellas. Ganar la calle, juntos, apretados, sintiendo el ritmo de la cadera en la cadera con su presencia carnal de música en el idéntico paso, serenos, compartiendo el diluido nimbo de una dicha arcangélica.

Irse lentos, sin rumbo, sin hablar, tras el multiplicado silencio que les precedería abriéndoles paso, colmando la necesidad de estar solos, de comprobarse identificados en una única certidumbre. Sin urgencias, sin que eso significara evadirse del deber.

--...pan, diez. Cierra la cuenta.

Lo miró doña Teresa sumergir laboriosamente en la suma, bajar afanoso por las columnas de números hostiles. Cada día resultaba más lento. Nadie lo diría: hijo del padre, que era una luz, ni de ella, capaz de sacar adelante cualquier negocio. Estaba peor ahora que de soltero, más alelado, más ido. Suspiró... mirándolo, tan flacuchento, tan despistado de la realidad. Siempre en las nubes. ¡Menos mal que estaba ella allí! Menos mal, porque si no el almacén se iría al diablo. ¿Y María Engracia? Otra también en las nubes, metida: en los libros, pensando nada más que en comprar libros y revistas que le sorbían el seso, y en ir al cine, y en salir con Roque, y en que Roque le comprara novelas, y en cuchichear con Roque por los rincones, y en que Roque aquí y. en que Roque allá, y buenos están los mimos, pero hay que trabajar y tener disciplina, que tiempo hay para todo y lo primero es la obligación, si no se quiere que se lo lleve todo la trampa. Y después, si buenamente queda tiempo, pues se sienta una a la puerta, a tomar el fresco, o se da una vuelta por el parque, que no cuesta nada, es bueno para la salud y no llena la cabeza de boberías...

--Cuarenta y siete pesos con ochenta y cinco centavos.

--Bien. Conforme. Abre cuenta: Felipe Bernani. Aceite, un litro...

 

 

Pensaba María Engracia:

¿Por qué no se podría vender un litro de aceite, en cincuenta mil pesos, en doscientos mil pesos, y entonces dejar a doña Teresa en casa, en la "Sotileza" verde con las persianas verdes, por dentro verde, y relumbrosa con relumbre de insomnio, en esa, casa, hecha por ella, amoblada por ella, con, "cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa", como decía el enmarcado cartel con letras góticas a la entrada del vestíbulo, para que la vida perdiera toda esperanza al entrar allí?... ¿Dejarla sacando cuentas, o frente al fogón, trajinando entre sus cacerolas?

Dejarla decirle:

--Ahí se queda usted con la roña de sus libretas, con su almacén, con su clientela, con su casa verde y sus luces enloquecedoras, y que con su Melero sigan prosperando. Que nosotros nos vamos. Nos llevamos nuestro dinero, los cien mil, los quinientos mil pesos del litro de aceite que compró Felipe Hernani. Y lo gastaremos en lo que nos dé la gana: en ir al cine, y en bombones, y en viajar, con muchísimas valijas y baúles-roperos colmados de vestidos, y compraremos un auto, sí, un auto: ¿y qué? El dinero es nuestro y por eso nos iremos y estaremos solos. Y cuando nos guste, nos quedaremos en una ciudad, en un palacio con luces amortiguadas por pantallas de seda, un palacio entre follajes sombríos... Y tendremos un hijo un hijo mío, para educarlo yo sola, para jugar con él y decirle...

 

 

--...fideos finos, treinta; jabón, quince

Lo mismo que las manchas alucinantes que amoratan la ceguera cuando se ha mirado fijamente al sol, las palabras de doña Teresa persistían clavadas en el aire, como si fueran el extravagante título de los cuadros de su sueño. En la luz excesiva, la madre y Roque adquirían un perfil de alto relieve, de fotografía estereoscópica. Los miró, con atención: doña Teresa erguida, paciente; Roque lento y meticuloso. Un escalofrío le alfilereó las carnes.

¿Cuánto da? Sí, eso es. Bien. Abre ahora otra cuenta: Balbina de Fernández.

 

 

Cerró los ojos de nuevo María Engracia. Ahora veía otro cuadro. Ella misma en otra mesa, sobre un fondo de acariciantes grises, frente a un muchacho que era su hijo, hombrecito ya, con la cabeza gacha y la mirada huidiza mientras ella estaba diciendo algo. ¿Qué diría? Los años se interponían entre ella y su voz inaudible. La cara del muchacho se alzaba lenta, se organizaba, prodigiosamente parecida a la cara de Roque, con igual cansancio, con idéntica máscara de forzada atención. Se quedó tensa, queriendo oír las palabras que ella misma decía. Débiles, pero nítidas, percutieron ahora en sus oídos. Decían:

"--Tienes que irte, que viajar, que ver el mundo: que acordarte a la borda y huir tus sueños junto con el humo de los barcos que siempre corren hacia el ayer. Meterte en las ciudades y contemplar las inverosímiles formas del vivir de los hombres. Mirar sin envidia el lento vuelo de los pájaros desprevenidos ante el avance de los aviones. Sonreír porque los idiomas desconocidos se entorpecen en gangosidades o se aclaran con ráfagas melódicas que alivian la incomprensión, y adivinar lo que quieren decirte en la cerrada expresión de una máscara de otra raza. Tienes que irte, que viajar. Debes irte, ¿entiendes? Debes irte para encontrarte a ti mismo..."

La cabeza del muchacho volvía a inclinarse hasta no dejar ver en su actitud sumisa sino la negra lisura prolija del peinado. Igual al de Roque. También era igual el gesto de resignada aquiescencia.

¡Dios mío! ¿Es que acaso su hijo no querría realizar su recóndito anhelo? ¿Es que su hijo, el suyo, el de su carne, el gajo salido de su tronco caliente; es que su hijo, al que ella acunaría apasionada y defendería en amargas vigilias de las acechanzas de la muerte; su hijo haría alguna vez ese gesto de sumisión de Roque, subiría los hombros, hundiendo la cabeza así, apabullado por el espeso fardo de mansedumbre, mientras la madre seguía diciendo: "...sal gruesa, un kilo"?

Por primera vez se le reveló el drama de una posibilidad: acaso los sueños de la madre hubieran sido dirigir un negocio, acaso desde pequeña jugó "al almacén", haciendo paquetitos de tierra, apilando pedrezuelas y ramillas secas. Acaso. Los sueños vienen no se sabe de dónde, se aposentan en el pecho de las criaturas y las tiranizan imponiéndoles sus formas. Y porque el hijo es el más extraño de los sueños no soñados, se quisiera realizar a través de él todos los otros. La madre quiso un almacén. Tuvo su almacén: esa certidumbre humilde con aspereza de papel de estraza y plebeyo aroma de especias entremezcladas. Y esa dicha de relucientes columnas de latas de conservas y de anaqueles colmados de harinas, de azúcar, de legumbres, de cuanto nutre al fin los sueños de los hombres, quiere prolongarla en Roque.

Ella, en cambio, quiere viajar, y a ese hijo que aún no existe ya lo tiraniza imponiéndole su mandato.

Tuvo la sensación de las pesadillas que resbalan hacia un abismo sin término. Con los ojos muy abiertos, como asiéndose a las desesperadas luces que le ofrecían su asidero al borde del precipicio, tableteándole el corazón, miró a la madre con súbita lucidez: el cuerpo duro, pulido por el roce de los años, ceñido por la final desesperanza de los huesos; las manos de raíz seca, de atormentado sarmiento, fuera de los puños de, impecable blancura, amarillas de terror a la muerte.

 

 

María Engracia dijo lo que nunca. había dicho, lo que la madre había esperado en vano muchas veces que dijera, lo que Roque esperaba que alguna vez diría:

--¿Quiere que siga dictando yo? La verdad es que el día ha sido bravo y usted tiene que estar deshecha...

La madre calló atónita. Roque temió que también sucediera lo que siempre pensaba: que los lentes se quedaran solos en el aire, porque él sentía ahora como nunca que se derramaba en agua de ternura a los pies de su niña suya. Se la quedó mirando. María Engracia sentía que la miraba y que su mirada la circuía con un suave nimbo evanescente. Sonrió a los redondeles obscuros, como les habría sonreído si realmente los hubiese visto solos, flotando en el aire.

La madre parpadeó varias veces. Su pasmo ni siquiera le permitió una gota de acritud para pensar: "¿Qué mosca la habrá picado?" Simplemente, relajando su dulce estupor:

--Ten... --dijo, entregándole la manoseada libreta.

María Engracia buscó la página, los torpes números trabajosamente garrapateados por el dependiente, frunció los párpados sobre los claros ojos, buscó el ángulo en que la crudeza de la luz diera mayor precisión a las cifras, y con voz ligeramente temblorosa, transida de felicidad, le ofreció a Roque toda su ternura:

--Un trapo de piso, sesenta...

 

 

 

BRUNET, Marta. Un trapo de piso. Raíz del sueño. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 132-136.