>>Regresar

LA CASA ILUMINADA

 

Acaso, alguna vez, la mesa extendida justificara el enorme comedor. Ahora era un círculo de lisa blancura, con el mantel cayendo hasta tocar la alfombra en que andaban los faisanes de un dibujo persa. Ochenta luces entre caireles y bronces hacían deslumbrante esa blancura. No habían encendido los candelabros de la chimenea, ni las lámparas murales, por lo que las paredes obscurecían el rojo de sus sedas, como las cortinas, y sólo la talla de algún enmaderado realzaba el dibujo de un cuarterón. En las vitrinas esplendía la plata. Al fondo, una puerta abierta dejaba entrever el jardín de invierno.

Perdidas allí, al borde de la mesa, frente a frente, dos mujeres esperaban algo, un impulso, una señal, algo, de dentro o de fuera, que las acercara. Una vestía de luto y era flaca, como sobada por el tiempo, que le hiciera la piel fina y amarillenta. No tenía edad. Obstinadamente mantenía bajos los párpados sin sombra de pestañas. La boca parca a no existir, así eran de delgados los labios. De los hombros estrechos salían dos delgados brazos forrados por la tela negra y sobre lo luminoso del mantel había dejado las manos, extrañamente alargadas, duras de articulaciones y como si estuvieran allí abandonadas, ajenas a todo dueño.

La otra, fina y firme, descolorida, se relajaba en una postura cómoda, pero bien se adivinaba que bajo la piel tersa había músculos y sangre y que las manos tenían nervios que las hacían prodigiosamente elocuentes con sus palmas anchas, generosas y violentas. Miraba a la hermana con la renovada sorpresa de hallar sobre ese rostro expresiones que eran de la muerta, mimetismo comprensible por una convivencia de años. ¿Cómo podía el tiempo haberle dado gestos, actitudes de tía Odilia, a ella, generalmente tan borrosa, tan vacía, tan de material humano sin nada que plasmar?

Su mirada verde pareció al fin atraer la otra. Los párpados se levantaron y unos ojos grises aparecieron huidizos.
--Voy a salir --dijo la quo no llevaba luto.
--Tan tarde...

--Sigue gustándome andar de noche.

--Te esperaré.

--Prefiero que me des la llave.

--No, no. Te esperaré..., hasta la hora que sea..., aunque esa hora sea el amanecer...

María Fernanda la miró, pronta a decir algo hiriente, porque en esa forma cortés de negarle la llave sentía la influencia de la muerta. Pero era tal su rostro de súplica, de "déjame que te espere, porque eso me hace feliz", que sonrió, súbitamente iluminada por la blancura de los dientes; se alzó despaciosa y dijo:

--Como quieras... Pero no será extraño que para recordar otros tiempos salte la verja, dándote la sorpresa de estar de nuevo junto a ti sin haber tocado el timbre... Hasta pronto.

Andaba a largos pasos, elásticos, llenos de gracia. Antes de salir se volvió y agregó, maligna a pesar suyo, comprobando un hecho, porque ahora sí que en la boca de María Ernesta parecía haberse modelado la boca de tía Odilia:

--Tienes exactamente la misma cara que "ella" cuando barruntaba que iba a escaparme... --y salió.

 

 

Se quedó sola en el enorme comedor. Inmóvil. Como si las palabras de María Fernanda la hubieran vuelto de elementos minerales. La misma cara que "ella"... Levantó la barbilla con un brusco movimiento y una mano se crispó empuñada. Como "ella", como tía Odilia. Con, razón lo decía María Fernanda. Porque estos dos movimientos que acaba de hacer eran calcados de aquellos con que tía Odilia preludiaba su ira. Y se relajó, empequeñeciéndose, como un montoncito miserable sobre el sillón, acongojada, con el pecho encapotado de lágrimas, porque a cualquier persona querría ella parecerse, menos a tía Odilia.

¿Cómo, queriéndola tan absolutamente, no lograba parecerse un poquito que fuera a María Fernanda? Ella, que la oía con un embeleso extático, que cuando veía que la risa le atirantaba los ojos y se los hacía como de chinita, sentía que el universo era pequeño para su gozo, que la miraba andar segura de que el equilibrio de los astros dependía de su ritmo. Y en vez de parecérsele...

Cada vez se entendían menos. Sin enojos, sin palabras explicativas. Pero es que nada tampoco las hacía aproximarse. María Fernanda estaba en su mundo. Ella en el suyo. Paralelas. Y era vana su esperanza de que ahora pudieran ser de nuevo como antes, como antes de..., sí, antes de que María Fernanda... No quería precisar el hecho, el hecho de que María Fernanda..., y movía de uno a otro lado la cabeza, para no dejar que entrara en ella esa imagen que la rondaba y que no quería aceptar, porque era como aceptar voluntariamente la pesadilla.

Miró el alto reloj de campana, viejo y precioso, cuyos punteros iban a marcar las once horas. Esperó. Y las campanadas cayeron quejumbrosas en el silencio, salidas de las entrañas mecánicas como si el trabajo de marcar el tiempo se les hiciera cada vez más difícil.

Las once en aquella casa era el momento del sueño. Desde siempre. Porque hubo una voluntad --que parecía haber existido aun antes de que un cuerpo humano la albergara--, fuerza imperiosa, definitiva, que rigió los destinos de la casa, de sus habitantes, como piezas de un instrumento dócil. Una voluntad que tan sólo María Fernanda supo afrontar. María Fernanda. Antes María Fernanda, ahora Mari Fernán... Mari... Fernán...

Tic tac, tic tac, Mari... Fernán..., tic tac, tic tac...

Bruscamente se puso de pie y atravesó el comedor. Junto a los conmutadores eléctricos se detuvo y con un súbito impulso infantil fue girándolos todos para encender por completo las luces.

"Comedor de palacio --se dijo, repitiendo la frase que a veces solía decir la muerta--. Comedor de palacio que bien pudiera ser de reyes... y que es mío, mío, mío..."

Y a la vez que decía "mío", iba encendiendo nuevas luces. Alegre, con ganas de zapatear, de girar sobre sí misma, de dar gritos repitiendo ese "mío", inarticulado como llamada que por los aires campesinos rubrica el holgorio maceril.

Tuvo una. idea: encender todas las luces de la casa, abrir todas las ventanas, todas las puertas, correr todas las cortinas y esperar a María Fernanda como celebrando una fiesta.

--Faltarían las flores, pero no importa. Basta la casa iluminada-- murmuró.

La casa toda en silencio, toda en el sueño, y ella de pieza en pieza, de piso en piso, encendiendo las luces, corriendo las cortinas, abriendo las ventanas para dejar que por el parque se extendieran estrías amarillentas. Hacía años que no disfrutaba de una alegría mayor. Entraba a un salón, encendía las luces, desparramaba por su contorno una mirada de gris desteñido, decía:

--¡Mío! Todo es mío. ¡Mío! --como niño que comprueba los tesoros de su pieza de juego.

Subió la escalera y desde el descanso en que se abría en dos para alcanzar la galería alta, miró el hall, los salones, el escritorio, el billar, la biblioteca, el comedor, todo iluminado, esplendiendo los oros y los cristales, los mármoles y los bronces, reflejando los espejos, el infinito de los lagos inciertos en sus superficies encontradas, mostrando sedas, terciopelos, cueros, taraceas, pinturas, tapices, esculturas. Y todo era suyo e iba repitiéndolo a cada paso que ahora daba para alcanzar el otro piso.

Parecía obedecer a una consigna: encender luces, avanzar por los pasillos, por las habitaciones; encender luces, abrir puertas y ventanas, correr cortinas. Una consigna que nunca nadie le ordenara. Que ella seguía porque sí. Para su propio placer. Para poder decirle a María Fernanda: "Te he esperado con la casa iluminada como en fiesta. Porque aunque tú no lo creas, aunque yo no logre decírtelo, para mí es una fiesta que estés en la casa, que hayas querido venir a verme, a pasar estos días conmigo, como antes, como antes de... Y todo lo que he sufrido, bien pagado está con la alegría de tenerte en la casa que es mía y que se ha iluminado para esperarte a ti, María Fernanda..."

 

 

A veces a ella le gusta contarse esa historia, hecha de retazos de imágenes, trozos de recuerdos pacientemente unidos, rompecabezas que suplió al otro de los niños felices y que ella no tuvo nunca.

 

 

Había una vez dos hermanas, una se llamaba María Fernando y la otra María Ernesto. Una era rubia, alta y tenía los ojos verdes. La otra era pequeña, flacucha y tenía los ojos grises. La madre murió al darlas a luz, porque, aunque tan distintas, eran mellizas. El padre se fue a un país lejano, lleno de nieve, y nunca más volvió ni hubo noticias de él, hasta que, por una carta llena de sellos y de rectificadas direcciones, años después se supo que había muerto. Mucho antes de eso, a María Fernanda y a María Ernesta las había sacado tía Odilia del asilo en que las dejara el padre, llevándoselas a la casa en que vivía con su achacoso y rico marido, sin hijos, orgullosa, dura y avara. Porque no era posible que en el mundo se dijera que tenía abandonadas en un asilo, merced a la caridad pública, a las dos hijitas de su única hermana.

La existencia de las niñas fue triste. Nunca tuvieron la sonrisa de una ternura para arroparse, ni la canción de una caricia para dormirse ni la libertad de una aquiescencia para ámbito de un juego. Vivieron metidas en la disciplina, en el estudio, en el casillero del horario, limitadas de admoniciones, con la voz de tía Odilia podando todo impulso, hechas a semejanza de lo que ella imaginaba que debía ser la criatura perfecta. Al norte un "no", al sur un "imposible", al' este, 'un "nunca" y al oeste un "jamás". Así pasaron los años hasta que un día...

Para María Ernesta la sumisión era una naturaleza. Silente y sin movimiento, ahí se quedaba, hasta que le daban orden de pensar y de actuar. Era entonces lo que tía Odilia quería que fuese. Pero con María Fernanda tía Odilia tenía trabajo mayor.

Que eran una voluntad frente a otra y, la niña no se doblegaba y menos se doblegaba al avanzar por la adolescencia. No valían ni amenazas, ni gritos, ni castigos, ni las tremendas palizas que le infligían por mano de la vieja Chaparra, india "criada en la casa" y como instrumento a las órdenes del ama.

--¡Lo que gasto con ustedes! Cientos de cientos en vestidos, en zapatos... y el vagabundo de su padre rodando tierra, como si no tuviera hijas --clamaba tía Odilia

--¿Para qué nos recogío? Vagabundas nosotras también seríamos más felices--decía María Fernanda.

Y era imposible hacerla callar, que no dijera justamente lo que debía contestarse; pero que no podía decirse, sino pensarse, y eso cuando se estaba sola, por si se hacía el pensamiento transparente y tía Odilia podía verlo.

--Tienen que ganarse el pan que comen, lo que me cuestan. María Ernesta debe lavar, planchar y zurcir. María Fernanda...

--Conmigo no cuente..., es completamente inútil que disponga lo que debo hacer, porque no pienso hacer absolutamente nada.

Y era inútil, en verdad. No servía nada: Ni siquiera el ruego de María Ernesta despavorida, ni la súplica de tío Pedro, viejito, tembloroso y entregado sin remedio al imperio de su mujer, que lo agarró por los sentidos al filo del mediodía, demonio que dicen y que él pensaba que era cierto que ataca al hombre y lo entrega sin defensa a su dominio. Y que quería paz y que sin fuerzas ni antes ni ahora para enfrentar a su mujer, amonestaba a María Fernanda, a la par que le pasaba por la voz un súbito temblor de admiración y tenía que aferrarse a los forros de los bolsillos de la bata para que las manos no se le fueran a acariciar a la muchachita, diciéndole que no dejara de ser como era, sino que fuera siempre así, brava para defender su personalidad y ser ante todo ella misma.

No sirvió nada, ni siquiera los golpes de la vieja Chaparra, porque un día tuvo María Fernanda más fuerza que ella y le retorció las muñecas, haciéndole lanzar largos aullidos de fiera herida, por las montañas dando a los ecos sus lamentos. Fue cuando la amenazaron con el reformatorio. Por orden de juez. Como ponerle una losa de infamia. Pero María Fernanda dijo:

--Háganlo y le cuento al juez lo que pasa en el escritorio de tío Pedro de diez a doce.

--Fuera de mí casa... Víbora... Chantajista...

--No, fuera de esta casa por ahora no salgo; será casa de usureros, pero por el momento no quiera dejarla. La dejaré cuando "yo" quiera.

No quería irse porque no estaba segura aún de su porvenir. Estudiaba. ¿Cómo? Lo sabía tan sólo María Ernesta, aterrorizada bajo las cobijas, esperando su regreso con el corazón alocado golpeándole en los oídos. Se iba tranquilamente, cuando llegaba la hora del reposo, por sobre la verja, como un animalillo rapaz saltando y así de fuerte y silencioso. Para asistir a la escuela de arte dramático. Allí estaba su vocación. Un año, dos años, tres años...

Una noche le dijo a María Ernesta:

--No me aguardes. No volveré. Me voy, me han contratado. Dejo una carta. Si pretenden hacerme volver, les hago un escándalo delatándolos como usureros. Que me dejen tranquila en mi camino... --se inclinó a besarla levemente--. Que seas feliz en lo tuyo, María Ernesta...

Y no volvió. Y nada hicieron para retornarla. Y se borró su nombre de la lista de los familiares.

Tenían diecisiete años.

Quedó sola María Ernesto, frente al rencor de tía Odilia, porque algo, alguien en la vida se había hurtado a su dominio. Algo que ella creía propio, como propios eran los inmuebles, los fundos, los bonos, las alhajas el marido, la servidumbre, María Ernesta. Un rencor para siempre.

Un día y otro formaron mazos de apretados calendarios de tiempo sin color. Uno tan sólo se tiñó de negro, porque murió tío Pedro.

Y nada más, fuera del tono levísimo de ansiedad en espera de la apertura del testamento que dejaba a tía. Odilia heredera única de toda la fortuna. Y después otros mazos igualmente incoloros.

Lavar, planchar, zurcir. Y estarse quieta, aguardando la voz que daba la partida a todos los pensamientos y a todos los movimientos.

¿Y María Fernanda? Un día tocó la casa, contra las puertas, sobre los vidrios, botando y rebotando como pelota de goma empecinada, la noticia de que María Fernanda era ahora Mari Fernán, la actriz. Se decía de ella... que si el ministro..., que si vivía..., que si el dinero... que no era cierto... Y su retrato y lo que opinaba, y sus proyectos y sus viajes. Mar Frenan. Mar Frenan en cada segundo como un tic tac de corazón, metida en la sangre del tiempo.

Mar Frenan, la hermana, mi hermana, y ella, María Ernesto, sin orillas en la niebla de la monotonía, lavando los días y repasándolos prolijamente, uno y otro y otros, todos idénticos. Mari Fernán que vivía con un hombre, joven como ella, apoyada en su costado, apoyada en boca cuando el amor los enlazaba y fundía, conociendo lo firme de un brazo por almohada y pudiendo cautelar el abandono, lo inerme del dormido y apartar con limpio gesto de terneza el pelo caído sobre una frente. Mari Fernán, rebelde y tranquila, con las manos dadivosas y la tenacidad relumbrando en los ojos, Mari Fernán.

Otro día se tiñó, pero no de negro, sino de morado, de lenta agonía, de media muerte, que tía Odilia luchando con la parálisis perdió tan sólo la mitad de sí misma. La cama, la invalidez, la necesidad de una enfermera. ¿Enfermera? No. María Ernesta, chiquita, flacucha, pero que no se sabía de dónde sacaba fuerzas. La agonía de años, de defender cada músculo. Batallando María Ernesta con la solapada malignidad, son la sordidez, con el rencor, con las súplicas, con la desesperación, con las noches blancas de luna alucinada de insomnio, llorando por las curvas de la angustia, resbalando por vertiginosos países de hielo, patinadora de la vigilia, con los párpados siempre abiertos fijos en el punto en que está el sueño de tía Odilia y en que el suelo no llega, oyendo su ¡ay! que no soporto más, y ¡ay! que no me martiricen, y ¡ay!...

A veces tía Odilia murmuraba con voz que salía de melosas zonas de soborno:

--Para ti será todo, tan sólo para ti, que has sido buena, que me has cuidado, que estás conmigo, y no como la otra. Perdida...

Para María Ernesta. Sí. Los inmuebles, los fundos, los bonos, las alhajas. Todo.

Y lentamente, insinuándose en ella la conciencia de que lo que hacia hasta entonces, obra de su alma de servidumbre, se empieza a. realizar a cambio de un futuro. Que es como ir colocando en un banco la abnegación, el esfuerzo, el desgaste, el anularse en esa voluntad exasperada. Todo eso se convierte en una reserva de oro.

A veces, desesperadamente, quería reaccionar, ser como antes, buena porque sí.

--Porque soy tonta... --dice, repitiendo la vieja frase de su viejo desconsuelo, cuando se encontraba sumisa al lado de María Fernanda que defendía su libertad a grito herido. Pero era vano, caía de nuevo en la especulación, en que el porvenir con la fortuna de tía Odilia bien valía la entrega de su juventud y de su libre albedrío.

En una ocasión se sorprendió pensando: "¡Que se muera de una vez! ..." Fue tal la frenada que dio a su pensamiento que se halló de pie, rígida, con la boca abierta y los ojos espantados mirando sin ver. Se hundió en la desesperación, cada vez sintiéndose más miserable, rescatando el mal pensamiento a fuerza de un cuidado alerto junto a la enferma, imponiéndose sacrificios, penitencias de estarse de rodillas junto a la cama la noche entera, desfallecida, con los músculos tan doloridos que terminaba por no sentirlos, hasta el instante de alzarse y caer y volver a alzarse trabajosamente, para lograr la recuperación del movimiento tras muchos ensayos.

--Ponme otra inyección, ¡ay!; que me tengas lástima, ¡ay!; que no importa lo que diga el médico, ¡ ay! ; que no puedo soportar más dolores, ¡ay! --gemía tía Odilia entre tanto.

 

 

La historia siempre empezaba lo mismo:

--Había una vez dos hermanas...

Pero a poco de irse proyectando en su memoria, nuevos detalles, nuevas escenas íbanse agregando a las otras, modificándolas, dándoles mayor realce, tan vivas algunas veces que se detenía con la absoluta certeza de que alguien que no era ella repetía en alta voz esas palabras que alguna vez pronunciara María Fernanda o tía Odilia. Como también acontecía que hablara a media voz, no ya evocando los recuerdos en su mente, sino que haciéndolos más tangibles por la magia de la palabra.

Y sonreía, tristemente, porque era el hablarse a sí misma viejo hábito de su soledad, manera de hacer que su tremendo abandono tuviera siquiera la ilusión de un oído amigo para recibo de confidencias.

¡Cómo se le embarullaba el día de la muerte, eso definitivo que significaba un pañuelo en torno de la cara, los párpados que no querían cerrarse y la bata, que se sorprendió aterrorizada pensando que era muy ligera y que tía Odilia iba a tener frío! Y cuando ella dijo, sin saber lo que decía:

--¡Qué cansada estoy!

Cuando dijo eso sin conciencia, su súbita conciencia de que a su alrededor las gentes la miraban serviles, entregadas a sus deseos, rodeándola de solicitud, preguntando, diciendo:

--¿Qué quiere? Beba este cordial. No, no, es preferible que tome leche. Que no, que es mejor el cordial. Pobrecita mi alma... Tan cansada, deshecha por los meses de cuidarla... Que se tienda un rato. Que entornen ese postigo. Que no vea cuando sacan el cajón. Que le pongan agua de Colonia en la frente.

¿Pero quiénes decían todo eso?

Gentes desconocidas, rostros borrosos, superpuestos unos a otros, vertiginosamente. Tal vez amigos de tía Odilia. Tal vez familiares de tío Pedro. Todos mirándola con ojos perrunos. ¿Por qué?

¡Ah! Sí. El testamento. El codicilo (una nueva palabra). Cadicilo. Que para ella significaba una fortuna.

 

 

Era delicioso preparar esa sorpresa para María Fernanda. Más luces, ya todo este piso también iluminado, las ventanas abiertas y los árboles meciendo su canción de hojas y un grillo empecinado en sombra en ser el corazón de la noche. María Fernanda entrando en esa casa que era su casa de ella, de María Ernesto, toda iluminada en su honor como si fuera una reina.

"Porque yo soy solamente una pobre criatura --se decía--, una buena tonta, un ser chiquito, únicamente grande para quererla. Que ella sienta que está en su casa, que no importa que sea mía, porque yo se la doy, sin esperar que ella me cuide ni se desgaste en la espera de que una hora en la noche sea al fin la hora del sueño, sino así, dándosela, iluminada, para que se sienta como una reina en "una casa de reyes".

--¡Ay!

¿De dónde ese ay? ¿Había resonado dentro de ella, fuera de ella, como a veces sentía voces, o era tía Olida que se quejaba, como otras veces, porque todo aquello no era sino un sueño y no estaba muerta, ni era ella la dueña de la fortuna, ni se había ido María Fernando a dar un paseo por la noche, ni estaba allí encendiendo luces para esperarla como si fuera la reina de un cuento?

--¡Ay!

 

 

Su propio grito colocó a María Ernesto al borde de la mesa.

Se miró las manos, quiso moverlas y no la obedecieron los músculos. Tuvo la sensación de que no eran suyas, que ella terminaba al borde de los brazos, al final de las mangas negras del traje. Y que esas manos que aparecían allí y que no eran suyas iban de pronto a colocarse sobre una repisa, manos de cera, de maniquí de manicura, de ortopédico. Manos en una vidriera, entre flores, sobre un cojincillo de raso, rodeadas de frascos de barnices, junto a muletas, con luces, con muchas luces, con las luces todas de una casa iluminada --"casa como para reyes"--, y, ella, María Ernesta, encendiendo más luces, más luces, más... ¡Ay!

--María Ernesta...

--¡Ay! ¡Qué... qué...! ¿Quién es? ¿Qué pasa?...¡Ay!

--María Ernesta, hijita, no te asustes, no me mires así; soy yo, María Fernanda, no me mires así...; soy yo... ¿Te asusté?

--No, no, no es nada...

--¿Para qué te empecinas en esperarme? No estás acostumbrada a trasnochar, como yo...

--¿Como tú?. Sí, tienes razón, como tú no he trasnochado nunca. Perdón, María Ernesta... Bien sé cómo te has deshecho velado junto a una enferma...

--No me lo recuerdes.

--Perdón de nuevo.

¿Qué podrá acercarlas? El reloj, trabajosamente, saca de sus entrañas unas campanadas para depositarlas al filo del amanecer. María Fernanda dice sin mirarla:

--¿Te veré antes de irme? Debo salir muy temprano para estar a la hora del ensayo en la ciudad.

María Ernesta siente el impulso de prenderse a su cuello, volcando sobre ese pecho todas las lágrimas que una nube dolorosa está empezando a lloviznar dentro de ella. Aprieta las manos, junta fuertemente las palmas. Baja los párpados y ensaya íntima, trabajosamente, la frase que va a decir, la repite dentro de sí hasta lograr pronunciarla en voz alta sin vacilaciones:

--Te despediré mañana. Buenas noches, María Fernanda. ¡Que descanses!

La hermana contesta distraída:

--Buenas noches, María Ernesta --y sale, dejándola abandonada en la blancura sin misericordia de una luna de angustia

 

 

Tic tac, tic tac. ¡Cómo le duele el corazón!, ¡Cómo el reloj dilata en el silencio su jadear de alambres! ¡Cómo el grillo golpea en la ribera de la noche! ¿Es que su corazón se mueve en el tiempo, midiendo la circunferencia de la desesperación, al borde de la sombra en que hay una casa iluminada y María Fernanda, no, Mari Fernán, se evade hacia un mundo sin manteles para el abandono de unas manos, manos de cera, de maniquí de vidriera de manicura, de ortopédico, entre luces, luces, luces y un tic tac, tic tac que la hace oscilar por los aires?

¿A quién hace oscilar? A María Ernesta, María Ernesta en "un palacio para reyes", en el límite de un grillo, con un reloj que es una luna y un mantel blanco que marca las horas, una hora, la hora, la exacta hora en que se va María Fernanda, en que hay que ensayar palabras que no tiemblen, que se coloquen una, tras otra en el aire, pájaros en un hilo telefónico...

 

 

Una hora, dos horas, tres horas... La hora en que María Fernanda se va... ¡Que se fue María Fernanda, Mari Fernán! Y que estoy sola, ¡ay!, y que por qué los sueños no son sino sueños y no pueden permanecer quietos y tangibles, como un mueble, como una mesa, como está la mesa con el mantel blanco, con María Ernesta al lado con las manos juntas por las palmas, en una postura incómoda. María Ernesta que se levanta y pone el mismo cuidado que cuando pequeña en no pisar los faisanes de la alfombra y camina a pasos irregulares y en puntillas.

Maquinalmente coloca en su sitio una mecha de pelo que le cruza la frente. Como le cruza por la sangre el pavor de queda casa esté a obscuras, sumida a las sombras de la noche.

 

 

 

BRUNET, Marta. La casa iluminada. Raíz del sueño. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 146-155.