>>Regresar

ENCRUCIJADA DE AUSENCIAS

 

Las calles enmarañadas y serpenteantes caían violentamente por el flanco de la la loma al mar. Al mar no, pero sí a la avenida costanera que seguía el caprichoso dibujo de las playas y de las rocas, límite para su combate, para su tableteo, para su lengua salina y familiar, para el liquen y las algas desflocados en la baja marea. Mar verdiazul, verde-gris, verde-negro. Las curvas del asfalto marcaban su soledad al borde de la prima noche. La loma aupaba las casas metidas en el centro de la fragancia.

La mujer tenía la sensación de que el viento había apoyado una fuerte mano en su cintura, como mano de hombre enamorado que jugara a irla empujando calle abajo, obligándola a apresurar el paso, risueña y escandalizada, porque aquello no estaba bien a sus años... Levantó la cara y volteó la cabeza, que ese mismo viento le echaba en desorden la melena por los ojos y así buscaba que en vez de desordenársela y enceguecerla, se la peinara en su sitio, dejándole libre la visión de la calle, que ya terminaba en la costanera. Allí podría de nuevo, tomar su ritmo, su andar mesurado, su continente discreto.

Pero al llegar a la costanera, otro viento contrario la tomó de frente, y toda ella fue un revoltijo de pelo alborotado, de faldas arremolinadas, de blusa tremolante. No sabía a qué atender, siempre risueña y escandalizada, loco el corazón y echando en contorno miradas de azoro por si alguien la veía. Pero no se divisaba a nadie y eso la tranquilizó y, le hizo desentenderse de la falda, de la blusa, de la melena, y, seguir andando cara al viento, que ahora era una sola fuerte ráfaga que debía horadar, proa obstinada que no desvía ruta.

Mano de hombre enamorado jugando a empujarla... Ahora mano de hombre, también enamorado, que la acariciara entera, probablemente más eficaz que la propia mano humana. Sí, probablemente... Porque ¿cómo iba ella a saber identificar la mano de un hombre enamorado, ni sobre su cintura, ni así, dedos largos en sus sienes, resbalando hasta la intimidad cosquillosa de los pies?. Ella, sí, ella, ¿qué sabía de todo eso?.

Bruscamente se detuvo, bajó las faldas, se arregló la blusa, peinó mal que bien los cabellos. Y empezó -de nuevo a andar, como andaba ella siempre, a pequeños pasos, un poco tiesa, los codos apretados a las caderas, la cabeza levemente inclinada. Había agarrado su pensamiento -- no quería obsesionarse pensando en los cómo, dónde y porqué, regidores de su: existencia--, lo mismo que se agarra una prenda sucia y la había tirado lejos, con esa instintiva repulsión que de pronto se siente por algo que se llevaba puesto hasta un instante antes-conciencia súbita de lo no limpio y que lo hace intolerable.

Su pensamiento de cómo iba ella a saber de mano de hombre sobre su cintura. Era absurdo... ¡Si nunca la tuvo cerca, no ya en impulso amoroso, ni siquiera en el gesto que marca una protección amistosa o familiar!

¿Qué había en ella que así la aislaba?

Desde muchacha vivió comprobando a su alrededor una zona invisible que los demás tendrían que atravesar para acercársele. Miraba, con una especie de recelo el grupo lejano o cercano a ella, pero siempre del otro lado de esa zona que era como su aura. De pequeña no lo notaba, silenciosamente viviendo su múltiple mundo de imágenes, sin preocuparle mucho ni poco lo circundante. Después, en el colegio, tuvo de súbito la revelación de su aislamiento frente al grupo que se entregaba al estudio, al juego, a la holganza, al diálogo. Pero lo inquietante de ese aislamiento se lo dio la otra edad, adolescencia y juventud tan sin límite divisorio que forman un solo ciclo de persistente esperanza. Sí, cuando vio que del grupo, mágicamente, iba separándose una, llevada por la mano del amor, pareja humana dentro de una atmósfera propia, seres que se amalgamaban y se iban por una órbita común, llenos de sol de dicha. Así se fueron las hermanas, las compañeras, las conocidas.

De pequeña no lo notaba. En el colegio le fue indiferente. No le era fácil el estudio, pero machacaba con tenacidad en un tema, hasta molerlo y meterlo en la memoria como parte integrante de ella, y para siempre.

Fue la alumna orgullo del colegio. Orgullo que estaba a su lado, sustancia que se le hizo notoria y grata. Se valorizó y se estimó. Fue también entonces cuando empezó a analizar por contraste la paralela que resultaba su situación en el colegio, alumna con todos los honores, y su situación dentro del grupo, aislada de sus hermanas y sus' amigas de ellas, que no suyas, todas cuchicheando deliciosas y mínimas confidencias, súbitamente silenciadas a su aproximación, que no las hacía silenciosas y hostiles, sino silenciosas y lejanas. Casi la halagó el hecho al principio, que creyó una especie de respetuoso homenaje, pero que después se le tornó antipático y que terminó por provocar voluntariamente por verlas ante ella como peces fuera de su elemento.

Cuando notó en sí el repetido mecanismo de esa venganza, la juzgó miserable y las abandonó despectivamente, perdidas en sus puerilidades. Se refugió, como niña, en el mundo de sus imaginaciones, al que sumaba ahora el del estudio y el prodigioso de las lecturas.

La posesión del bachillerato, la vuelta a la casa paterna, el contacto continuo con los familiares, los silencios, las miradas, las súbitas inflexiones de las voces que subrayaban una intención, lo entredicho, las asociaciones de ideas, todo ese trasmundo, fondo del otro en que ella seguía sola, se le hizo al fin intolerable. Pero crecía dentro de ella, profundo como raíz que estuviera en su sangre y que necesitara de una tierra que sólo allí, en la realidad que vivían los otros, podía alcanzar, el impulso que la empujaba a acercárseles, a tratar de salvar la zona de su aura.

No. No era eso tampoco. ¿Por qué no decir, por qué no decírselo a ella misma? Lo que la inquietaba, lo que intensamente en su ser removía raíces, era la violencia vital que las quería enlazadas a otras, trasmutadas en la pareja humana yéndose por la huella milenaria de su destino. Al margen siempre. ¡ Sola! ¿Por qué nunca, nunca, nunca --la triple negación le martillaba dolorosamente adentro un hombre no se le acercara? La tenían por bonita. Se miraba, y el reflejo de su imagen le decía que lo era. Sí, unas pupilas indagaban detalles, las suyas propias, en busca de los porqué. Bonita, alta, firme, tal vez-un poco rígida, tal vez un poco seria, tal vez con la mirada demasiado sostenida y como adentrándose por el alma de las gentes, buscando también los porqué, los dónde y los cómo de su vida recóndita. ¡Siempre sola! Viendo la amistad, la ternura, el amor, la costumbre, formar parejas. Viendo su trayectoria feliz o desgraciada.

A. veces, transida de angustia, se palpaba buscando lo que hacía huir a las gentes. Porque no era cosa de espíritu, que su disciplina era tenderse a los demás como un puente de cordial comprensión, y tenía que ser algo físico, como físico era el frío seco de sus labios, que a veces debía humedecer para separarlos de los dientes donde adherían marcando un duro rictus.

Fue cuando murió la madre y quedó sola en la gran casa costina. Sí, cuando las hermanas, casadas todas, decidieron dejársela para que la habitara, a ella, que le gustaba tanto la vida solitaria del pueblo. Era, además, la única soltera, y ellas tenían con la dicha del hogar la holgura de una fortuna. Dejarle la casa. Que era como ponerla oficialmente en posesión de la soledad.

Cerró entonces las puertas a toda esperanza, porque la madre --viejecita y adorable, aunque como los demás, ajena a ella-- era el motivo que la unía al grupo. Cortó amarras, no para echarse por mares altas, dueña de su timón, sino para quedarse a la vista del puerto, mirando el vivir de los otros, sufriente, sublevada contra todos y sí misma, que nunca los porqué, los dónde y los cómo de su fracaso se le aclaraban en respuestas satisfactorias.

Dueña de su soledad... Como si en el fondo no fuera sino una criatura hambrienta de compañía, sin un mendrugo ni de amistad ni de amor para su boca ávida. ¡Cómo era de insistente la afirmación "ni de amistad ni de amor"! ¡Cómo le dolía! ¡Cómo caía dentro de ella, dando retumbos! Ni de amistad ni de amor.

Amistad. Amor. Ni mujer ni hombre a su lado. Nunca. A veces alguna hermana le decía:

--Feliz tú, que puedes hacer lo que quieres... No sabes qué belleza es la soledad...

Ella la miraba atónita. Sentía que decía eso, no a ella, sino como al viento, como palabras que desbordan y rebotan por anchos espacios. A veces agregaba la hermana:

--Tú eres tan fuerte... Por eso has podido conservar la independencia...

También como si no le hablara a ella. Como si hablara palabras á las que asignaba distinto significado. La felicidad de la soledad... Su fortaleza...

Seguía mirándola, ansiosa de decir, de explicar, de gritar su protesta. Pero si ella era el ser más desgraciado... Más sin defensa... Más lleno de desesperada angustia... ¿Cómo no lo veía?

La hermana hablaba igual que si estuviera sola. A sí misma también. Ella quería decir, explicar. Era inútil. Estaba entre ambas su aura, la zona negativa. Y la hermana se iba, vaciada, alivianada, sin recordar lo dicho, humo que desborda, que se disgrega y desaparece.

Y ella se quedaba allí en su soledad y en su fortaleza... ¡Casa roída por termes, muros engañadores, y que en cualquier momento se harían polvo sobre el polvo!

Una tímida esperanza se colocó al borde de la cuna de los sobrinos. Pudiera aquello ser la salvación. Le dijeron:

--Ten cuidado... Tienes las manos muy duras. No sabes manejar a un niño.

También hasta allí se extendió la zona del aura. Porque nunca logró aproximárseles, atraerlos, hablar su clave. Se obsesionaba buscando fórmulas, proyectando escenas, ideando diálogos. Y cuando iba a vivir su ensueño, la realidad se lo escamoteaba como un prestidigitador los banderines multicolores.

Volvió a sí misma y ahí se quedó, vencida y agazapada, vieja de alma en cuanto la vejez tiene de ausencia de impulsos, de rebeldías, de esperanzas. Caída irremediablemente.

Los niños volvieron la familia a la casa. Que era tan grande, que se oreaba de viento marino, látigo salado sobre los grandes árboles e introduciendo por las persianas su fino silbo. Con las playas para pataleo de su gozo.

¡Tanto daba! El margen era siempre el margen...

La costanera curvó un violento ángulo. Iba siempre rígida, pegados los codos a las caderas, con la cabeza un poco gacha. No vio la bicicleta sino cuando la tuvo encima. El ciclista hizo un viraje del cual apenas si logró enderezar la máquina, y siguió su camino. Ella tuvo un segundo de terror, de enloquecimiento, de certidumbre de hallarse con la muerte o con algo más oscuro y tremendo que la muerte: con la herida y la supervivencia miserable. Todo en ese segundo... En ese segundo en que apareció el ciclista, en que alguien tiró de ella bruscamente hacia un costado, en que el ciclista se desvió y en que ella se halló temblando, fría la cara, húmedas las manos, frente al desconocido que la miraba, bondadoso y solícito.

Fue ella la que habló primero:

--Gracias... Si no es por usted...

Él contestó con una sonrisa apenas insinuada.

--Me vi bajo las ruedas... --agregó, tratando de afirmar la voz.

Lo miraba sin darse cuenta de la fijeza de sus pupilas, metidas en las del desconocido, y desesperadamente preguntándose dónde las había visto antes, tan límpidas en ese noble rostro como gastado por la fatiga. Sí, ¿dónde?

Dijo, maquinalmente:

--¿Quiere acompañarme? Estoy demasiado asustada aún para ir sola.

No contestó, pero continuaba sonriendo, aquiescente. Desasió ella las pupilas de las otras y empezó a caminar, súbitamente inundada de una indecible felicidad al comprobar que el desconocido iba a su lado.

La costanera seguía bordeando el mar que estaba abajo, más allá de montones de grandes peñascos amasados por la sombra, rocas de cataclismo, y las olas por sobre ellas levantando surtidores de espuma, regalo, que el viento traía en rocío hasta la cara de la mujer. Más allá el mar se iba perdiendo en el azul violáceo de la noche y por el cielo los tachones de las estrellas, mostraban prolijas facetas. En la loma algunas casas encendían sus luces.

La mujer tenía la sensación de estar viviendo un sueño que se sabe sueño. Filo de la conciencia que se podría traspasar, esfuerzo que no se hace porque el mundo del sueño es el de la dicha. Alguna vez ella anduvo así, silenciosamente junto a este desconocido --tuvo un sobresalto al decirse "desconocido", porque no era un desconocido, sino la materialización de una figuración cotidiana--, al borde del mar, oyendo el silencio tras-mutado en juego de las olas y el viento.

Sin angustia. Sin que el aura negativa formara vallas. Sin terror a no comprender lo que iban a decirle. Sin el prejuicio de no ser entendida su respuesta. Como flotando. Como si el viento que de nuevo apoyaba en su cintura las fuertes manos y la empujaba fuera el elemento que por caminos de eternidad la llevara para siempre.

Se volvió a mirar al desconocido. Desconocido, no. Dijo:

--¿Usted se llama Carlos, verdad? ,--porque en sus figuraciones el hombre se llamaba Carlos.

Bajó la cabeza, asintiendo.

--Yo me llamo Elisa. Usted sabía que me llamo Elisa, ¿verdad?

Siguieron andando. Al mismo paso, al mismo ritmo. Como mecanismos gemelos. El viento le puso en los labios una gotita de agua salada. Sonrió paladeándola. Se volvió de nuevo para hablarle.

--Carlos es un bonito nombre --y sonrió insistentemente, porque aunque sabía que eran tontas palabras, resultaba delicioso dejar volcarse todo el cúmulo de nonadas que la vida almacenara en ella.

Él sonrió también, mirándola, y así, siempre al mismo paso, prosiguieron andando a la vez que ella comenzaba a devanar una interminable confidencia, hilo de palabras que parecía ir de su corazón al corazón del hombre.

 

 

Volvieron a verse. Cada tarde ella salía de la casa --de la gran casa en que el verano obligaba a los pájaros a escuchar la parábola de las risas infantiles--, y con expresión distraída se iba por la calle que violentamente caía de la loma al mar. Al mar, no a la costanera, para seguir ese camino, justo hasta el recodo aquel en que en vez de la muerte halló otro destino esperándola. Y que la esperaba ahora, hombre paciente y risueño, silencioso y cercano.

Salía de casa como si no fuera a ninguna parte determinada. Que pudiera ser ir hasta la verja. O dar una vuelta a la manzana. O mirar la última rosa abierta en el asombro de la tarde. Antes de salir pensaba en cómo andaba ella "antes". Ensayaba en su habitación: el paso corto, los codos apegados a las caderas, la cabeza un poco inclinada. Y salía después de ese ensayo sorteando a las hermanas, a los cuñados, a los sobrinos, a la servidumbre. Porque ella: tenía que ser como siempre para no inspirar sospechas. Porque había que mantener el misterio en torno a sus paseos. Que no era cosa que cayera el secreto en medio de los demás y los instara a hacer preguntas. "¿Quién es? ¿Dónde lo, conociste? ¿Por qué andas como a escondidas con él?"

En verdad lo único que sabía de él era el nombre por ella adivinado. Siempre pensaba en provocar sus confidencias, en dejar que fuera él quien largamente hablara. Pero el propósito se quedaba tan sólo en eso, en propósito, porque apenas en su presencia y empezaban a andar, entre los silencios en que la mirada clara le decía tantas cosas de ternura y comprensión, era ella quien iba diciendo su vida con una interminable embriaguez de detalles.

"Hoy lo dejaré hablar... Le diré que me cuente su infancia... Que me diga si en ese entonces prefería robar nidos o mirar el alto vuelo de los pájaros... Que me pinte la sonrisa de su madre..."

Pera era ella la que hablaba, irrefrenablemente, sin hallar su propósito de silencio hasta que se separaban, siempre como la vez primera, bajo un grupo de árboles en que se ennegrecían las sombras y en que se despedían con una reverencia graciosa de otros tiempos. Era después de ese despedida cuando empezaba a reprocharse su charla, su falta de tacto para dejarlo a su vez hablar. Iba a cansarlo. Un día se aburriría de oírla. Y no lo hallaría a la vuelta del recodo esperándola.

Volvía a casa obligándose de repente a moderar el paso, a juntar los codos a las caderas, a inclinar la cabeza. Porque la felicidad le había hecho otro andar, desenvuelto, con los brazos acentuando una canción que iba por su sangre, alta la cabeza y en la boca una sonrisa con la cual hubiera querido contagiar al mundo. Pero en la casa no debían saber nada. Nada. Sí, los codos así y la cabeza inclinada, como si los ojos buscaran en el suelo rastros irremediablemente perdidos.

Debía callarse. Dejarlo hablar. Conocer su vida. Era poco saber su nombre. ¿Qué metal tendría su voz? Sí, dejarlo hablar, que iba a cansarlo, y un día cualquiera no estaría esperándola...

Eran veinticuatro horas de angustia, de desasosiego, hasta que el encuentro, renovado en forma exacta, los ponía de nuevo frente a frente. Y sus propósitos se iban, como se aventa en el espacio un puñado de leve harina.

 

 

--...fue una casualidad, porque usted comprende, Carlos, que a nosotras tan sólo se nos dejaba leer esas estúpidas novelas color de rosa que les dan a las muchachas de nuestro mundo. Yo las leía porque mi voracidad de lecturas pasaba por todo. Pero los libros tras los cristales de la biblioteca de mi padre, primorosamente empastados, con sus títulos y sus autores en letras de oro, eran una tentación poderosa. ¿Qué mundo encerraban? Era tan fuerte la tentación que me ingenié para robar la llave correspondiente, sí, robar, ¿no se escandaliza? --Lo miro de soslayo, muy risueña y levemente desafiante, pero él tenía la clara mirada comprensiva de siempre--. Y de noche, muerta de miedo, iba a buscar un libro, uno solo, para que no fueran a notar el hueco de su vacío. Y así lo leí. todo: novelas, ciencias, historias. Todo. Lo bueno, lo malo y hasta lo pésimo. De Ponson du Terrail a Proust...

El automóvil venía suavemente avanzando hasta frenar junto a ella. La voz de uno de sus cuñados dijo:

--¿Quiere que la lleve, Elisa?

Se volvió a mirarlo con el mayor desconcierto. Lo que había temido siempre: al fin iban a sorprenderla. Sería inevitable que le preguntaran: "¿Quién es, cómo se llama, qué hace?" Miró al cuñado, trató de sonreír, pero la angustia hacía temblar sus labios y algo temblaba también en su garganta. Balbuceó:

--Yo... Yo... --pero súbitamente pensó que debía presentar a su amigo. Que no era posible dejarlo al margen del hábito social. Que era como desestimarlo. Agregó--: Le voy a presentar...

El cuñado la miraba con grande asombro. La vio volverse al otro lado y quedarse como una nueva estatua de sal, frente al vacío, con una mano tendida y fija en el aire. Esperó un minuto, hasta que de nuevo le dio la cara, en la que los ojos parecían abrirse a un mundo de espanto, y la oyó decir trémula:

--Muchas gracias... Prefiero andar... Gracias...

El cuñado pensó contestar algo, pero con un gesto mudo de adiós se alejó, perdiéndose el automóvil en lo sinuoso del camino.

La mujer seguía en medio de la costanera, cada vez más desconcertada ante la desaparición de su amigo. ¿Cómo había hecho para hurtarse a la presencia de su cuñado? ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había escondido?

Dónde... Cómo... Por qué... Las viejas preguntas de nuevo doliéndole, como debe dolerle al agua la piedra que la rompe en inútiles cristales.

Ya que sus entrevistas estaban siempre condicionadas por el misterio, que era su mayor encanto, podía él creer que no quería ella mezclarlo a su vida cotidiana. Le volvió a punzar la idea de que se creyera desestimado. No, eso nunca, nunca. Buscarlo. Decírselo. Probárselo.

Pero ¿dónde estaba?

Se volvió a mirar en su contorno. El viento, como otras veces, jugaba a alborotarle la melena y a enceguecerla. Tenía que haber seguido andando en esos minutos en que ella atendiera, azorada y estupefacta, al cuñado. Tenía que estar allí, tras de aquel recodo. Tenía que estar allí, allí. Echó a andar. Y como la mano del viento se apoyaba en su cintura empujándola, la tranquilizó de repente esa familiar ayuda. Él tenía que estar allí. Allí. Estaba allí. Allí.

Respiró profundamente al verlo con esa expresión lejana y tierna con que la aguardaba siempre. Esa expresión que ella viera antes en alguna parte y que la hacía mirarlo con la sorprendida alegría del que mágicamente ve sumarse lo soñado a lo real.

Dejó que por un instante sus pupilas se adentraran por las pupilas de su amigo, por su azul, cielo para vuelo de su corazón, alondra diciendo su canto y su embriaguez de alba.

Y empezó a explicar muy deprisa:

--Esto no puede pasar otra vez, Carlos. No somos niños ni usted ni yo. No es cosa de andar como a escondidas de todos. Que usted crea que yo no quiero presentarlo a mi familia. O que mi familia suponga que usted no desea conocerla. No, no. Ahora mismo vamos a ir a casa para que usted conozca a mis hermanas y a mi cuñado, que por el momento sólo el que usted acaba de ver está con nosotras. Usted algo sabe de ellos, de todos ellos. Y aunque me hayan hecho sufrir mucho y usted conozca en parte ese sufrimiento por mis confidencias, ni yo los malquiero ni me gustaría que usted los malquisiera...

Él sonreía con su lejana expresión, borrosa en la sombra que la noche esfumaba sobre el paisaje. Ella tuvo de súbito la tentación de alargar la mano hasta la de él y acariciársela. Pero apartó el impulso diciendo "no" con la cabeza. El gesto pueril la anegó en goce y le fijó en los labios esa sonrisa con la cual quería contagiar al mundo.

Avanzaban por las calles pinas, subiendo a pasos lentos y firmes, silenciosos bajo el toldo de los árboles, espeso el aire de aroma de jazmines y sintiendo a veces el frescor de una manga de riego que giraba sus combas con un susurro cauteloso. Un grillo decía que sí, que sí era aquella su pequeñita casa.

Hallaron la verja abierta y todo el piso bajo iluminado. Lo que indicaba que la familia estaba reunida. En la puerta del living la mujer se volvió a mirar largamente a su amigo y dijo al fin:

--Pase, está en su casa.

Entró antes que él, anunciándolo gozosa:

--Les voy a presentar... --pero se quedó muda e inmovilizada.

¡Qué extraño! Los sillones estaban en la habitual disposición. El de su hermana mayor junto al ventanal y del otro lado el de su otra hermana, dejando entre ambos sitios a la silla baja en que siempre se sentaba la sobrinita lisiada. Y en el otro extremo, bajo la lámpara de pie, estaba la silla larga habitual de su cuñado, el que la hallara en la costanera. Era la hora que precedía a la cena y en que todos deberían estar allí esperándola, mínima cortesía para la dueña de casa... Y allí no había nadie...

Tuvo una especie de escalofrío, como si tocara el misterio, lo sobrenatural. La casa era la casa deshabitada de las historias infantiles. Igual. Por allí había pasado el encantamiento... El sillón de su hermana mayor, y al lado, en una mesa baja, el canasto con los ovillos y la hebra de lana en el aire, suspendida del tejido y de los palillos inmovilizados, como si ella estuviera allí detenida en su labor. Y no estaba. Empezó a temblar, porque el ovillo dio varias vueltas, como si le hubieran dado un brusco tirón. Y su hermana no estaba. Miró al asiento de su otra hermana, vacío y sin nada empavorecedor. Miró la sillita de la lisiada y vio en el suelo, como ella las dejaba siempre, las muletas en cruz. Y la niña no estaba. ¡Pero si la niña no podía moverse sin las muletas! Le castañetearon los dientes, serrucho mordiendo en el terror. Miró la silla larga de reposo de su cuñado, bajo la lámpara, y vio el diario, el diario que él leía, en el aire, abierto. Y su cuñado no estaba. Las hojas se juntaron y se doblaron. Y su cuñado no estaba. Al terror, al entrechocarse sus dientes, se unió un impulso de fuga, un deseo de correr, de desaparecer, de jamás regresar a esa casa que era su casa, símbolo familiar donde ella traía a su amigo, y donde los suyos, en la última jugada, sí, en la última jugada que le hacían, dejaban la casa deshabitada de sus presencias. Para que Carlos la supiera abandonada, al margen de la vida, de todos, solitaria en su aura...

Dio un grito, puñal que se clavó en medio del silencio, y salió precipitadamente arrastrando a su amigo fuera de ese miserable mundo, hacia el único mundo en que ella y él podían realizar su evasión de la realidad.

El grito lanzó el diario al suelo, la labor sobre los ovillos del canasto y una muleta se acercó a la sillita. La hermana mayor y la otra hermana se miraron consternadas. La niña se puso trabajosamente de pie y con los anchos ojos que conocían el dolor miró el jardín por ver la sombra de la tránsfuga. El cuñado iba a decir algo, con la boca dura de las decisiones definitivas; sí, algo, porque la insanía de la mujer se tornaba intolerable. Pero no dijo nada.

 

 

 

BRUNET, Marta. Encrucijada de ausencias. Raíz del sueño. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 137-145.