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TIERRA BRAVIA

 

(Primer Premio en el concurso de "El Mercurio", de Santiago
de Chile. Año 1929.
)

 

Por la ventanita cuadriculada de vidrios diminutos, Juan Antonio echó una mirada indagadora al interior del despacho. No había nadie. Entonces entró, andando en puntillas, sonriente y emocionado, perdiendo a cada paso el equilibrio, que el equipaje en sus manos era pesada carga de kilos.

Cuando se acercaba al mostrador --dirigiéndose a la puerta que detrás comunicaba con el resto de la casa--, un perro blanco y café, un fox-terrier que dormitaba en un rincón, alzó la cabeza, dando un largo ladrido, sin moverse de su sitio, pero vigilando atentamente con los ojillos vivaces al recién venido.

--Ya voy --dijo adentro una voz desafinada de niña.

Juan Antonio miró con rencor al perro, puso el equipaje sobre el mostrador y aguardó, con la emoción golpeteándole reciamente el pecho.

Apareció en el vano de la puerta una jovencita que se detuvo acabando de trenzarse el pelo, con una cinta entre los dientes, entornados los ojos atentos a la obra de los dedos. Llegada al fin de la crencha castaño dorada, la ató con la cinta en lazo prolijo y, con un movimiento del busto que hizo diseñarse los pequeños senos adolescentes, echó la trenza a la espalda. Y entonces miró al recién llegado:

--Mariquita --dijo Juan Antonio saliendo de su asombro.

La tenía fija en el recuerdo tal cual la dejara ocho años antes, niña, y sin darse cuenta del tiempo transcurrido, esperaba absurdamente encontrarla igual. A pesar de la transformación, reconoció en seguida los grandes ojos café obscuro que a la distancia parecían negros, la naricilla respingona y la boca de cereza madura. Era el óvalo de la cara el que había cambiado, alargándose, definiéndose; era la expresión que tenía ahora una gravedad extraña, algo inquieto y enternecedor; era el cuerpo alto, vigoroso.

Se miraban: Juan Antonio estupefacto y encantado; Mariquita sorprendida y dudosa:

--Mariquita --dijo el joven--, ¿no me conoces?

--Usted..., usted es Juan Antonio...

Pero llegaba una mujer cincuentona, maciza, morena, con la cabeza demasiado chica, desproporcionada al resto del cuerpo. Los ojos redondeados, vivísimos, parecían cuentas de azabache; la nariz era chata, y la boca de labios delgados tenía color y frescura de juventud. El conjunto era feo, pero de extraordinaria simpatía.

--¡Mi hijo! --y abrió los brazos.

--Mamita... Mamita... --La besaba, abrazándola, sin atinar con otra palabra en su contento--. Mamita... Mamita...

La mujer se echó a llorar, con la cabeza hundida en el pecho del hijo. Peto tenía las sensaciones rápidamente dominadas por su gran carácter. Un momento después lo miraba casi tranquila, llena de preguntas y atenciones y mandados, que así era: inquisidora, bondadosa, dominante.

--¿Por qué no avisaste? No te esperábamos tan luego.

--Es que quería darles la sorpresa.

--¿Te viniste en el tren mixto?

--Sí, mamita.

--Estás más gordo. ¿Trajiste ropa de abrigo? No te vayas a enfermar, el clima aquí es muy traicionero.

--Traigo de todo.

--¿Cómo quedó la Rosa y el compadre?

--Muy bien. Muchos saludos le mandaron y unas cositas que vienen en el canasto.

--Vaya. Muchas gracias. ¿Almorzaste?

--Sí, mamita. ¿Y el taita?

--Por ahí andará... --Un amargor le desplomó las comisuras de la boca. Sacudió la cabeza como para espantar las moscas negras de una pena y volvió a sus preguntas rápidas:

--¿Traes bastante permiso?

--Veinte días. Fue imposible conseguir más.

--En fin: paciencia. Pero no nos estemos aquí como palos parados. Vamos para el comedor. ¿Tienes sed? Hay cerveza y Bilz, trae tus cosas. ¡Mariquital... --gritó.

Y la jovencita, que estaba detrás de ella arrimada al mostrador, sorbiendo la escena, contestó cantarinamente, agudizando los finales:

--Mande, mamita Juliana.

--¡Bah! ¿Estabas ahí? Ven, pues, ven a saludar a Juan Antonio, a mi hijo, a mi hijo querido. ¿Te acordabas de ella? Está muy crecida. ¿Qué hubo, niña? Saluda. Esta chicuela a veces parece lesa.

--Tú..., usted..., bueno: ¿tú te acordabas de mí? Yo te conocí al tiro --dijo Juan Antonio.

--Sí, también lo conocí, pero no tan luego, después...

Se dieron la mano, cohibidos, sin saber renovar su fraternidad de antes.

--Miren los tontos. Desen un abrazo. ¡Por algo son como hermanos!

--Pero... --y Juan Antonio no hizo un movimiento, paralizado por una timidez invencible.

Mariquita lo miraba por entre las pestañas, esperando que hiciera un leve gesto de avance para huir despavorida, que súbitamente pensó que un abrazo de ese desconocido que tan poco tenía del Juan Antonio que ella recordaba, sería algo tan espantoso como un cataclismo.

La madre dijo riendo:

--¡Bueno el par de desabridos! En fin: dejarlos... Mariquita, trae una botella de cerveza. ¿O quieres Bilz?

Cuando la posibilidad del abrazo desapareció, Juan Antonio y Mariquita se sintieron livianos y alegres, y se miraron, larga y curiosamente.

--¿Qué quieres? --insistió la madre.

--¿No hay harina? Preferiría tomar agua con harina.

--Anda a moler en un volando y tú trae para acá tus cosas. Ahí se te quedan los diarios. Si viene gente, el perro avisa.

--¿Y el "Sultán"? ¿Todavía vive?

--Se murió. Este de ahora es muy habiloso. Se llama "Leal". Con la Mariquita hacen muy buenas migas.

Atravesaron un pasillo al cual abrían varias puertas. Al fondo, todo el largo de la casa lo ocupaba una galería que servía de comedor y. de salita. En un extremo quedaban la mesa y un pequeño aparador, en el otro unos muebles de junco, la máquina de coser y el telar indígena con un choapino empezado. En el zócalo de madera, en la galería propiamente tal, una repisa se adornaba con macetas floridas. Una gran jaula con divisiones albergaba una colonia de pájaros inquietos y trinadores. Había varios cuadros, el retrato iluminado del Presidente Alessandri, una consola con figurillas de loza, mesitas, lanas y choapinos y flores por todas partes. Un interior modesto, pero extraordinariamente' pulcro y agradable:

--Deja aquí tus cosas. Después te arreglaremos tu pieza. Está lo mismo que cuando te fuiste; lo único distinto es que le hice quitar el papel, por la humedad, y se forró con listones, así como éstos, aceitados después. ¡Es terrible la humedad en este pueblo! Yo cada día siento las piernas más reumáticas.

--¡Qué alegre se ve la galería! Parece que antes no era así. ¿Es que hay más luz?

--Está lo mismo. Fuera del hule de la mesa, que es nuevo, y de los muebles de mimbre, que se los compré a los gringos de Los Pellines cuando remataron la casa del fundo, todito lo demás está idéntico.

--Pero antes no había plantas, ni flores, ni pájaros.

--Esas son cosas de la Mariquita. No piensa nada más que en eso. Todos los cajones vacíos los hace almácigos; todos los tiestos los arregla de floreros y cuanto pájaro pilla lo mete en la jaula Antes vivía como cabra loca corriendo por la montaña: ahora no la dejo. Está siempre a mi lado, sí, siempre... Es muy buena esta chiquilla, tan trabajadora, tan formal, tan cariñosa. ¡Pobrecita! ¡Ay, Señorito querío! --y nuevamente la boca de la mujer se desplomó de amargura.

--¡Con qué cara más triste celebra a la Mariquita!

--Pobrecita...

--Pobrecita; ¿por qué?

--Por nada. Ideas.

Hubo un silencio. De afuera --del pequeñito edificio aislado que era la-cocina-- llegaba el girar del molinillo deshaciendo el trigo tostado. En la jaula un chincol dijo una frase de sílabas trinadas, una pregunta que tembló largamente en la quietud.

--¿Y el taita? ¿Dónde anda?

--No sé --contestó rápida la madre, y luego, recelosa, mirándole bien a los ojos--: ¿Por qué lo preguntas?

--Por saber --lo dijo sosegadamente, con una especie de indiferencia.

--¡Ah! --y tranquilizada de una inquietud, explicó con amargura: --Estará en la cocinaría o donde la Micaela, jugando, emborrachándose o remoliendo. No hace otra cosa.

--¿No viene para acá?

--Demasiado, desgraciadamente.

A Juan Antonio no le chocó la frase.

Casada por cariño y contra la voluntad de sus padres con el telegrafista recién llegado a la estación, Juliana Silva pudo luego darse cuenta de que todo lo malo que le dijeran de Abdón Vásquez era verdad. A los dos años de casada la ruptura era definitiva. Pero el calvario de esa desilusión sólo ella lo sabía, que, reconcentrada en su fortaleza, nunca se confió a nadie. El hombre jugaba y se emborrachaba. Esto, fuera de los enredos con mujeres. Era un ser extraño, de egoísmo e hipocresía. Servía bien su puesto. La pequeña estación de ramal tenia sólo movimiento diurno A las ocho de la mañana, puntualmente, sin otro síntoma de excesos que la nariz enrojecida y los ojos lacrimosos en las cuencas hondas, Abdón Vásquez estaba en la oficina. Volvía para almorzar a la pieza en que vivía pobremente con Juliana y ya había sufrir para la mujer oyéndolo quejarse:

--Para comer estas porquerías me casé yo. ¡Hasta cuándo irá a vivir tu cochino de padre! ¿No hay vino? ¡Ah!...

Y seguía la cantinela amargadora, porque los padres de Juliana, poseedores de un despacho en el pueblo y de una hijuela cercana, disgustados con la hija por su matrimonio, no la veían siquiera y menos la ayudaban a vivir. Y era claro que Abdón Vásquez apenas tenía con el sueldo para satisfacer sus vicios. Y Juliana, al poco de casarse, tuvo que coser para poder mantenerse, que el hombre no sólo no le daba dinero, sino que exigía buen albergue, buena pitanza, buena vestimenta.

Por más que hizo Abdón Vásquez no consiguió reconciliar a la mujer con sus padres ni menos reconciliarse él. Y cada vez más cínico, acabó por perder el buen comportamiento en la oficina y quedar cesante, que lo despidieron, y entonces empezó para la mujer la peor de las épocas con el hombre escandalizando el día entero, borracho y lleno de deudas. Hasta que un día desapareció misteriosamente, dejando a Juliana con el niño pequeño, la vergüenza del recuerdo, el peso de las deudas y la amargura de su vida rota.

La recogieron sus padres.

Poco después el viudo de su hermana menor moría y Mariquita llegaba a refugiar su infancia en casa de los abuelos.

Así, Juan Antonio y ella crecieron como hermanos.

Y los años al pasar se llevaron a la abuela y después al abuelo y quedaron solos Juliana y los niños a cargo y propiedad del despacho. La hijuela la heredó la hermana mayor, casada con un empleado en las salitreras nortinas.

Ya muchacho Juan Antonio, el tío y padrino quiso llevárselo a la pampa, que los sueldos eran tentadores en esa época de auge salitrero. Allá podía formarse una buena situación. La madre lo dejó irse, ansiando para Juan Antonio mayor horizonte, otro porvenir más holgado. Quisieron que ella se fuera también, pero se negó, apegada al terruño firmemente.

La vida transcurría tranquila cuando apareció Abdón Vásquez hecho una miseria física y moral. No pedía sino que lo recibieran, que le dieran de comer. Era un perro vagabundo implorando una piltrafa. ¿Qué hacerle? Juliana lo recibió.

Al principio todo marchó bien. Limpio, remozado y humilde, Abdón Vásquez se levantaba temprano --le habían arreglado una pieza al lado de la bodega, en el fondo del sitio--, desayunaba en la cocina y se marchaba a la calle para volver a la hora de almuerzo. Se iba nuevamente, apareciendo a la hora de comer, algo alegrillo, pero sin llegar nunca a la franca borrachera. Comía y se acostaba.

Pero empezó a cobrar confianza. Quiso una pieza en la casa. Pidió dinero. Llegaba borracho. Formaba escándalos. Y para Juliana y Mariquita empezó una vida de sobresaltos, de vergüenzas y de sufrimientos.

Entonces Juliana le escribió al hijo que viniera.

Por eso a Juan Antonio no le chocó la frase. ¡Pobre mamita! Cuando ella, tan reconcentrada, dio el grito de auxilio que era su última carta, tenía que ser porque la situación se hacía intolerable. Y queriendo ver a Abdón Vásquez e imponérsele, temía ese momento Juan Antonio, que al fin dentro de él, contra la realidad y contra su voluntad, existía una idea de padre a quien querer y respetar, una sombra que le era grata y que pronto debía morir a manos del propio padre.

Llegaba Mariquita trayendo en una bandeja el tarro con la harina y una botella con agua, esa agua de fuente montañesa, tan helada que empaña el recipiente.

Allegó una mesita a Juan Antonio, puso la bandeja encima, fue al aparador en busca de una cuchara, un vaso y el azucarero, y al fin dijo:

--Sírvase.

--Muchas gracias.

El recuerdo molesto del padre se había alejado. Miraba a Mariquita pensando en que sería bueno recordarle la infancia correteando juntos por las montañas, las travesuras que disimulara para cargar sólo él con el castigo, las idas a la escuela con más deseos de holganza que de llegar a tiempo a clase, las tareas hechas en compañía, que si ella tenía facilidad para aprender la historia, la geografía y el castellano, nunca atinaba con los problemas de aritmética, de lo que sufrió al saber que iban a separarse, de la tristeza en un hogar extraño, en la desolación del paisaje pampino, de la alegría que eran sus cartas de cariñosa confianza, de su ansia por volver a verla. ¿Por qué no decirle todo eso?

La observaba a hurtadillas. Estaba de pie junto a la mesa, con los ojos entornados, muy negros entre las pestañas extraordinariamente tupidas y largas y crespas. Sobre el labio, un poco hacia la mejilla, un lunar era una pinta tentadora. Llamaba un beso, Juan Antonio no recordaba habérselo visto.

--¡Qué callados estamos! --dijo la madre--. Cuenta algo de mi hermana, ¿cómo está?

--Muy bien, da gusto verla con tanto hijo grande y ella tan joven, que parece la mayor de todos. Hace poco le pasó...

Y siguió contando, sin dejar de darle sus miradas al lunar de Mariquita, subiendo a veces la mirada del lunar a las pupilas obscuras, atraído y rechazado por esa juventud tan distinta y tan igual a la niñez que él dejara.

 

 

 

 

Acababan de comer cuando apareció Abdón Vásquez por la puerta de la galería. Venía de mal talante y a media borrachera.

Juliana echó una mirada de angustia al hijo. Parecía pedirle perdón por haberle dado aquel padre. Juan Antonio lo observaba atónito: por mucha ruina que esperara, no alcanzó a figurarse ésta.

El hombre venía en camisa, rotosa y manchada de vino; con el pantalón caído por las caderas, abolsado en el trasero y en las rodillas; a medio atar la faja, calzando un zapato y una ojota. La cara se perdía entre las barbas y los pelos revueltos. Asomaba la nariz, granujienta y rojiza, y los ojos de alegría borracha, de estupidez o de cinismo. Hedía. Andaba de medio lado, tambaleándose, deteniéndose, manoteando como si apartara algo frente a los ojos, hablando consigo mismo, con los presentes, con otros seres imaginarios.

--Coman no más. Claro, ¿no te decía yo? A ti no te toman en cuenta, ¿para qué? Come la señora, come la señorita, come el mozo, come el quiltro. Pero el caballero de la casa no come. ¿Ah? Mire, señor: le ruego que no me moleste..., ya hace rato que se lo estoy diciendo...; no friegue más... ¿Ah? Buenas noches, Mariquita...; buenas noches, m'hijita linda...; bue... No moleste, le vuelvo a decir... ¿Ah?

Había descubierto a Juan Antonio y lo miraba de hito en hito. Juliana dijo, como si las palabras le escaldaran los labios:

--Mire, Abdón, éste es Juan Antonio.

El hombre no entendió. Apartando la vista de Juan Antonio, volvió a hablar sin ilación:

--¿Ah? ¿Qué dice?... Yo llego a la hora que quiero. Por algo soy el caballero de la casa..., sí, de la casa... ¿Ah?... El patrón, el dueño... ¿Ah?... Mire, no vuelva a molestar... Oiga, Juliana, dígale que no me moleste... Yo llego a la hora que quiero... ¡Miren el mozo de porquería intruso!... ¿Ah?...

De unos pasos seguidos llegó hasta la mesa, yéndose de bruces sobre ella. Juan Antonio se había puesto en pie, con la intención de saludarlo. Un rechazo que casi era asco lo inmovilizaba.

--Mire, oiga --Juliana le hablaba a gritos--, llegó Juan Antonio, aquí está.

--¿Ah? ¿Juan Antonio? ¿Quién es Juan Antonio?

--Mi hijo.

--¿Ah? El hijo de nosotros... Vaya... Vaya... --Había logrado posar los ojos y la atención en el joven y, de pronto, enternecido, con esas súbitas transiciones de los borrachos, se abalanzó a abrazarlo--. Mi hijito..., mi hijito lindo... ¿Ah? Tanto que lo echaba de menos...

Juan Antonio se dejaba abrazar, dominando el asco.

--Mi hijo... Claro, pues, es mi hijo... ¿Ah? Mi hijito... Dile a tu mamita que me respete..., que me dé platita... Me tiene peor que pobre limosnero... ¿Ah? Y a la gata de la Mariquita dile que sea cariñosita..., cariñosita... ¿Ah? Mi hijito...

Juan Antonio lo separó, obligándolo a sentarse. Pero no quiso. Se alzó a abrazarlo nuevamente, para seguir con sus majaderías, sus babas y su hediondez. Tuvo una convulsión física de asco y de un brusco movimiento lo separó. Abdón Vásquez vaciló, apoyándose en la mesa para no caer. Dijo una palabrota.

--Váyase para su pieza --ordenó Juliana.

Le contestó con un insulto. Entonces, Juan Antonio, exasperado, lo cogió por un brazo y quiso empujarlo hasta la puerta. Pero el hombre se sujetó a la mesa y aumentó las injurias. Juan Antonio lo desprendió de un sacudón y en vilo lo llevó hasta el patio. Y volvió a entrar, cerrando la puerta con llave.

--¡Qué vida! --dijo la madre.

Juan Antonio la miraba con las cejas unidas en una horizontal de preocupación.

--Hay que irse. Hay que realizar todo esto e irnos los tres al norte. Es la única manera de que tengamos una vida tranquila.

--¿Y él?

--Se queda aquí. Se le paga pensión en alguna parte, se le da una mesada y asunto concluido.

--Es lo mejor. Ya lo había pensado yo antes; pera quería que fueras tú quien decidiera.

--¿Qué te parece a ti, Mariquita? --preguntó Juan Antonio, y se quedó espantado de verla tan desencajada, con tal temblor en la boca y tan hondo terror en los ojos. Dijo avanzando hasta ella--: ¿Qué tienes, qué tienes, niñita?

--Yo... -- y se echó a llorar, tapándose la cara con el pañuelo.

La miraba sorprendido. ¿Por qué lloraba? ¿Pena de irse? ¿Por qué? Faltaba que la chiquilla tuviera algún pololo... ¿Un pololo? Le fue insoportable la idea de que pensara, de que sonriera, de que hablara de amor con algún muchacho.

--¿Por qué lloras? --preguntó violentamente, separándole el pañuelo de los ojos. Apareció la cara llena de lágrimas y contestó con los ojos de verdad en los ojos de ansia:

--Es de gusto porque nos vamos... Le tengo tanto miedo... --y con el gesto señaló a la puerta por donde saliera el borracho.

--¡Ah! --Se le aflojaren los músculos, y sonriendo, con la mano de ella entre las suyas, dijo alegremente--: Allá no tendrás miedo a nadie. Todos te queremos tanto... Y vas a ver qué lindo es el viaje; vamos a andar en tren, en vapor; conocerás el mar, tu gran curiosidad. Porque tú siempre en tus cartas me decías que querías conocerlo. Nos iremos en un barco inglés. Lindo, ¿no?

--Sí. Tú me mandaste unas tarjetas con vistas de un barco. El "Oropesa". ¿No te acuerdas? Las tengo guardadas en la cajita japonesa que traía chocolates, la que me llegó para Pascua. ¡Oh, qué bueno que nos vamos!... ¡Qué descanso para todos, para la mamita Juliana y para mí!... ¿No es cierto, mamita? Oye, Juan Antonio, ¿llevaremos al "Leal"?

Hablaban encantados. Juan Antonio tuvo la sensación de que sólo entonces encontraba a la Mariquita que fuera compañera de su infancia. Y la muchacha, de pronto, notó que su mano estaba en la de Juan Antonio y nada hizo por retirarla, que de pequeños siempre estaban así, confiada y fraternalmente.

La madre, suspirando, se dejó caer en un sillón, como quien luego de una ruda jornada logra la quietud dichosa.

 

 

 

 

Emprendieron la excursión a media tarde, cuando un airecillo empezaba a refrescar el pueblo del bochorno de la siesta.

Atravesaron la, calle principal de la aldea, una de esas aldeas sureñas, enclavadas en las montañas, con las casitas de madera y las gentes sencillas en apariencia. Pero con una fuerza de pasiones salvajes dentro, que cualquier choque hace estallar una tragedia. Ya en las afueras, toparan rectamente hacia la montaña.

Adelante iba el perro, corriendo detrás de las mariposas, sin lograr nunca alcanzarlas; lo que atrapaba eran vilanos que traía a. Mariquita, triunfalmente, con el rabo loco de alegría y los ojos humanos de expresión.

Entre los robles, los pellines, los palosantos, los raulíes y lingues alzaban las quilas sus largos brazos temblorosos, los maquis se veían negros de frutos maduros, los helechos se abrían en apretados mazos y las copihueras subían por los troncos en un vértigo de altura. Cantaban los pájaros su gozo del atardecer y el agua de las vertientes decía el contento,

Era una exuberancia de vida que aturdía, que embriagaba. Daban deseos de piruetear, de gritar. Mariquita dijo a Juan Antonio:

--Qué ganas de ser una abeja para volar alta o un pájaro que canta mucho o un animalito para revolcarme en el pasto. No te rías.

--Si no me río, es que estaba pensando lo mismo. ¿Te gusta mucho la montaña?

--La adoro --y abrió los brazos como para apoderarse del paisaje.

--La echarás de menos en el norte. A mí me costó acostumbrarme. Vieras que es triste allá.

--Estando con la mamita y contigo, yo me hallo en todas partes.

La miró, feliz con la afirmación rotunda.

Avanzaban cada vez más trabajosamente, que ya no había sendero y los palos secos y las enredaderas dificultaban la marcha. Iban hacia una hondonada que fuera testigo de sus juegos infantiles. Juan Antonio no recordaba el camino y Mariquita tenía que hacer lujo de explicaciones para hacérselo recordar.

--De este árbol nos robamos una vez un nido de diucas, y después, cuando sentimos a los pájaros, a la mamá diuca y al papá diuco, piar arriba con tanta pena, tuvimos lástima y tú volviste a poner el nido en su rama. ¿Te acuerdas?

--No, verdaderamente.

--Y te rompiste el pantalón y yo me puse a llorar pensando en que iba a retarte la mamita Juliana, y tú me consolabas y me abrazaste y me besaste.

--Te abracé y te besé...

Se dieron una rápida mirada, separaron los ojos y volvieron a unirlos: Juan Antonio, sonriendo maliciosamente; Mariquita muy serena. Y callaron.

Empezaban a bajar el flanco de la hondonada, resbalando un poco, rodando otro tanto, para llegar al agua que centelleaba en el fondo lleno de hierbas y briznas, oliendo a tierra bravía, acalorados, jadeantes y sedientos. "Leal" los esperaba con un palito en el hocico, que vino a traer a Mariquita.

Se sentaron.

--Tengo hambre --dijo Juan Antonio.

--Yo tengo sed.

Juliana les había preparado un paquete con vituallas. Lo abrieron golosamente. "Leal" se acercó, atento a sus movimientos, con un aire discreto de niño bueno que aguarda su turno pacientemente.

Aparecieron un pollo asado, huevos duros, manzanas, pan de dulce, tortillas de rescoldo, queso y dos botellas de cerveza.

--Yo tengo sed de agua --dijo Mariquita.

Fue hasta el riachuelo y sumió la mano hecha un cuenco. Pero el agua escurría entre los dedos y apenas si alcanzaba a beber unas gotas cada vez.

--Yo también quiero --dijo Juan Antonio acercándose.

--Toma, pues. Harta hay.

--Es que yo quiero en ese vaso...

--¡Ah! --y se quedó mirándolo perpleja, hasta que al fin, riendo, sumió nuevamente la mano en el agua y la alzó rápida hasta la boca del joven--. Ya, ya, que se está saliendo toda.

¿Bebía el agua? ¿Besaba la mano? No lo sabía, que era una embriaguez sentir la piel dorada, suave y fresca bajo sus labios. La muchacha parecía atenta sólo a que el agua no se escurriera, apretando los dedos con mayor tino. Desconcertante en su simplicidad.

Otra mujer haciendo eso hubiera sido una coqueta refinada. Otra mujer... ¡Juan Antonio había conocido tantas! Y le fue infinitamente querida por poder colocarla aparte, en sitio único, que sólo ella podía hacer lo que estaba haciendo, y ser sin malicia y dejarlo sin pensamiento turbio, pero temblando con la emoción de no sabía qué sentimiento.

Cierto que ninguna mujer era su hermana. ¿Su hermana? Mariquita no lo era. ¿Hermanos? Le fue insoportable esa idea hasta entonces familiar.

Volvieron en busca de las vituallas, vigiladas siempre por el perro, inquieto, bostezante, relamiéndose, que debía haber sido un suplicio tener todo aquello a su alcance y no tocarlo.

Mariquita despresó el pollo y alargó el cogote del ave a "Leal". El perro lo tomó delicadamente entre los dientes, dio una mirada a la muchacha y otra al resto de la pitanza, se alejó unos pasos y devoró presuroso.

--¿Qué quieres tú?

--Pollo.

--Sírvete, entonces.

Le dio fastidio verla tan tranquila. Le hubiera gustado que huyera los ojos a su mirada, que balbuceara alguna respuesta, que se ruborizara. Pero en los ocho días que llevaba allí siempre la encontró idénticamente serena. Le daban ganas de decirle un disparate. Pero no podía. Cuanta cosa iba a decirle se le volvía suavidad de terneza. ¡Lo que faltaba era que se estuviera enamorando de la chiquilla! Y que ésta no lo quisiera o que lo quisiera sólo como a un hermano y tuviera por ella el penar para siempre.

--¿Por qué estás tan callado?

--Pensaba...

--¿En qué?

--En que llegaremos al norte y te casarás.

--Las cosas tuyas...

--¿No te gusta esa perspectiva?

--No.

--¿Nunca has querido a nadie, Mariquita, querer de amor?

--No, nunca he querido a otras personas que a la mamita y a ti.

--¿A mí? ¿Me querrás, me querrás de verdad?

--Pero claro, pues.

No era la primera vez que le daba esa respuesta. Ya en otras ocasiones contestara en igual forma a sus preguntas.

--¿Se te pasó el hambre? No has probado nada. Y si te descuidas, entre el "Leal" y yo nos lo comemos todo.

El perro había vuelto a ocupar su sitio, digno y atento. Mariquita le alargó un hueso y "Leal" se fue al mismo sitio a comérselo.

Juan Antonio pensó una audacia y la dijo sin detenerse, esperando que al oírla la muchacha se enojara:

--Mariquita, ¿quieres dejarme que te bese el lunar?

Muy sosegadamente se limpió la boca con la servilleta y le presentó la cara, diciéndole:

--¿Por qué no?

--Mariquita... --reprochó.

--¿Qué?

--¿Así es que te dejas besar por cualquiera? --el reproche se hizo acritud.

--Tú no eres cualquiera, eres Juan Antonio, mi hermano.

--No soy tu hermano. ¡Dale con la historia del hermano! No quiere ser tu hermano. Hasta cuándo vas a entender. No quiero ser tu hermano, no quiero, no quiero...

Hablaba contra su voluntad, arrastrado por el deseo de molestarla, de herirla, de hacerla al fin romper su actitud. Sentía vergüenza de sus palabras y las lanzaba rápidas, duramente.

Mariquita lo escuchaba con los ojos dilatados de estupor y la boca temblorosa de pena. No quería ser su hermano... Renegaba de ella... Una ola de amargor la anegó. Sintió que iba a llorar, y como una criatura, con la voz engolada por los sollozos, dijo lamentable y deliciosa:

--Voy a llorar...

Y lloró grandes lagrimones, que transformaron a Juan Antonio, que lo hicieron perder toda otra idea que no fuera darle cariño consolador.

Se acercó a ella, obligándola a levantar la cabeza, para dar con sus ojos y secárselos y mirárselos y decirle toda su terneza y todo su arrepentimiento.

No supieron cómo se encontraron las bocas en un largo beso. Cuando las separaron, Juan Antonio murmuró:

--¿No ves que era imposible ser cómo hermanos?

 

 

 

 

Fue cosa rápida realizar el negocio, que estando bien acreditado hubo quien se interesara por el traspaso de las mercaderías y el arriendo del local.

A Abdón Vásquez le habían encontrado pensión en casa de la Micaela, una mujerota medio celestina que fuera la única en aceptarlo. Además el maestro de escuela quedaba encargado de administrar los dineros que ellos enviarían.

No fue fácil hacer que el hombre se conformara a esta nueva vida. A las primeras palabras de Juliana formó un escándalo de protestas; sólo cuando intervino Juan Antonio lo aceptó todo. Pero vomitó sobre ellos maldiciones y promesas de venganza.

Ese mismo día trasladaron sus cosas a casa de la Micaela y desde entonces lo vieron tan poco que casi se olvidaron de él. A veces lo divisaban rondando la casa. Otras le mandaba un papelito con un chiquillo a Juan Antonio, para pedirle cinco pesos prestados.

Sin la presencia turbia del hombre en la casa había una atmósfera de quieta alegría. Juan Antonio y Mariquita se enredaban cada día más en su mutuo cariño y la madre --adivinadora-- gozaba de esa dicha que se preveía firme y duradera.

Estaban próximos a partir, con el equipaje listo, un equipaje que costara muchas palabras a Juan Antonio, ya que las mujeres se empeñaban en cargar con mil inutilidades y el muchacho había de convencerlas de que era preciso llevar sólo lo indispensable.

Era la última noche que debían pasar en el pueblo. Dando Juliana un último vistazo a sus cuentas; acondicionando Juan Antonio unos paquetes, desesperado al ver los muchos que eran, tratando de reducirlos a uno solo; en grande e inútil actividad Mariquita, que con muchas zalamerías quería convencerlo de la absoluta necesidad de llevar al perro.

Pero Juan Antonio no se dejaba embaucar.

--Si es tan lindo. Fíjate cómo me sigue.

--No lo dudo.

--Si me dejas llevarlo te doy un besito.

--Ya me lo darás, aunque no lo lleves.

--Juan Antonio: eres malo y no me quieres.

Se hizo el desentendido y dijo:

--No sé cómo diablos voy a arreglar este mundo de paquetes. ¿No habrá por ahí un gangocho grande?

--Debe de haber en la bodega.

--Llama al mozo para que vaya a buscar uno. Con papeles es inútil arreglar todo esto. Y todavía, apuesto cualquier cosa a que antes de irnos salen con otros "paquetitos" que quieren llevar.

--Regañe, hijito, regañe, que así luego se pondrá viejo.

--¿Quieres llamar al mozo?

--Salió. Fue a la botica a dejarle a doña Filomena un recuerdo que le manda la mamita.

--Anda tú, entonces, ¿quieres? Tráete un gangocho que no esté muy sucio. ¿Te dará miedo?

--Pero no... Soy muy valiente..., ahora... --agregó, como mirando un motivo de terror que hubiera desaparecido.

Y salió, sonriéndole, luego de encender un farol y de tomar una llave del quicio de la puerta. El perro se fue tras ella.

Juan Antonio siguió su monólogo interno contra los paquetes. Unía los más pequeños, les buscaba ajuste para formar una masa cuadrada.

El perro, en el fondo del sitio, empezó a ladrar frenéticamente. De pronto dio un aullido doloroso, como si un golpe lo hubiera alcanzado. Y volvió a ladrar, luego de un silencio, con mayor frenesí aún.

Juan Antonio, absorto en su tarea, no le prestaba atención.

Llegó Juliana del despacho.

--Parece que anduviera gente en el sitio --dijo.

--Es la Mariquita que fue a la bodega a buscar un gangocho.

--¿Sola? --exclamó la mujer en un grito.

--Sí, ¿por qué?

--Abdón... --y salió corriendo.

Juan Antonio, despavorido por un presentimiento, echó a correr detrás de ella. Afuera había una noche opaca, que el cielo se estriaba con enormes nubarrones negruzcos. Una que otra estrella asomaba por los trechos de cielo, plateada y temblorosa. Corría viento norte, tibio y caliginoso, anunciador de lluvias. Y el perro seguía apedreando el silencio con sus ladridos.

Les sirvió de guía. Frente a la puerta de la bodega divisaron las sombras luchando.

--Suéltala..., condenado..., suéltala... --gritó la mujer.

--Ma... --alcanzó a decir Mariquita, porque Abdón Vásquez le echó la manta por la cabeza y le sofocó la voz.

Trataba de arrastrarla adentro y cerrar la puerta de la bodega. Encerrado, aunque los otros llegaran --sentía su carrera y sus gritos--, podía hacer tranquilamente lo que quería. La muchacha no atinaba a defenderse, medio ahogada. Pero "Leal" se aferró a una de las piernas del hombre, y por tirarle una patada, en lo que echó en volverse, Juan Antonio estuvo a su lado con tal horror en las entrañas por lo que podía haber pasado, que una niebla le tapaba los ojos, con tal ira en el alma por la monstruosidad aquella, que los dientes le castañeteaban.

--¡Ah! --rugió.

El hombre --a quien el deseo y el alcohol habían vuelto una fiera--buscó en la faja y rápidamente asestó una puñalada que rajó el pecho del hijo.

--Para que me las paguen todas juntas ahora...

Juan Antonio dio un gemido y se apoyó en la puerta tambaleándose.

El hombre huyó.

Llegaba Juliana.

--Mariquita... Mariquita...

--Está ahí --contestó el joven, feblemente--. No le pasó nada a ella...

La madre se desentendió de la chiquilla y se abalanzó a abrazarlo.

--Mi hijo... Mi hijo... ¿Qué tienes?

--No es nada, mamita, no es nada...

--¿Qué tienes? ¿Qué pasó?

Y como tocara la humedad pegajosa de la sangre:

--¿Estás herido? ¿Herido? ¡Oh!...

--Si no es nada, si es un rasguño... Mire, déjeme moverme. Déme su pañuelo...

Mariquita se había quitado la manta y miraba con ojos estúpidos.

--Mamita... Mamita... ¿Qué pasó?

--Nada. Este que se hizo un rasguño. ¿Te duele?

--No mucho.

--¿Pero qué pasó?

--Dios averigua menos y perdona --contestó Juliana--. Tómate de mi brazo y vamos para la casa.

--Pero, mamita, ni que me estuviera muriendo.

Se pusieran en marcha. Adelante Juliana con el hijo, detrás la Mariquita lloriqueando y el perro a la siga.

En la galería Juan Antonio se sentó para que la madre le hiciera una curación. La herida era superficial. Los dos tranquilos y sin comentarios; Mariquita aún entontecida. Tenían la sensación de que allá afuera habían transcurrido años. Un mismo pudor les hizo callar. Juan Antonio y Mariquita se escudriñaban, como si temieran encontrarse distintos. Les parecía maravilloso verse idénticos.

Al joven no le bastó mirarla; alargó la mano y la atrajo para convencerse de que en realidad la tenía a su lado en cuerpo y alma. La madre, reconcentrada, parecía rezar con el temblor de los labios. No daba otro signo de emoción.

--¡Pobrecita! --dijo murmurando las palabras Juan Antonio--. ¡Cuánto tendremos que quererte para que olvides! ¡Piensa que desde mañana empezaremos otra vida!

--¿Con el "Leal"?

--Con el "Leal". Lo llevaremos. Y él también tendrá otra vida desde mañana.

--¡Otra vida! --dijo como un eco la madre.

--¡Otra vida! --murmuró Mariquita.

Y se quedaron silenciosos en la espera de ese mañana que era el comienzo de la nueva vida.

 

 

 

BRUNET, Marta. Tierra Bravía. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.216-230.