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OJO FEROZ

 

La angustia le atirantaba la boca y hablaba a frases cortas, entre grandes pausas, en las cuales quería unir la voluntad hecha trizas y hacer con ella un puntal que le impidiera el llanto. Las manos estaban inmóviles en el regazo, apretadas fuertemente una contra otra, y las uñas marcaban, al enterrarse en los dorsos, pequeñas curvas blanquecinas. No quería llorar. Pero por las mejillas de tersa canela las lágrimas brillaban, prendidas un momento a la sombra del bozo para caer luego sobre el pecho, entre el encajito, ordinario adorno de la blusa.

La vieja la observaba con su ojo único, puesta de perfil y como las aves con la mirada al sesgo, fija y dura. Tenía de pájaro sólo eso: el mirar. La cara ancha, de pómulos salientes y nariz chata, acusaba el mestizaje. En la frente una cinta le marcaba un tajo rojo e iba a perderse atrás, entre las greñas blancas que a la manera india le caían en dos trenzas por la espalda. Las arrugas le barbechaban la piel requemada y los ojos oblicuos parecían perderse en los párpados hinchados sin sombra de pestañas bajo el hirsuto trazo de las cejas. Pesaban los párpados: tanto, que sólo uno de ellos lograba alzarse, y entonces aparecía la pupila inexpresiva y obsesionante. Nunca podía vérsela de frente. Buscaba la línea que mostrara el perfil, y entonces la mirada iba como flecha a clavarse en el blanco del que hablaba.

Lloraba. Sacó el pañuelo del bolsillo. Se limpió las lágrimas. Fue la puntilla dada a la voluntad. Se dejó anegar por la pena y sólo hubo en el banco un pobre ser sacudido por los sollozos, con las manos en gestos desacompasados que llevaban el pañuelo de la cara al bolsillo y del bolsillo a la cara.

Cuando al rato la vieja la vio tranquilizarse, habló con voz descolorida, monótona:

--Su caso es el de todas.

--Pero no por eso deja de dolerme --contestó hosca la muchacha.

--Y como el de todas tiene remedio si confía en mí --concluyó la vieja con tal continuidad en el tono que la interrupción pareció no existir.

--¿Y cree que volverá a quererme como antes?

--Lo mismo.

--¡Oh señora, por favor!...

--Comenzaremos al tiro el trabajo. Mañana usted me traerá los puros, que serán de esos que valen cuarenta centavos; me traerá diez, que me iré fumando de a uno por día. Por ahora me va a pagar cinco pesos y cuando le termine el trabajo a su entera satisfacción, me dará cincuenta. Yo soy muy clara en mis cosas y muy honrada. Hago mis tratos, pero hasta que no cumplo con mi clientela no cobro. Estos cinco pesos que usted me va a pagar ahora son por la consulta.

La muchacha iba asintiendo a cabezadas, pensando al propio tiempo de dónde iba a sacar aquella suma. Los huevos... Las verduras... Podría hacer pequenes y venderlos en la rancha... Y en último caso, llevaría al mercado una gallina... o dos...

--Trato hecho.

--Trato hecho --contestó la muchacha resueltamente.

Entonces la vieja se puso en pie. Tenía una extraña figura caída por atrás desde los hombros a los talones. En cambio, las curvas parecían haberse reunido en los senos enormes que le rebasaban sobre la otra comba del vientre. Los brazos regordetes terminaban en manos deformadas y fofas, a fuerza de hinchazón. Los pies iban envueltos en trapos viejos y limpísimos, atados con cintas rojas, y unas zapatillas de paño hacían el andar soportable a la hipertrofia. Empezó a moverse por la pieza y hasta salió a la cocina en busca de un braserillo que colocó sobre la mesa, trayendo además unas botellas, una bola de cristal, una redoma con agua y una cajuela de madera. Con todo este pertrecho se instaló frente a la muchacha, con la mesa entre ambas.

--¿Cuánto tiempo hace que su marido anda así? --preguntó.

--Un mes, justamente; lo noté de malas a la vuelta de un viaje que hizo a Rari-Ruca al otro día del Año Nuevo. Desde entonces ni me mira ni me habla; se lo pasa caviloso, todas las tardes se va para el pueblo, llega a las mil y una y anteanoche llegó con el sol alto... --Se tuvo que detener, porque sentía la amargura de la pena cosquillearle la garganta y temió echarse a llorar con el desconsuelo de antes.

--¿No malicia usted en quién pueda tenerlo enredado?

--Me dijo la comadre Juana María que lo habían visto varias veces cerca de la estación, por ahí por donde queda el despacho de don Floro, conversando con una guaina que está empleada donde el gringo Müller, una guaina que recién llega al pueblo y que nadie sabe quién es.

--¿Donde el gringo Müller? --y una leve inflexión pareció vibrarle en la voz.

--Ahí mismo. Al principio la corrieron como lacha del gringo, pero, o no es cierto, o les hace a todos la gran sinvergüenza...

El ojo único estaba soldado a la cara de la muchacha. Tan fijo y tan espeso era el mirar que tuvo ella un sobresalto y hurtó el suyo.

--Bueno --dijo la vieja, siempre mirándola y con el perfil en alto--, ¿cómo se llama su marido?

--Manuel Eduardo Pérez, y yo, Micaela Soto, para servirla --y con una brusca transición que le endureció las facciones, pegó la mirada al ojo inalterable, terminando rencorosa--: Y esa perra se llama Luz Canales.

--Está bien --pareció recogerse, velando por primera vez el ojo fijo.

Luego de un rato, la pupila se mostró de nuevo y las manos --en gestos en que se adivinaba una liturgia-- colocaron enfrente el braserillo, avivando el fuego con un soplador. En seguida puso entre ella y el brasero la bola de cristal y detrás de aquél la redoma con agua. Abrió la cajuela y sacó un puro y otro que con los dientes despuntó. Tomó una de las botellas y, rociando íntegro uno de los puros con aguardiente, dijo:

--Yo te bautizo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, como Manuel Eduardo Pérez. En nombre de la Sacrosanta Majestad que está en los cielos, ya no serás más puro, sino que serás la persona misma de Manuel Eduardo Pérez.

Masculló unas oraciones entre dientes, una especie de salmodia en que se alcanzaban a oír unas cuantas palabras repetidas, repetidas con fuerza y que acompañaba un golpe sordo del pie sobre los ladrillos.

--Ardiente como un chivo... Manso como un cordero... Humilde como un perro... --El resto se perdía en un barboteo y sólo estas tres frases llegaban claramente hasta el oído de la muchacha.

Terminada la oración, sacó de la cajuela una trenza de papel, que arrimó a los carbones, encendiendo con ella el puro. Y empezó a fumar, dando siete chupadas cortas y rápidas, a cada una de las cuales correspondía un golpe del pie. Hizo una pausa, separó el puro de los labios y se quedó mirando el extremo encendido con su ojo fijo que al resplandor cercano tomaba un tinte sanguinolento.

--Mala está la cosa. Fíjese, no enciende. Este hombre está completamente frío con usted y en cambio, mire, mire acá.

La punta aparecía muerta entre un aro de ceniza, pero más arriba un punto rojo surgió en la hoja rugosa, pequeño cráter que se fue agrandando.

--Otra mujer lo tiene preso en su calor --interpretó la vieja-- y es empresa dura sacarlo de su lado, porque ella le corresponde. Le corresponde --insistió la vieja con un leve tinte de expresión en la voz que podía ser de ira.

--¡Ay mi Diosito! --lloriqueó la otra.

Volvió la vieja a dar chupadas, siempre en grupos de siete con sus correspondientes golpes del pie en el suelo y las pausas en que observaba la progresión del fuego. Pero no hacía comentarios. Cuando la ceniza estuvo a punto de caer, la echó en el brasero y de nuevo se dio a fumar, tomada en tal forma por su tarea que parecía haber olvidado a la pobre que era toda esperanza sus manejos. De pronto el puro se apagó, y eso que sólo hasta la mitad iba quemado y que la vieja chupaba con largas aspiraciones y que el pie marcaba golpes sobre el suelo.

--No hay esperanzas --dijo entonces--; este hombre está por enteró perdido para usted. Mi honradez me obliga a decírselo. Lo ha agarrado bien la sinvergüenza...

--La sinvergüenza --repitió la voz deshecha en sollozos.

--Vamos a ver qué piensa ella. La única esperanza que le queda es que esta mujer tenga a su marido así no más, por puro capricho, y que cuando se aburra y lo deje, vuelva él a ser el de antes.

--Sobras de otra... --hipó.

Tomó la vieja el puro restante, y con agua de Colonia que había en la otra botella, repitió el ceremonial bautizándolo con el nombre de Luz Canales. Y con idéntico rito fue fumándolo. Ardía el puro prestamente, concéntrica siempre la ceniza que casi hasta terminar no se desmoronó.

--Ya ve cómo la gran chusca se consume por él. Ahora sí que le aseguro que la cosa no tiene remedio. Ni la voluntad de su marido ni la de ella voy a poder torcer. Hay que hacer otra cosa.

--¿Cuál?

--Vamos a ver.

Sacó de la cajuela una cucharada de algo como tierra que echó en las brasas. Inmediatamente se alzó un humo espeso y perfumado; era aquella tierra mezcla de incienso, polvo de canela y raíces de una planta que llama el pueblo uña de la gran bestia. El humo subió alto en una sola espiral y de pronto se abrió en dos brazos descendiendo casi hasta tocar la mesa. La vieja miraba ya el humo, ya el agua al trasluz, ya la bola de cristal. Y el ojo en todo momento tenía una mirada fija, puesta la cabeza de perfil.

--Se tuercen los destinos..., se pierden dos vidas; todo lo que iba por buen camino se arrastra por el barro... Hay que recurrir a los grandes medios..., los que sólo está permitido tomar cuando hay que salvar una vida..., la que más vale..., la que más se quiere...

Uno de los brazos de humo continuaba a ras de la mesa y ahí pareció quedarse pegado. El otro se arrastró, hizo algo como un esfuerzo y, al fin, lentamente, empezó a alzarse en vellones que se fueron uniendo hasta formar una delgada columnilla que se perdió en lo alto.

--La mujer se libra --dijo la vieja, y una especie de sonrisa le atirantó la boca mostrando entre los labios tumefactos la sorpresa de una dentadura espléndida.

--¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué pasa? --preguntó la otra, que no entendía nada.

--¿Está usted segura, segura de que la mujer se llama Luz Canales y que es la empleada del gringo Müller?

--Segura, segura no. No tengo otra seguridad que la que me dio la comadre Juana María. Yo no he ido al pueblo en este último tiempo, por la pena... Todo esto lo sé de oídas.

--¿Puede traerme un retrato de su marido? ¿Tiene algún retrato de él?

--Sí, sí, aquí mismito ando con uno que se hizo en el pueblo, cuando fue con mi suegra a ver doctor a Victoria... Aquí lo traigo en la cartera, siempre ando con él. --Le alargaba un retrato, postal de esas que se hacen en minutos. Allí aparecía un mozo joven, muy cohibido con sus arreos de huaso en domingo, de frente la mirada. No se podía negar que era un buen mozo y, por añadidura, simpático.

La vieja lo contempló de lejos, dándole distancia a su ojo feroz, que era présbite. Y otra vez la punta de los dientes magníficos apareció entre la crispadura de los labios, que bien podían sonreír.

--Váyase ahora tranquila. Antes de ocho días, cada cual tendrá lo suyo.

--¿Volverá a quererme? ¿Está segura? ¿Segurita?

--Váyase tranquila --repitió la vieja con su voz monótona, que por una extraña sugestión obraba cabalmente en el sentido que ella quería.

Y como quería que la muchacha se fuera muy en sosiego, ésta se marchó tras de pagar la consulta y dejarle el retrato en que el mozo miraba bien de frente el ojo prendido al cartón como algo táctil y punzante.

 

 

 

 

--Y te tienes que dejar de leseras y vivir la vida que yo te he hecho, que para eso harto que me he fregado y hartas amarguras y perrerías que he tenido que soportar...

--Yo sabré lo que hago y cómo lo hago --contestó taimadamente Luz Canales.

--Es que no es cuestión de que hagas lo que tú quieras; es cuestión de hacer lo que yo diga, lo que yo mande.

--Mire, señora: no le digo mamita porque hemos convenido en que le llame señora aunque estemos solas, para así acostumbrarme. Mire, señora --le tremolaba la burla en la voz y los ojos vivísimos se hurtaban tras las pestañas para que no le viera en ellos la picardía--, yo ya soy grandecita y sé cómo hay que tratar a los hombres. Déjeme a mí arreglarme con el gringo, que aunque algo le cuenten de mis conversas, sí, sí, "conversas" con Manuel Eduardo, nada malo hallará en ellas. Usted sabe que los gringos tienen su manera de ver las cosas y crea que no seré yo quien lo haga mirar en otra forma.

--Luz, mira que me estás tentando... ¿Creís vos que he tenío el trabajo y el sacrificio como el pan nuestro de cada día pa' que al fin, cuando las cosas van por el mejor camino, vengái vos, y por un rotito de mierda lo echís too a rodar? No, m'hijita, no te vayái a creer que las cosas se deshacen así no más, de una patada, por el puro y santo gusto.--En la indignación que no lograba alterarle la voz, volvía a su habla pintoresca de montañesa.

--Le digo de una vez por todas que no se meta en mis cosas. Se habrá sacrificado lo que dice por mí, para criarme, pero, al fin y al cabo, si yo soy lo que soy del gringo es por culpa suya. ¿Que bien me paga? Al fin hartos años que tiene y lo menos que puede hacer es llenarme de un todo. No puede quejarse de mí, que más de la mitad de lo queme ha dado para usted ha sido. ¿No es dueña de la hijuela? ¿Qué más quiere entonces? ¿Y las vacas, y los bueyes, y los caballos, y la mula, y el cochecito? Vaya, señora, se queja de pura llena. Ya tiene llena su ambición, déjeme, entonces, que me divierta a mi modo. Cada cual tiene sus debilidades... --y la misma expresión de picardía retozó en sus pupilas.

Charlaban a la salida del pueblo, en un sendero viejo que antes fuera lleno de movimiento porque iba a la Argentina, pero que ahora, con el nuevo camino que colgaba un puente interminable sobre el río y acortaba leguas de distancia, estaba totalmente abandonado. Allí solían darse cita madre e hija cuando la ambición de aquélla reclamaba de ésta alguna cosa concreta.

Tenía la vieja mala fama por sus brujerías, sus tratos con cuatreros, sus ensalmos, sus encubrimientos y hasta sus celestinajes. La temían, pero iban a ella como a una fuerza superior e incontrastable. La vieja sabía manejarse a maravillas, y aún entre los montañeses más cultos, aun entre las autoridades, aun entre los forasteros curiosos y los patrones escépticos, encontraba una tácita aquiescencia y hasta sus peores cosas quedaban impunes, protegida por la complicidad de todos.

Luz Canales era su hija, una hija habida en la juventud, cuando podía decirse que era una mestiza de chileno e india, extraordinariamente interesante. Parecía entonces una figura de sólida pulida greda. Educada ea las monjas a costa de los patrones. Inteligente, pero descontrolada por el instinto. Luego rodó por ahí de hombre en hombre, de borrachera en borrachera, hasta que un día hizo presa en ella la enfermedad y con la enfermedad le nació la avaricia y con ella el furor de ahondar en ensalmos y brujerías como su madre, machi que fuera y cuya fuente estaba en ella misma como un residuo de la vieja raza. Le costó poco para hacerte con fama y cambiando de región llegó a aquella de Mariluán, donde arraigó.

La hija estaba, entre tanto, en el pueblo, interna en las monjas. Iba creciendo y transformándose en una muchacha atrayente por lo extraño del rostro, también de greda, pero más clara, menos rojiza, con los ojos enormes algo sesgados, pestañudos y centelleantes. La nariz era lo que más acusaba el mestizaje, y la boca, roja, grande y fresca, dejaba ver los dientes de maíz tierno, menuditos y albos. Los pómulos se teñían de rojo vivo y las crenchas se arrollaban sobre las orejas en dos moños. Vestía como una señorita, con cierta gracia en los detalles, y bajo el trajecito de brin rojo se adivinaba el cuerpo de firme arquitectura.

--¿Así es que no querís cortar relaciones con ese guaina?

--No veo por qué.

--Testaruda, me la vai a pagar. Ten cuidado conmigo.

--Bien sabe que me río de sus amenazas...

--Ten cuidado. Ten cuidado. Conmigo no se juega. Cuando yo tengo algo dispuesto, nadie lo tuerce, ni el mismo Malo.

--¿Y qué tiene usted dispuesto?

--Que sigái viviendo con el gringo hasta que te haga testamento, que sigái con él hasta que se muera.

--No desvaríe, señora. Morirse, se morirá el pobre gringo, y puede que luego, que hartos años tiene, pero en cuanto al testamento... Verdes están las uvas...

--Si te supierai dar maña... --insinuó la vieja--, si vos quisierai...

--Alguna tendré cuando le he sacado todo lo que usted tiene. Podía ya darse por contenta... Pero usted es como pozo sin fondo.

--Yo miro sólo por tu porvenir. Ya vis lo bien que hasta aquí han salío las cosas. Cuando te jui a buscar al pueblo y te aleucioné, harto que te hiciste de rogar y hartos inconvenientes que pusiste. Y ya vis cómo too salió a pedir de boca. Pero si seguís en esta lesera todo se irá a la miechica.

--Yo no pierdo nada --dijo Luz con indiferencia.

--Perdía una fortuna, ni más ni menos.

--Pero puedo ganar un hombre, un hombre. ¿Entiende? Ya es cambio...

--Un hombre, sí, un hombre; ¿y para qué te servirá el hombre una vez que se te pase el calentón?

--Para tener un marido, una casa mía, unos hijos que no sean huachos.

--¿Así que te ha hablado de matrimonio? --inquirió la vieja clavando en lo lejos el ojo rapiñesco.

--Aún no, pero para allá vamos... --confesó Luz con cierto desencanto.

--¿Sabís qué familia tiene? ¿Sabís de su hacienda? ¿Conocís siquiera su nombre?

--Vaya, mamita... --y corrigiéndose --: Vaya, señora... Las cosas... Se llama Manuel Pérez y su padre es el mayordomo de Dillo, la hijuela grande de la Beneficencia, por el lado de las Termas. Él es mecánico y gana su buen sueldo. Todo eso sé --terminó con gran satisfacción, como si con aquellos breves datos la personalidad del mozo se hiciera inconfundible.

--¡Je! ¡Je! ¡Je! --y esta vez la vieja rió francamente, perdiéndosele el ojo sano en el desborde de las mejillas--. ¿Y no te ha dicho también que es casao y que su mujer se llama Micaela Soto?

--¡ No! --protestó airada la muchacha--. Mentiras, no. Vieja perversa, mala; con razón todo el mundo la odia. Vergüenza me da ser su hija. Mala, mala. Mentirosa.

--Micaela Soto... Micaela Soto... --repetía la vieja sardónicamente.

--Micaela --rugió Luz, y en un impulso que no detuvo, las manos se le fueron a sacudir a la madre, frenéticamente.

--¡Cuidao con tocarme! --El perfil se inmovilizó en el fondo luminoso del paisaje mañanero. La mirada del ojo fijo clavó a la muchacha en su sitio y le bajó las manos como si un resorte oculto se le hubiera roto en los hombros y le dejara los brazos colgantes--. Ya lo sabís. Tu guaina es casao. Si la esperanza de un matrimonio te apegaba a él, ya podís perderla. Ahora, si querís ser su quería, y compartirlo con la mujer legítima..., eso podís verlo tú y hacer lo que más te convenga... Me voy agora.

Subió trabajosamente al cochecito tirado por una mula que allí la aguardaba, y tomando las riendas, dio la vuelta para deshacer camino y seguir aquel que iba a su hijuela.

Hasta que se perdió en el próximo recodo estuvo la vieja de perfil, vuelta a la hija, que se quedaba en medio del sendero, estúpida, pelele al cual le quitaran el relleno de esperanzas que en ese último tiempo la hacía mantenerse en pie de felicidad.

 

 

 

 

Faltaba poco para que el meridiano aplomara el sol sobre la montaña y una atmósfera recalentada hacía que seres y cosas se enervaran en una laxitud incombatible. Comenzaba el trigal en el borde mismo de la montaña, linde en que unos árboles medio calcinados decían hasta dónde había llegado el roce. Desde esa masa verdinegra y profunda, el trigal bajaba por suaves laderas hasta la vega, abriéndose allí en una perspectiva inmensamente dorada. Un regato bajaba por la ladera y el cuchicheo de su agua decía algo a los sauces que inclinaban curiosamente las cabezas greñudas. Una chicharra se adelantó a la siesta girando su matraca adormecedora. Por el cielo empalidecido a fuerza de reverberación una bandada de cachañas pasó en holgorio de comentarios rumbo al robledal.

La yunta iba lenta guiada por el Choroy, que caminaba como un sonámbulo, más necesitado de reposo que cualquier otro, que para sus ocho años era duro el trabajo de guiar los bueyes desde el alba hasta el atardecer. Y era de creer que por el solo afán de molestarlo a él, al Choroy; el sol se quedaba allá arriba inmóvil, como si se le hubiera perdido el camino y estuviera pensando por dónde debía irse.

Avanzaban los bueyes y, con la picana al hombro, el chiquillo los manejaba desde un costado, mientras que --subido en el asiento de la máquina cortadora y emparvadora-- Manuel Eduardo silbaba su felicidad, indiferente al calor pegado como una plancha a la espalda, pero atento al enjambre de ruedecillas y palancas que acababa de poner en movimiento, luego de echar la mañana en recomponer una falla.

--Ahora sí que anda como una seda. Fíjate, Choroy... Choroy de los diablos...

El chicuelo tuvo un sobresalto y abrió grandes ojos, porque la verdad era que iba dormido caminando y que él y la yunta habían hecho un ángulo que los metía trigal adentro.

--¡Puá! --dijo, restregándose los párpados--, me le estoy queando dormío...

--No tenis que decirlo... Güeno, la máquina está lista --y de un brinco se puso de pie en tierra, mirando su obra con ojos escrutadores que una vez más querían asegurar su afirmación.

El Choroy buscaba otra afirmación: la del mediodía en la sombra, pero no necesitó poner a prueba su ciencia innata, porque un silbido estridente rebotó por los campos enviado de quebrada en quebrada por el eco.

Una agilidad extraordinaria hizo que en un momento desenyugara el Choroy los bueyes y se fuera tras ellos, apresurándolos con sus gritos, camino de la rancha, del almuerzo y de una hora de siesta bajo las quilas, abrazado al perro que trotaba ahora a su lado alegremente.

Siguiéndolos iba Manuel Eduardo, pensando en el desagrado de llegar a su casa, donde lo esperaban los reproches de la mujer, cuando no su mutismo y sus malos modos, que aún lo exasperaban más. Pero aquello tendría un próximo fin: dependía todo de que él hablara y con la verdad decidiera a Luz a irse con él "así no más", en una unión libre y feliz. Se querían tanto... El último beso de la muchacha le reardió en la boca. Una oleada caliente se le fue por la sangre, llenándole los ojos de chiribitas luminosas.

Era curioso: las chiribitas le continuaban bailando allí al frente y le impedían ver. Mejor dicho: estaban dentro de sus ojos, haciéndole una sombra en que había luces y culebrinas de colores. Se detuvo y cerró fuertemente los párpados, dejando así transcurrir un momento. Pero en esa actitud las luces persistían. Volvió a abrirlos y no se atrevió a echar a andar, porque delante de él sólo había sombras y luces que estallaban como fuegos artificiales, como los que viera una vez en las fiestas del Dieciocho, en Victoria. Le dio miedo y gritó:

--¡Choroy!... ¡Choroy!... ¡Vení, Choroy!...

--¿Quééé? --preguntó el niño desde los cincuenta pasos que le llevaba de delantera, y volviéndose apenas.

--¡Vení, Choroy.... por favorcito!...

--¿Qué jué?

Y como lo viera avanzar unos pasos a trastabillones y detenerse para luego avanzar otros, casi cayéndose, el chiquillo olvidó su cansancio, su hambre y la sombra de las quilas, para correr en auxilio del que extendía las manos y daba voces angustiosas.

--¿Qué tiene? ¿Qué le pasa? --preguntó defendiendo la cara de las manos que lo palpaban afanosas.

--No veo... No veo... Estoy ciego... No veo, Choroy... Choroy... No me dejes solo, Choroy, por Diosito...

--No se asuste, don Manuel Eduardo... No es na... Es la calor... Un solazo... Déme la mano y vaya andando no más... No se asuste, porque es pa' pior... En cuanto no más se le refresque la cabeza se le irá pasando...

--No veo, Choroy... No veo... Antes veía luces... Ahora lo veo todo negro... ¿Por ónde vamos, Choroy?... Por Diosito, no me vayai a dejar solo...

--Camine no más, ya estamos frente a los tranqueros del ocho. En un volando estaremos en su puebla.

Así llegaron al rancho: adelante la yunta que iba presurosa atraída por la querencia, atrás el grupo del niño guiando al enceguecido al par que acunaba su angustia con las palabras que su conocimiento de los "solazos" le daba. Y a su zaga, un poco al margen, como receloso, iba el perro, rabo entre piernas, olfateando no se sabía qué en el aire, erizado cada vez más el pelaje del lomo. Hasta que al llegar al rancho y entrar Manuel Eduardo y el Choroy, cuando empezaron a oírse las lamentaciones de la mujer, el perro se sentó en su cuarto trasero, alzó la cabeza y abriendo apenas el hocico dio ese largo lloro escalofriante con que los de su raza anuncian lo desconocido.

 

 

 

 

Quince días después Micaela Soto llevaba su desesperación a casa de la vieja machi: el marido estaba ciego y nada podía la ciencia humana contra su mal. Ni los médicos de Victoria sabían qué era aquello. Doña Bernarda, la meica de los contornos, decía simplemente que era "maleficio" y ni un remedio quería darle.

--Pierda la esperanza --dijo la vieja con la voz más sin timbre qué nunca--; su marido no tiene cura. Pero no hay mal que por bien no venga... Usted lo quería para usted sola. Ahí lo tiene...; nadie se lo va a quitar...

La muchacha la miró con horror. El ojo estaba pegado a su cara, y el perfil, en la sombra del crepúsculo en el cuarto, tenía un vago contorno que lo hacía más obsesionante aún.

--Prefiero que mi marido se vaya con otra, pero que tenga sus ojos sanos --dijo Micaela Soto luchando con el pavor que empezó a producirle aquel ojo que no se le quitaba de encima.

--Pero yo lo prefiero como ahora, dependiendo de usted como un niño. ¿Qué más quiere?

--Quiero que mi marido vea. Algo le ha hecho usted, algún daño. Yo le pedí que me devolviera el querer de mi marido, pero no que lo condenara a este sufrimiento. ¿Qué le ha hecho? Diga..., vieja bruja..., ¿qué le ha hecho?

--Vieja bruja..., sí..., tal vez... Cuando necesitan de mí, soy la "señora"...; pero ¡Dios me libró de que las cosas no salgan a la medida del deseo de cada cual!... Y en este asunto no hay más voluntad que la mía, ¿entendís? ¿Qué le hice a tu marido? Poca cosa. Mira --y le enseñó el retrato del mozo, colgado en la pared con dos tachuelas, y en cada ojo, en aquellos ojos tan abiertos y asombrados de expresión, clavados bárbaramente dos largos alfileres de cabeza negra.

La muchacha conocía de oídas el sortilegio y anonadada se echó a llorar. La vieja dijo aún:

--A la Luz Canales se le olvidará el embeleco del mozo, bastante tiene con las muelas, que la tienen como loca...

Ella bien sabía por qué, y si Micaela hubiera abierto el cajón del velador de la vieja, habría visto el retrato de Luz muy sonreída y con los mismos alfileres largos de cabeza negra clavados en los dientes.

--Ya ve cómo todo resulta mejor. Usted tiene a su marido de nuevo a su lado. La Luz Canales se fue para el pueblo para ver dentista... ¿No es para que todos estemos contentos?

--Por favor, señora, por favor, devuélvale la vista a mi Manuel Eduardo; se lo pido de rodillas, por lo que más quiera en el mundo... No me importa que me engañe, no me importa...; pero que vea... Señor, ¿en qué hora fui a poner los pies en esta casa?

--Váyase --dijo la vieja, mirando no se sabía qué punto; y con la voz monótona que instaba a la obediencia concluyó--: Váyase y no vuelva y olvide lo que ha visto y oído. Olvídelo, si no quiere cosas peores para su marido y para usted... Váyase y olvide. Y no me pague nada. Váyase.

El ojo se había vuelto a la muchacha y su mandato era tan duramente imperioso, que ésta se alzó y lentamente ganó la puerta, saliendo al camino como si una fuerza superior la empujara.

 

 

 

 

Una dulcedumbre parecía envolver el paisaje en crepúsculo. Ya no se veía el sol, pero su reflejo estaba en la cordillera incendiando la nieve de los bonetes. De la quebrada subía el aliento húmedo del río y una qua otra niebla se arrastraba ciñéndose luego a los troncos en fina espiral. Un sapo dijo que sí, otro dijo que no en la ribera fronteriza y luego fueron miles los que se trenzaron en la discusión interminable. Los pájaros se clavaban veloces en la masa de los árboles y a las cachañas aun les quedaban bríos para contarse, antes del sueño, un último comentario malévolo.

Un toro daba su reclamo imperativo. Un venado salió de la espesura. Llegó hasta el agua con su paso fino y saltarín, bebió y luego quedóse un momento con el cuello vuelto mirando azorado algo que lo hizo dar salto, arco de elegancia suma hundido en la maraña del ribazo. Una estrella encendió su lámpara de plata y una luciérnaga aprovechó el momento para encender también sus pequeñas farolas celestes.

Micaela Soto seguía avanzando inconscientemente. De pronto la fuerza que la movía pareció fallarle y se detuvo vacilante. Hasta entonces el cerebro iba como vacío. Pensó en que sería bueno descansar y se sentó, a la vera del sendero, en unas lajas. La realidad la abofeteó horrendamente. Rompió a llorar, murmurando:

--Por mi culpa, por mi culpa...

 

 

 

BRUNET, Marta. Ojo feroz. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.245-256.