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NOCTILUCAS

 

Sin levantar la cortina, deslizándose entre la pesada tela y el muro, la mujer se introdujo en la sala. Venía de la noche esplendente de estrellas, de la playa en que las olas dejaban la fosforescencia de las noctilucas. Por un momento no vio nada. Pero las pupilas se le fueron habituando y de lo azul del humo cortado por luces giratorias empezaron a surgir las parejas que bailaban, las mesas vacías o rodeadas de gentes, el bar en el fondo, los mozos estereotipados en actitudes profesionales y, en un balcón saledizo, la orquesta arrastrando emperezada un son antillano.

Se quedó inmóvil, pegada al muro. Tenía una singular figura que evocaba los bajos relieves egipcios. Empinada sobre tacos como agujas, desde los pequeños pies hasta las axilas, la línea subía apenas marcando curvas. Los hombros eran anchos, fina la cabeza y el pelo negro, tirante, mostraba un alto moño huidizo. Bajo la piel morena, la arquitectura ósea era firme, y esa misma característica tenía la mirada de los ojos verdes, un tanto oblicuos, retocados artificiosamente, lo mismo que las cejas y el dibujo de la boca, buscando la acentuación del tipo exótico. Un traje sin mangas, ampliamente escotado, a rayas transversales en dos tonos de gris plata, la vestía modelándola como una funda. No se le podía adjudicar edad. Ni decir que era bonita, ni bella, ni linda. Lo que sí podía decirse, y lo repetían todos: que era interesante.

Un momento estuvo ahí, quieta, al acecho.

La vieron dos hombres.

Uno, sentado en una alta silla, junto al bar, miraba vagamente el vaso de whisky que mantenía en la mano, por un gesto reflejo de conciencia. Alto, enjuto, canoso, salpicado de pecas, maduro, pero con algo de extremadamente infantil en la expresión desamparada, en los ojos azules, en la nariz corta, en la boca grande de labios sueltos. La recia mandíbula equilibraba esa puerilidad que a veces lindaba en la estulticia.

Desvió los ojos y halló a la mujer. Se puso de pie, saludó levantando el vaso, hizo un gesto cordial, un brindis silencioso y bebió sin dejar de mirarla. En seguida dio media vuelta y se acodó en el mostrador pesadamente.

La mujer respondió al saludo con una inclinación leve, sin inmutarse.

El otro que la vio de inmediato bailaba desganado, manteniendo en la nada apenas a su compañera, sin mirarla, sin hablarle. Joven, más que mediano de estatura, duro de músculos. Firmes los rasgos de la fisonomía bronceada de sol y viento.

La vio y hubo un cambio en su expresión. El cuerpo se agilizó. El rostro se iluminó sorprendido y gozoso.

 

 

 

 

No debía haber entrado. No debía... ¿Para qué? ¿Para encontrar al marido? ¿Para encontrar al amigo?... No debía haber entrado. Que ni uno ni otro la supieran paseando por la playa, llegada recién de la oficina salitrera ubicada en medio del desierto. Manejando ella misma el coche, deslizándose por la pampa, camino abajo entre suaves ondulaciones, paisaje color de cobre claro, de cobre oscuro, veteado de tonos grises, de tonos azules, de tonos verdes, metálicos, opacos: alucinador en todo instante. Llamada. Atraída. Diciéndose que era la llamada, la atracción del mar. Del mar abajo, más allá del horizonte herrumbroso. Diciéndola que eso era el preludio de un largo viaje.

No. ¿Para qué engañarse? La verdad era otra. No debía engañarse. La verdad era eso que fue infiltrándose subrepticiamente en ella. ¿Cómo? ¿Desde cuándo?

 

 

 

 

Arriba, en la oficina, cualquiera, un empleado, se lo presentó:

--Señora, me permito presentarle al doctor Jeldres, el nuevo jefe del hospital.

 

 

 

 

Había ella conocido tantos médicos de oficina. Tanto empleado de más alta categoría que su marido, de más baja categoría que su marido. Había sido ella misma, en otro tiempo, la mujer de un empleado, pero empleado técnico, que lentamente escala todos los peldaños hasta llegar al más alto. Años hacía de todo eso... Desde que en otro puerto, más al norte, una amiga le dijo a media voz:

--Parece que le gustas al gringo nuevo... No te quita los ojos de encima.

Ella miró curiosamente al gringo nuevo. De ahí nació un rápido flirt que desembocó en una iglesia, entre alegres compañeras que lucían trajes color verde agua y unos muchachos sonrientes y bromistas vestidos de etiqueta. Y el baile en casa de sus padres. Y su padre solemne como lo que era, como un ministro de apelaciones, y su madre, joven y encantada de casar bien, apenas salida de la adolescencia, a otra hija. Y el barullo y el arroz y el zapato colgando del parachoques del auto. Y bueno: la vida que empieza color de rosa y sigue rosa, porque se tiene una linda casa, un marido atento que aun en la cama, para iniciar ciertos nocturnos acercamientos, que ella acepta sin pena ni gloria, dice "Excuse me..." Y los cambios al albur de mejores destinaciones, de cargos más importantes. Viajes en cabinas de lujo, en aviones ultrarrápidos. Y nuevos escenarios y nuevos rostros y por fin, al cabo de un tiempo que suma décadas, el regreso a la patria, con el marido de gerente general y ella --¿ella?-- mirándolo inquieta, apegado cada vez más a la bebida, sin decir en la cama: "Excuse me", porque ya no hay entre ellos acercamiento alguno nocturno y él posee su propio dormitorio y en el día lo ve como podría ver a un conocido dentro de las reglas de una refinada educación y ella tiene una deslumbrante joya en cada aniversario matrimonial y una nueva piel para su santo y una caja con mil chucherías para Navidad, y si lo desea, viajes al sur o al norte y libertad para todo y dinero para hacer posible esa libertad.

¡Cómo se embota la inteligencia! ¡Cómo va apagándose la inquietud! ¡Cómo desaparece el entusiasmo! ¿Será proceso de años? Porque ella, alguna vez, también en el pasado, necesitó música, lecturas, exposiciones, espectáculos, intercambio de ideas. Buscó todo eso apasionadamente. Lo tuvo al azar de los viajes, en que seres excepcionales le brindaron el don de su creación artística y de sus especializaciones. Inquietud de algo nuevo, siempre otra cosa. El marido asentía cortésmente:

--¿Le agrada, darling? Vaya. Haga una invitación si le place. Pero excuse me: tengo un trabajo enorme. Estoy realmente cansado. ¿No puede invitar a un amigo para que la acompañe?...

Eran dos paralelas.: ¿Es que alguna vez fueron eso maravillo que es la identificación de dos seres que se aman? Pero si no el milagro que puede alcanzarse a través de un auténtico amor, había en ella la certidumbre de un compañero atento, un hombre fino, una voluntad de hacer de la vida de ambos algo confortable y respetable.

Eso cambió lentamente. Como había cambiado ella misma. ¿Proceso de edad? Tal vez... Como era proceso de edad el haberse desgastado el deseo de vivir en escenarios propicios a su afán de música, de exposiciones, de conferencias, de trato con personalidades, mientras subrepticiamente sus huesos se hacían notorios deformando articulaciones y a veces una manchita percudía su piel. Un desgaste que la apoltronaba, la fijaba, no en la inmovilidad física--seguía siendo la misma mujer deportista de sus años juveniles--, pero asentada en lo intrascendente de una vida rutinaria.

Sí, se llega a eso insensiblemente. Por idéntico lento camino que el marido había llegado a la borrachera insensiblemente. Señora rutinaria ella. Una entre el montón. Viajes, trapos, canastas, fiestas, comentarios. Gerente general él. Eficiente. Correcto hasta en la borrachera.

--¿No podrías dejar de beber? Bebes demasiado... --le dijo un día.

El la miró extrañado, con un asomo de escandalizamiento en el azul de porcelana del iris.

--Excuse me... No he entendido bien. ¿Qué insinúa?

--Que bebes demasiado. Creo prudente...

--Excuse me... Nunca he dejado de ser un gentleman...

--No es eso...

--Es lo único que tiene importancia, darling...

Lo dijo con el mismo tono con que rechazaba a los representantes del sindicato un pliego de peticiones.

Ella se encogió de hombros y él dio por terminado el diálogo con una reverencia.

Siguió bebiendo a toda hora. Parecía no poder separarse del vaso de whisky.

Un viernes sin fecha, advirtió cortés y firmemente:

--Excuse me, darling... Iré por el fin de semana al puerto.

Y se fue, haciendo de esos viajes una costumbre. A su vez seguía ella viajando sin objeto. Volvía cansada de lo que en el norte o en el sur la esperaba, lo mismo: el grupo familiar, las antiguas amigas, las tiendas, las compras superfluas. El azar le proporcionaba a veces un concierto, una exposición, una conferencia. Nada nuevo. Nada que la sacudiera de esa especie de modorra que iba en aumento, irremediablemente.

Dejó de viajar. ¿Para qué? A veces se sorprendía mirándose las manos en que una nueva manchita atestiguaba implacable el correr del tiempo.

"¡Qué cansancio de todo!... --murmuraba para sí misma--. Sería bueno morir..."

Se obligó a enseñar a leer en la escuela. Frecuentó la policlínica. Discretamente se adentró en los lacerantes íntimos problemas de los demás. Pero no era eso... ¿Qué necesitaba entonces para asidero? ¡No haber tenido un hijo!... ¿Un hijo? Semilla de sufrimiento. Un hijo para la angustia, como en el caso de su hermana, con un hijo prófugo, o, como en el de su hermano, con una hija abandonada por el marido con cinco niños y cero pesos. Mejor era no haber tenido hijos. Pero tener, sí, un motivo digno para sentir que la vida valía la pena. Algo más que un borracho...

Así vegetaba cuando alguien le dijo:

--Señora, me permito presentarle al doctor Jeldres, el nuevo jefe del hospital.

"¡Qué apellido!", pensó jocosamente mirando al joven bien plantado frente a ella y serenamente mirándola.

Le sonrió con su linda sonrisa de mujer mundana. Hizo las preguntas de rigor, obteniendo breves respuestas: "¿Lo acompañaba su familia?" "No, su familia vivía en el sur, en un fundo de la frontera." "¿Mujer? ¿Novia?" "No. Solo. Hacía apenas algunos meses que había regresado de Estados Unidos, donde permaneció un año gracias a una beca." "¿Le gustaba la pampa?" "No, nada, pero todo era cuestión de costumbre."

Al correr de los días alguna vez jugaron canasta, se hallaron en reuniones. Una amistad circunscrita al molde corriente.

Una tarde pasó lo inesperado.

En su salita. En el apresurado invernal atardecer. Una chimenea encendida y un microsurco llenando el ambiente con la gracia de un rondó.

Anuncian una visita.

--¿Una visita? ¡Qué fastidio! ¿Quién es? ¿No entendió?... Bueno. Que pase. Sí. Aquí. Vaya... --Y refunfuña para sí: "Qué estúpida es esta chinita que nunca entiende el nombre de las gentes"...

Una voz gozosa. Una voz que desde tan lejos resuena aún en lo más íntimo de su ser. Una voz que exclama:

--¡Qué maravilla!

Y alguien, sí, el joven médico, se sienta a su lado, tan cerca en lo muelle del sofá que su cadera adhiere a la suya. No han hablado más. Las notas del rondó se esparcen en la intimidad de la salita, creando un clima, una dimensión. Un clima en que los músculos se distienden y aflojan todas las defensas conscientes. Una dimensión en que lo contenido en el subconsciente fluye en su exacta medida. En que nada significa nada. Sino ellos, los dos, ella y él. Mujer y hombre. Puros. Puro sentimiento en la armonía musical. Desmaterializados. Puro sentimiento. Sí. Pero ¿qué sentimiento?

Es como pasar de un mundo a otro. Como nacer a un mundo inédito. Y hallar allí el encantamiento de las coincidencias, de los gustos similares, de las negaciones acordes; de esa identificación mágica en que una frase se termina simultáneamente, en que los silencios están poblados de apacibles presencias. Sí. Un mundo inédito, un mundo que se llama felicidad.

 

 

 

 

--Jeldres no sale de tu casa. ¿Tu marido no dice nada?... --pregunta tiempo después una amiga.

Ella contesta reflexiva en su sorpresa:

--¿Y por qué había de decir algo?

La otra desliza una mirada maliciosa entre sus pestañas cargadas de rimmel y añade pesadamente:

--Te lo advierto: no hay otro comentario en la oficina...

Se encoge de hombros. Y la vida sigue en el mundo recién inaugurado. Todo es puro, nítido, ausente de materia.

 

 

 

 

Lenta y progresivamente, la clara atmósfera empieza a cargarse para ella de efluvios, de corrientes eléctricas, de inquietantes señales que capta con sentidos hiperestesiados. Los silencios no tienen lo apacible de les remansos, ni la proximidad significa una serena compañía. No persiste la comunicación de dos espíritus deshumanizados. Los cuerpos están ahí. Lo humano está ahí. Ella está ahí en su integridad física. Está ahí sin atreverse a movimiento alguno, con los nervios vibrando y una tensión en las entrañas que la empavorece. ¿Es tan sólo ella quien se ha transformado? ¿Qué siente este hombre ahora silente, mirándola dubitativo, con salidas intempestivas de falsa alegría o de preguntas deshilachadas, todo para regresar al mutismo y, a la contemplación?

Al albur de estudios y de viajes, él ha tenido compañeras, alegres o taciturnas muchachas que sólo quieren el presente en un libre y desinteresado juego del instinto, episodios a los cuales se refiere con una naturalidad desconcertante. Ella ha conocido del amor la reacción física de un hombre correcto que dice: "Excuse me. . .", preludio nocturno, de una especie de rito geométrico y aséptico en el que ha sido una pasiva colaboradora.

Ahora sabe. Sabe, Conoce esa angustia, ese vértigo de la espera. Esa atracción en que las manos enfrían y zumban las sienes. Sabe.

 

 

 

 

--¿Qué hay de tu asunto con Jeldres? Todo el mundo dice que te separas y te casas con él...

--¿Yo?

Ese es también otro mundo al que entra asombrada. ¿Separarse? ¿Casarse de nuevo? ¿Ella?

Reflexiona por primera vez. Repasa hechos como en un film. ¿Cuándo comenzó eso? ¿Cuándo arribaron al plano de las confidencias, de las largas caminatas a caballo, de la lectura, de las horas apacibles oyendo música, de los pozos de silencio? Sí. El rondó... Eso fue el comienzo. Y ahora, esto pavoroso y maravilloso, este sentir que oscila, que va a rodar. ¿Hacia dónde? No; rodar no. Eso nunca. La sensación es oscilar y ascender. Quemarse en el vértigo ascendente. Bueno. Frases... Pero él nunca ha dicho nada. Nada. ¿A dónde va? ¿A dónde va ella? ¡Qué dice la amiga, la que siempre está en dos pies sobre la tierra, firme en los prejuicios, en la moral corriente, en la Moral! Dice: "¿Vas a separarte? ¿Vas a casarte con Jeldres?"

Absurdamente sonríe. Jeldres. Este apellido sureño al que aún no se acostumbra. Jeldres. La señora de Jeldres... Del joven médico de la oficina.

Mira sus manos percudidas. ¿Cuántos años tiene? ¿Cuántos años tiene él?

 

 

 

 

--A Jeldres lo han trasladado al sur--informa el marido un día como otro cualquiera, sentado frente a ella en el comedor.

--¿Sí? --contesta con su voz habitual, sin poquito ronca y que le parece salir de una garganta que no es la suya. Y agrega--: ¿Pidió su traslado?

--Lo han trasladado. --Tal vez ha puesto cierto énfasis en el "lo han" y continúa con su tono de exquisita cortesía--: Los Belluci telefonearon invitando para mañana. ¿Podemos aceptar?

--No hay inconveniente de mi parte. Podemos aceptar si lo deseas --contesta no menos cortés.

Se va. Sin una explicación. Se va.

Ella espera... ¿Qué? Espera. Pero en la espera algo ha crecido a su alrededor. Una piel fría, una piel que la aísla, adherida a su propia piel que arde. ¿Tiene fiebre? No, no tiene fiebre. Pero la piel le arde bajo esa otra piel helada y aisladora. Algo se encierra en ella. Algo se hace incomunicable.

Llega a la hora habitual.

--¿Sabe? Me voy. Me han trasladado. No, no diga nada. Tengo que irme. "Debo", irme.

Un silencio en que siente que su nueva piel es aún más adherente.

--Me voy. Bajo al puerto y en días sigo al sur.

Otro silencio agónico.

Él la mira. Con una expresión de desamparo, de perdido niño de los cuentos de hadas, en el bosque y en la negrura.

--"Debo" irme --y luego insiste en la pregunta--: "Debo", ¿verdad?

No contesta. Luego de una espera, él añade con la voz impersonal anterior a... ¿A qué? Sí, a la tarde del rondó...

Estaré unos días en el puerto. En el hotel. La vida está llena de esquinas y en alguna hemos de hallarnos. Gracias por todo. --Se vuelve bruscamente y sale.

Así se regresa del mundo de la felicidad.

La amiga comenta, curiosa, sin saber cómo lograr que estalle la confidencia:

--Una lo cree tonto al gringo. Pero la verdad es que sabe hacer bien las cosas... Y ahora, ¿qué haces tú?

¿Yo? --se encoge de hombros, con un gesto habitual, y calla, perdida en nebulosas conjeturas, rígida en su nueva piel, inmensamente desolada.

 

 

 

 

Ahora está ahí, adosada al muro, en la boîte de un hotel, en el azul del humo y entre las curvas de girantes luces de colores.

No debió venir. No debió dejarse seducir por esas esquinas que llenan la vida.

Se vuelve y regresa a la noche.

 

 

 

 

Atraviesa la terraza, baja escalones, camina sobre la arena suelta de la playa, recta al mar. Hasta llegar a la espuma que dejan las olas y a su fosforescencia. Andar. Andar. Dejar que el potente romper de las olas le llene los oídos con su insistencia y le asorde el pensamiento, la amargura que la corroe, la indignación contra sí misma. ¿Para qué ha venido, dándose la excusa de un viaje?

Andar. Correr. Huir. Sabe que la sigue. Que es inútil todo. Y se detiene, súbitamente, firme, fría en esa piel que súbitamente también ha adherido a la suya como otras veces.

--Viniste --dice el hombre con la alegría de quien recobra su juguete mágico.

--Me voy mañana a Estados Unidos --contesta.

--No te engañes. Viniste a buscarme. Maravillosa... --y coloca en su brazo una mano que se desliza hasta la mano de ella y enlaza los dedos a sus dedos.

La mujer no intenta desprenderse. Está tranquila, abroquelada en su segunda piel.

--Ven --continúa diciendo--. Caminemos. Será maravilloso.

Caminan. En la soledad, entre cielo y mar, en la noche de espejeantes estrellas y en la réplica de esas estrellas en el mar poblado de noctilucas.

Habla alegremente, autoritario.

--Tengo ya mi pasaje a la capital. La verdad es que la vida aquí es de opa. Si no hubiera sido por ti... --la tutea. Aprieta sus dedos y ella siente la palma caliente aun a través de la otra piel--. Puedes cambiar de ruta. Quédate en Lima y dentro de un tiempo regresas y te vas a juntar conmigo. Yo tengo allá mi departamento, que ya sabes que se lo dejé a un compañero. La gran vida... Tú haces lo que quieras, pero las tardes, las comidas y el resto son para mí. Y el cacharro... ¿Sabes?, me compré un cacharro. Me lo llevo, es claro... --Habla deliberadamente buscando restarle importancia a lo que dice.

--Es un lindo plan de vida. Pero creo que no voy a participar en él...

Se detiene. Se desprende de ella y pregunta súbitamente cambiando el tono:

--¿Por qué? Has venido. Eso basta. Estás aquí a mi lado. Hemos vivido la maravilla de los últimos meses allá arriba. Y has venido. Es más que palabras, es más que una aceptación. Entre nosotros no valen las palabras. Todo está dicho. Vale esto. --La enlaza y violentamente adhiere los labios a esa boca que no responde, que se deja besar, pero que no besa.

La suelta y dice, embriagado por su propia embriaguez:

--¿Cuándo vuelves, cuándo llegarás a la capital?

--No llegaré. Puede estar seguro de eso. Como puede estar seguro de que me voy mañana a Estados Unidos...

La mira reflexivamente.

--Habrá que hablar. Y es tan maravilloso lo que no se dice y se siente --murmura.

--No hay nada que hablar. Usted no sé qué ha supuesto de mi venida, que era por usted, por verlo. He venido porque salgo para Miami. Eso es todo. --No sabe con qué voz habla, pero se oye modular tranquilamente esas palabras.

--"Todo" es lo que nos liga. Lo de allá arriba, las tardes, las conversaciones, los silencios, la música, la lectura. La voz de nuestra sangre. La maravillosa voz de nuestra sangre. El impulso que nos echaba a uno en brazos del otro y que supimos resistir. No era posible allá, Un escándalo. ¿Para qué? Un escándalo inútil. Lo que tiene que pasar, pasará. Eres tan mía como si te hubiera poseído, como si hubiera entrado en ti y juntos, ¿entiendes?, juntos, hubiéramos llegado al límite del gozo. Eres mía, enteramente mía. --La voz se le asorda, pesada de deseo.

--No, no soy su pertenencia --insiste en el usted--. Soy su amiga, en una amistad casi increíble entre un hombre joven y una mujer que puede ser su madre.

--Cállate --grita--, lo increíble es lo que estás diciendo.

--Es lo cierto. Pongamos que sí, que usted y yo nos quisiéramos. Que fuera amor, el amor, lo que hay entre nosotros. Para mí es una amistad, una, empleando esa palabra que le es tan grata, maravillosa amistad. Pero pongamos que sea amor. ¿Qué significaría este amor para usted? Un episodio. ¿Y qué tiempo duraría ese episodio?

--¿Por qué se hace estas preguntas? --No se da cuenta de que de nuevo la trata de usted--. ¿Qué importancia tiene la edad, la suya, la mía? Yo la quiero, la quiero íntegramente, con su edad, con la que tenga, con su cuerpo de adolescente, con sus ojos de venadito tierno y con su alma rebelde y pura. ¿Sabía usted todo eso? ¿Se lo dije antes? ¿Se lo dije? No. Pero usted lo sabía. No, mi rebelde, no hay necesidad de palabras, porque todo está dicho entre nosotros y la vida por vivirla maravillosamente.

--¿Por cuánto tiempo?

--Por el que sea. No tengo otra cosa que ofrecerle que un amor sin tiempo. Puede que sea de un minuto, puede que sea por la vida entera. Pero puede también que esta vida no sea sino un minuto.

--Es que la vida resplandeciente es suya. Y no mía, que ya vivo para el fin...

--Pobre viejecita --dice él reidor--, la viejecita más joven que la más joven muchacha. Y que, sea como sea, es la mujer que quiero, que deseo...

--Que deseo... --repite dulcemente ella.

--Sí, que deseo. --Ella siente la brasa de ese deseo y tiembla-- Hacerte mía, saber el contorno de tus senos y el sabor de tu lengua. Mía.

--¡Ay! --musita ella como si le doliera el alma.

--Sí, ¡ay!, pero de placer, tú y yo.

Pasa el brazo bajo el suyo, la mano se desliza por la piel desnuda y los dedos enlazan de nuevo los de la mujer. Y caminan.

Si fuera siempre así. Si la vida fuera caminar por una playa, junto al mar, en el retumbe de las olas y el doble titilar de estrellas y noctilucas. Pero la vida no es eso. No sería eso en lo porvenir. Sería la mentira, el doblez, el disimulo. El marido aquí y ella allá. El marido aquí y ella allá viviendo del nombre y del dinero del marido. Y... ¿Es que él no piensa en eso?

--Yo no tengo dinero --dice.

--Yo tampoco -- contesta él--. ¿Y qué?

--¿Y de qué viviría yo en esa vida que usted me presenta como la suya y mía en lo futuro?

Contesta maquinalmente:

--Del dinero del gringo.

Ella se detiene, se libra de su mano y dice seca:

--No entiendo.

Él reflexiona y contesta con lentitud:

--Entonces, ¿cómo? Las cosas han sido así hasta ahora.

--No han sido así. Lo que usted presenta así es lo por venir.

--Es que tendrían que seguir como hasta ahora.

--¡Ah!

--Todo puede hacerse sin escándalo. No seríamos los primeros.

--No me gusta que me sumen a los demás --advierte cortante.

--Ya lo sé. Y eso es lo que la hace tan maravillosa.

--Todo esto es tan inútil. Me voy mañana Lo repito. Me voy. Y usted partirá, vivirá en su departamento y pronto tendrá una linda compañera. La tendrá. Todo hace preverlo.

La mira con fijeza, tratando de descubrir la verdad. ¡Curiosa mujer! Después de todo lo pasado, del romance, de lo que está seguro de que significa para ella, de lo que representa para él como interés sentimental y atracción física, de lo imaginado, de lo que es casi una realidad. Y ahora esta resistencia, esta tozudez, este rechazo. Sonríe, recordando la frase de un amigo: "Siempre quieren casarse".

--El casamiento vendrá después. Puede hacer su divorcio en México y sin saberlo siquiera estaremos casados. El aviso llega siempre días después... --quiere frivolizar, pero siente que está actuando en falso y que la mujer lo sabe.

--No. --Hay un gran cansancio en ella--. No. Por favor, no continuemos. Esto no tiene sentido. Hay una equivocación. Allá arriba lo extraordinario de nuestra amistad pudo engañarlo. Se lo aseguro formalmente. Tengo por usted un sentimiento excepcional de ternura, de lealtad, de protección. Creo que este último es el que predomina ahora. Protegerlo de su propio engaño. Allá no había muchachas de su edad ni de su condición. La vida es monótona. Las señoras apegadas a sus pequeñas costumbres burguesas. Me encontró a mí, menos vieja que ellas y menos aburridora. Se apegó a mí. Era natural. Y de ahí el error. En cuanto usted se sume a la vida que ha sido siempre la suya, verá claro que yo soy tan sólo un recuerdo amable.

--Basta --interrumpe--. Si usted quiere seguir en esta comedia, siga. Pero déjeme a mí decir mi verdad. Y vivirla dolorosamente, se lo aseguro.

Era peor que la fiebre. Tenerlo ahí, a su lado, sentir la presencia de su cuerpo, el halo de su sentimiento, fuera el que fuere, la certeza de su deseo y estar separada de él, separada por la piel fría pegada a la suya. ¿Es que esta piel regía sus decisiones, agrupaba sus palabras, acondicionaba sus gestos? Hasta ese momento no lo había pensado... Tiritó. Tuvo miedo de que le castañetearan los dientes. Había que terminar.

--Creo que lo mejor es que regrese al hotel. Su linda compañera debe de estar esperándolo. No me guarde rencor. Crea que obro por su bien. La vida para usted tendrá mil halagos: una mujer joven que responda a su edad, hijos... --Sintió que la voz se le quebraba. Reaccionó tragando saliva, que le supo acremente--. Tendrá un hogar normalmente constituido. --Le parecieron tan grotescas estas palabras, que calló abrumada.

Él la miraba dubitativo. ¿Era la burguesa aferrada a sus posibilidades sociales y económicas? ¡Qué curiosa! Hasta ese momento no lo había pensado. La certeza del mutuo sentimiento había cerrado para él toda duda de desencuentro de opiniones, de planes. ¡Que nunca pudiera saberse nada de nadie! Y menos de una mujer. Y de una mujer como ésta, habituada a la holganza, a la riqueza, a las normas sociales. La había sentido tan suya, tan entregada a su voluntad, llevara ésta a donde llevara... ¿Qué había sido entonces para ella? ¿Lo que aseguraba ahí, frente a él, sombra en la noche, con una voz reposada, monótona? Un amigo. Una manera de llenar las horas estúpidas de la vida en la oficina. Música, lecturas, paseos, conversaciones largas, largos silencios. ¿Una farsa? Tal vez esta mujer era justamente lo que pensó al conocerla: una frígida. Embotada por la indiferencia del marido borracho y por los prejuicios de una sociedad del tamaño de un alpiste. Sin valor para romper barreras. Fue su primer juicio. Y después... ¿Cuándo? Desde el rondó... --sonrió sarcásticamente--. ¿Quién las entiende? Tal vez su error fue no tumbarla sobre el sofá, en lo obscuro de las tardes invernales y al resplandor de la chimenea y poseerla en la violencia del pavor a ser sorprendidos. Tal vez... Como lo era tal vez ahora no asirla violentamente y tumbarla en la arena y al ritmo del mar hacer de ella algo íntimamente suyo. Tal vez. Seguía mirándola y a la par que hilaba posibilidades, encontrados sentimientos iban anegándolo.

Ella insistió:

--Vuelva al hotel... Quiero pasear sola... El auto me espera al fin de la playa. Quiero descansar, ya que mañana tendré un día pesada en el avión... Adiós --y le tendió una mano firme.

No la tocó. Se inclinó ligeramente, con algo de burla, con algo de despecho, con algo de rebeldía, con algo pesado en el corazón.

--Adiós... --Dio media vuelta y echó a andar con paso largo.

 

 

 

 

Ella también empezó a andar, lentamente. La recorrían escalofríos. Su segunda piel había desaparecido. La suya propia quemaba. Ahora sí que tenía fiebre. Le dolía adentro una entraña imprecisa. No era un sufrimiento padecido por el alma, lo era por el cuerpo. Como apaleada. Ardiendo corrían las lágrimas sollamándole las mejillas. De la garganta subían sollozos. Creyó que iba a aullar, como esos perros atropellados, moribundos, que a veces se encuentran al borde de los caminos. Se lleva una mano a la boca para atajar el grito. Y siguió andando, hecha un puro sufrimiento.

Los altos tacos se le hicieron intolerables. Bruscamente tiró lejos los zapatos. Siguió andando por el borde de la ola y de la espuma. Un camino zigzagueante y alucinante. Pensó en un camino sin término en lo porvenir, deliberadamente elegido.

Los pies se le helaban, agarrotados.

Se dijo a media voz, mordiendo las sílabas:

--Mañana te dolerán los huesos...

 

 

 

BRUNET, Marta. Noctículas. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.281-292.