>>Regresar

LA NARIZ

 

Tenía unos enormes ojos de asombro, recién abiertos a la vida, obscuros e inusitados en la piel de pétalo de camelia, de camelia blanca igualmente recién nacida, caída de la mano de Dios para señalar el centro de la mañana.

La madre exclamaba, llena de alborozo:

--Ya me conoce...

El padre, inclinándose sobre la crespa marejada de batistas y encajas, repetía como un absurdo eco:

--Ya me conoce...

Contra lo tradicional, la abuela, desde su altiva condescendencia, se dignaba decir cuerdamente:

--¡Qué sabe ella de nadie, si es tan chiquita!

Porque en verdad sólo sabía de elementales deseos, de lentos descubrimientos, cómoda entre esas sombras que instintivamente aprendía a diferenciar, repartiendo entre ellas el pasmo de sus miradas, el imperativo de su lloro y la tierna magia de la sonrisa con que subraya los gorjeos.

Margarita cumplió su primer año. Miraba con los ojos de mi obstinado negro, contemplando con avidez cada rostro, y su mano, que ya respondía a un propósito, señalaba la cara más cercana, y en esa cara la nariz. Cuando se allegaban en busca de la manecita, hacía una insinuación de caricia, algo vago y delicioso que provocaba el regocijo de todos y su propia sonrisa, mostrando ya la aljofarada menudencia de unos dientecitos.

Pasó el tiempo arrebatado por los vientos de esa zona austral, tironeando las noches dilatadas, haciendo de los días un fugitivo claror en que la nieve ponía la evidencia de su incertidumbre. Llovía a torrentes, sin que paloma alguna asomara la esperanza de un verde ramo. Luego creaba la neblina otra incertidumbre más desvanecida aún, y, de súbito, una mañana cualquiera era como la primera mañana del mundo, con su sol recién nacido y su aire liviano incontaminado de suspiros, sol que relumbraba entre algodones de nubes graciosas, puestas allí para hacer más azul el azul del cielo.

La niña cumplió siete años. Parecía un largo tallo de junco. La cabeza mostraba la melena de paje, cobriza, y bajo la neta línea del flequillo aparecían los ojos enormes, desproporcionados, inescrutables, mirando en cada rostro con sostenida fijeza el perfil de la nariz.

--Abuela, ¿por qué tu nariz no se parece a la de papá?

La abuela la miraba a su vez sostenidamente, dejaba la labor en el regazo y contestaba seca, cortés, muy erguida en el severo traje negro con que cultivaba, a la par que con otras vetustas tradiciones, el tipo victoriano, buscando poner en evidencia la gota de sangre inglesa de un lejano antepasado.

--Porque papá es hombre y yo soy mujer.

--Tú eres mujer, como tía Elena, y tu nariz tampoco se parece a la de ella.

--Pero, hijita, todos somos distintos. No tenemos las narices iguales, ni los ojos, ni nada. Nadie es igual a nadie. Ni siquiera los mellizos.

Bajo el borde del flequillo, los ojos se ahondaban insatisfechos. Su mirada también parecía ensancharse, abarcando mucho más que el tranquilo y suntuoso ambiente del salón familiar, en cuya chimenea ardían los troncos resinosos dando calidez a las caobas y a los bronces, animando con sus reflejos trémulos las desvaídas figuras de los tapices.

--Tu nariz es casi igual a la de mamá. Pero la de ella es más bonita y siempre está contenta. En cambio, la tuya parece que oliera cosas feas. Y que estuviera por enojarse. Porque tu nariz, abuela, se enoja antes que tú lo sepas. Ahora, por ejemplo. ¿Ves? Está enojada y tú no lo estás. Es decir, empiezas a enojarte también, porque el enojo ya no te cabía en la nariz.

Por toda respuesta, la abuela se encastillaba en su mutismo desdeñoso.

La madre contemplaba a Margarita con el mismo azoro de la gallina del cuento al patito feo. ¿Cómo era posible que de una misma pudiera salir una criatura tan absolutamente ajena?

No lo sería más si la hubiera recogido abandonada en medio de la calle. Margarita, sin decir palabra, mirando hasta ser molesta, y cuando llegaba a decir algo, era haciendo alguna observación absurda acerca de las narices.

--¿Las narices también se mueren, mamá?

No le gustaba salir, no jugaba ni sola ni con los niños. Lo mismo le daba un vestido que otro. No sabía qué quería, o, mejor dicho, no quería nada.

Ahora la sentía mirarla, no directamente, sino a su imagen reflejada en el espejo, los ojos de brillante azabache fijos en un punto.

--Tu nariz es más bonita que tú.

--¿Hasta cuándo vas a repetir esa insensatez? ¿No se te ocurre otra cosa?

--Es que es muy bonita tu nariz...

--Basta. Basta... Vas a terminar con mis nervios...

El gran refugio de Margarita era el cuarto de planchar, donde su niñera, Asunción --Sunta la gallega--, batallaba ahora con prolijas lencerías, introduciendo con eficacia la plancha entre los ángulos de los bordados, asomando por una comisura de la boca la punta de la lengua martirizada en el esfuerzo. Dejaba el trabajo al ver a la niña, preguntando con indignación apenas reprimida:

--¿Qué te pasa? ¿Te han reñido?

--No, no me riñó nadie. --Sin prisa se acomodaba en un banquito--. ¿Por qué iban a reñirme?

--Claro, lo mismo digo yo. ¿Por qué iban a reñirte? --pero tornaba a los corruscantes volados que el almidón volvía marmóreos, con un, suspiro, porque, ¡claro!, reñirla no la reñían, pero todas "ésas" no hacían otra cosa que espantarla como si fuera una mosca inoportuna.

La observaba de reojo. Parecía estar en otro mundo, rodeada de silencio, con los ojos tan grandes, tan negros, sin saberse hacia dónde miraban. Asunción podía ignorarla mientras permaneciera así, quietita, fijas las pupilas, pensando en esas cosas tan raras de las narices. Porque la niña era rara. ¡Vaya si lo era! Aún queriéndola mucho y sin maldad alguna, tenía que reconocerlo. Con- razón la gente decía esto y lo otro y lo de más allá. ¡Claro que boba no era! ¡Qué iba a ser boba!... Pero lo que es rara, eso sí.

Podía ignorar que Margarita estaba allí, sentada, hasta que sus ojos de pronto se fijaban en ella, en Asunción, desasosegándola al extremo de hacerla perder toda mesura, dando tirones que no debía a los voladitos o llevando inútilmente la plancha hasta la cara para cerciorarse de su eficaz temperatura. Preguntaba, al fin, tratando de no dejarse ganar por la impaciencia:

--Bueno, ¿qué hay?, ¿por qué me miras tanto? ¿Vas a preguntarme algo de mis narices?

La niña decía, sin inmutarse:

--¿Dios tiene narices?

--¡Neña!... --exclamaba Sunta, escandalizada.

--¿Tiene narices Dios?--insistía.

--Neña..., pues, tenerlas, ¡claro que las tiene! --contestaba de pronto, iluminada por remotas palabras que llegaban a su memoria desde la polvorienta sacristía donde repasaba en coro su lección de catecismo--. Como que Él nos hizo a su imagen y semejanza. Si tenemos narices, es porque Él las tiene. ¿Estamos?

Pero "no estaban". Ella misma dudaba, temerosa de que aquello no fuera una irreverencia, acaso una blasfemia. Podía imaginar los ojos terribles de Dios y su boca misericordiosa; pero las narices... Las narices eran tan --¿cómo se diría?--, tan poco propias de Dios. ¡Al diacho con la criatura que la metía a una en aquellos aprietos!...

--Quisiera verle las narices a Dios... Pero a Él mismo. No a esos cuadros en que dicen que está Él. Y que no es cierto, porque nadie le ha hecho un retrato a Dios, al verdadero que está en los cielos --hablaba con una voz sin sobresaltos, fluyente como un cauce melodioso, tranquila la expresión, abismados los ojos en esos ámbitos celestes que ansiaba conocer.

--¡Neña! ¡La mi neña! ¡Que dices unas cosas que huelen a azufre y chamusquina!

--Quisiera ver a Dios, verle el perfil --proseguía la voz tranquila hablando para sí sola.

--¡Faltaba más que esto! ¿Quieres callarte? ¿No quieres jugar? ¿Es que no puedes hacer lo que hacen los otros chicos? --y se quedaba transida de pena al verla ponerse de pie despacito, e irse quedo, sin apuros, tan fina como irreal--. ¡Es para enloquecer! ¡Ay la mi madre! ¡Qué neñuca más rara! --y por largo rato se quedaba con los puños apoyados sobre las caderas, dura sobre las firmes piernas hechas para resistir siegas y galernas, pinas laderas y el "a lo alto y a lo bajo" de los regocijos romeriles. Hasta que tornaba a su trabajo murmurando rabiosamente--: ¡Que sea lo que sea!

Los otros niños... Margarita pensaba en cómo serían los otros niños, esos que le ponían siempre de ejemplo. Trataba de acercárseles, de interesarse en sus juegos pero en seguida comprobaba con angustia su imposibilidad de ser como ellos. La llevaban a casa de amigas de mamá o de tía Elena, donde la esperaba el enjambre bullicioso; traían a su casa bandadas de niños que se enloquecían con sus juguetes, con las golosinas puestas al alcance de su gula en el comedor resplandeciente como un paraíso. Buscaron una niñita mayor que ella, a quien explicaron cómo debía conquistar su confianza; trajeron una criatura menor que ella, una suerte de muñeca adorable, que tampoco logró cautivarla.

--¿Por qué no quieres a los niños? --interrogaba la madre.

--Porque no tienen narices...

--¿Que no tienen narices? ¿Pero tú estás loca? ¿Oyen ustedes esto? ¿Así que los niños no tienen narices?

--No. Tienen nada más que un pedacito de nariz que no me gusta.

--¿Qué es lo que te gusta, entonces?

--Las narices. Las de la gente grande; ésas ya están hechas; son to­das distintas y me gusta saber cómo son...

--¡Jesús y qué disparates! Pero ¿y por qué te gustan?

--Porque las narices siempre dicen la verdad. No saben hacer guiños, como los ojos, ni sonreír, como la boca., Cuando toda la cara dice mentiras, sólo la nariz se porta bien y dice lo que siente.

--¡Dios mío! Y fuera de las narices dichosas, ¿no te gusta otra cosa? ¿No quieres algo?

--No, mamá.

--Habría que mandarla al colegio --intervenía con aire magistral tía Elena, para añadir--: Hace tiempo que lo estoy diciendo: hay que mandarla al colegio para que se le vayan todas esas tonterías de la cabeza.

--¿Quieres una muñeca nueva? --seducía la madre--. ¿O un trineo?

--No, gracias, no quiero nada.

--¡Ay, ya sé! --y anticipándose al presunto deseo--:¿Quieres un perrito blanco, peludito, un perrito chiquito?

Movía negativamente la cabeza, sonriendo, enigmática.

--No quiero un perrito. No quiero nada.

Era la neña rara que decía Sunta. Le gustaba estar sola. O mirar fijamente a cada cual. Solía decir algo insólito sobre las narices.

Triunfó finalmente el parecer de tía Elena. La mandaron al colegio. Resultó una alumna discreta, pero seguía aislada y silente. Continuaba siendo el eje de la vida familiar y el tema exasperado de las mujeres. Hasta el padre dejaba de lado momentáneamente las preocupaciones de los negocios para preguntar con una voz de lisura, sin apuros, prodigiosamente parecida a la de la niña:

--¿Es que ustedes tampoco pueden hablar de otra cosa?

--¡Como tú vives metido en tu escritorio y el resto del mundo no te importa! --exclamaba la madre, hallando desahogo a viejos resentimientos.

Se vivía entre destemplados diálogos y peligrosos pozos de silencio. Margarita sentía un desasosiego creciente, porque habían terminado por despertarle la conciencia de su rareza. Vivía espiándose a sí misma, tratando de semejarse a los otros niños, ceñida a las formas más insípidas de las buenas maneras, con una expresión mineral en los ojos que rechazaba toda intrusión, cuidando las palabras, eludiendo las observaciones que de alguna manera indirecta pudieran referirse a las narices. Pero era inútil. Las mujeres aguzaban sus suspicacias frente a ella.

--¿Por qué no me dices que mi nariz es más bonita que yo? Si te veo en los ojos que lo estás pensando --decía exasperada la madre.

--Hace tiempo que lo estoy repitiendo: ahora se hace la víctima... --continuaba tía Elena.

--Neña, la mi neña..., anda..., desahógate... Di algo de mis narices. Ya sabes que a mí, ¡maldito si me importa!... --y Sunta, como otrora, la envolvía en su inútil terneza.

Un día el padre la halló llorando en un ángulo del salón, mientras estallaban los cohetes entre las unánimes carcajadas de la fiesta infantil.

La alzó en sus brazos y se fue con ella a su escritorio. Por largo rato permaneció sentado, frente al hogar, meciendo suavemente a la niña entre sus brazos, mientras el hielo del silencio parecía licuarse en las lágrimas copiosas.

La sentía tan liviana, patética en la compostura que aun en su desolación trataba de guardar.

--No se lo digas a nadie... Por favor, papá... No se lo digas..., que no sepan que he llorado...; pero es que no puedo más..., no sé qué hacer..., todo les parece mal...

La acunaba sin palabras, temiendo entorpecer el fluir del río obscuro de su confidencia.

--...a los niños también les parezco mal..., se ríen de mí..., dicen que soy rara... --y con una voz blanca por la desesperación de lo que consideraba como una vergüenza--: Es por lo de las narices, ¿sabes?... Pero no soy mala, papá, puedes creerlo..., no soy mala...

Seguía meciéndola enternecido, ganado por la súbita conciencia de su responsabilidad, trazándose una conducta para el futuro. La niña se dejaba hacer, entre suspiros, repitiendo las mismas palabras mojadas de lágrimas, ganada por la certeza de ese maravilloso refugio que se le aparecía de pronto, adormecida por una especie de bienaventuranza, relegado ya su dolor a los lindes del recuerdo, sintiendo con el instinto que afinara el sufrimiento que una fuerza todopoderosa empezaba a crear a su alrededor una zona de paz invulnerable.

 

 

 

 

Al día siguiente la casa se convulsionó de sorpresa ante la inesperada partida del padre acompañado por Margarita. Iban hacia las propiedades que lindaban con la cordillera, junto a la órbita de un lago; a la casa de troncos con techo de rojas tejuelas que se destacaba en una puntilla sobre el verdor del césped, entre los cielos avellonados por morosas nubes y el agua mansa duplicando la callada belleza de ese azul y de ese blanco. Detrás estaban los cerros apretados de árboles; otros cerros se escalonaban en seguida, con igual verdor en la crespa marea de las copas, y luego, decididos, desnudos de todo verdor --última certidumbre detrás de las apariencias--, surgían los volcanes, con las cimas deslumbrantes de nieve, para terminar con la soñadora afirmación de su penacho de humo.

Margarita tenía la impresión de inaugurar un planeta, de estar en medio de un mundo prodigiosamente antiguo, aún no visto por ojos humanos. El padre le dijo apenas llegados a la casa:

--Arréglatelas como puedas. Yo tengo mucho que hacer en el campo con el administrador. Si necesitas algo, se lo pides a doña Damiana.

Doña Damiana era casi una ausencia, sin más atadero a lo cierto que su eterna sonrisa. El resto de la servidumbre aparecía con silente eficacia y desaparecía, con esa especie de cautelosa domesticidad de las gentes montañesas.

La niña pasaba la mayor parte de su tiempo --¡y qué suyo lo sentía!--junto a la chimenea, sentada en una actitud impecable que hubiera merecido hasta el visto bueno de tía María Elena, esperando no sabía qué, vagamente inquieta. Podía estar sola, podía estar en silencio, era la dueña absoluta de sus actos. Hasta podía no hacer cosa alguna. Pero no estaba preparada para tanta felicidad y no sabía qué hacer con esa inesperada riqueza.

¡Qué lejos la estridencia ciudadana, la necesidad de adoptar actitudes, de responder a mortificantes inquisiciones!

El reloj era el corazón de la casa, y desde sus complicadas tallas, el cucú anunciaba con infantil algarabía el paso del tiempo... Afuera solía oírse el ladrido de un perro que señalaba una presencia inesperada; o el relincho de un caballo tendido hacia la querencia, o el barullo de las cachañas detenidas por la curiosidad en su vuelo.

A veces, adelgazado por la distancia y obligando a un esfuerzo para percibirlo bien, se escuchaba el tañido de una campana que colmaba con su levedad la comba del cielo. El piso crujía, insinuando viejas confidencias imposibles, e inesperadamente un leño iracundo improvisaba una pirotecnia de chispas en el cálido regazo de la chimenea.

Margarita esperaba. ¿Qué? La voz de la madre dando una orden, los ojos fiscales de tía María Elena, la abuela con sus promesas a ras de labios, las impertinencias de las otras niñas, Sunta con la seguridad de su amparo. Tal vez nada. Sí. Terminó por no esperar nada.

El cucú aseguraba bullanguero la increíble noticia de que había pasado otra media hora, y al cerrarse las portezuelas minúsculas volvía el silencio, haciendo posible el tránsito de los pequeños rumores.

En aquella esquina final de su infancia, Margarita sentía la feliz certidumbre de que algo en su vida cambiaba definitivamente.

Un poco de soslayo, el padre se limitaba a inquirir a las horas de comida:

--¿Estás bien? ¿No necesitas nada?

--Nada, gracias.

El administrador, doblemente obeso, de kilos y labia, entre bocado y bocado comentaba embobado:

--¡Cómo crecen los niños! ¡Hay que ver!...

Pero el padre estaba al quite para defenderla de preguntas, desviando de inmediato la atención hacia problemas campesinos.

Doña Damiana, con la terneza que parecía fluir tangible de su figura hecha de roble, veteada de años y ancestrales sabidurías, osaba proponer humilde:

--¿No quere nada la niña? Le podíamos ensillar un caballito O si es gusto salir en el bote chico, para dar una vueltita por el lago.

Margarita no quería nada. Pero ya no se quedaba inmóvil junto al fuego.

Miraba a través de las grandes puertas-ventanas el paisaje frontero a la casa. Después se aventuraba hacia la terraza y bajaba por el escalonado camino hasta el embarcadero. Cada uno de estos avances significaba una larga reflexión, un decirse-y asegurarse a sí misma que nadie iba a impedírselo, ni a reprochárselo siquiera. Entre cada uno de sus pasos había siempre una pausa, durante la cual, con la cabeza ladeada y el oído alerto, parecía esperar las voces temidas, las admonitorias palabras.

Sólo había quietud a su alrededor, y en esa quietud pasaban los rumores apenas insinuados por la realidad que junto a ella también se deslizaban en puntillas.

Se sentaba en el banco del embarcadero. Pensaba: "Esto es lo que yo quería, sí, esto. Estar sola, no hablar". Miraba el lago, la superficie que copiaba en su espejo el cielo y el silencio. Su tersura se subrayaba con el tenue rizo de una onda temblorosamente acariciando las espadañas de la ribera.

Un pez fijaba en el aire su fugitiva puñalada de plata. Unos patos salvajes con sus graznidos ponían una síncopa en aquella armonía. Con el mismo lento ritmo con que ondeaban las aguas, el aire esparcía el perfume de las resinas de los pinares, de los canelos desollados, del fino y fresco césped, del ceremonioso incienso de los malvones estallando en manabas escarlatas, de los lirios procesionales con sus áureas tocas monjiles.

Margarita empezaba a sentir el goce de separar los rumores, de individualizar los perfumes, de distinguir el silencio que sucede a la algarabía de las cachañas del que prolonga el llamado de la capillita distante.

Empezaba también a dejarse conquistar por la mansa caricia de los ojos color de miel del cachorro que encontrara una mañana, empeñado en seguirla, husmeando ruidosamente su rastro, con las fuertes patas aún apresadas en la felpa de una torpeza pueril que lo desequilibraba ridículamente al pretender seguirla trotando, para terminar con las orejas a ras de tierra, todo él transido de súbito amor hacia ella, y sin saber en su apasionado y azorado corazón de perro cómo demostrárselo.

Margarita lo miraba de reojo, desconfiadamente. La verdad era que le teñía miedo, un miedo que la humillaba porque lo comprendía sin sentido. Trataba de desentenderse de su compañía, de no mirarlo, pero cada vez la preocupaba más esa tozuda presencia. El perro la esperaba inopinadamente en cualquier recodo, e iba tras ella, adelantándola luego, deshaciendo camino en festivas cabriolas, en saltos de blando algodón, insinuando inquietantes aproximaciones. Parecía sentir con su seguro instinto que aún no había llegado la hora de la amistad y procuraba adelantarla saliendo a su- encuentro. Y tanto hizo, que la hora llegó. Margarita terminó por mirarlo, por tender una mano tímida hacia una cabeza más tímida aún y que se humilló bajo el peso de tanta dicha. Y una pequeña voz sonó incierta.

--Eres un perrito feo..., feo..., feo.

El perro se deshizo de felicidad, arrastrándose, gimiendo, con los ojos mirándola humanizados. Se fue acercando a esa mano. La niña se atrevió a ensayar una caricia sobre la frente rugosa. Los ojos del animal se entrecerraron en la plenitud del gozo. Ya tenía un nombre: "Feo". Y tras el nombre, una amiga.

Salían por los alrededores. Iban por el borde del lago en interminables caminatas que cada vez los unían más al internarlos con un alegre espíritu de conquista por matorrales, bosques y cerros.

El perro iba adelante, rastreando imaginarias liebres, muertas hacía siglos por los ilustres antepasados de su estirpe de cazadores. A veces paraba tembloroso, como clavado en el suelo, la cola rígida, y Margarita sabía que de alguna parte partiría la zumbante flecha de una perdiz despavorida. El perro se volvía entonces a mirarla con una perplejidad desmedida hacia su ídolo incomprensible que no respondía al instinto con el instinto, y la niña se reía acercándose a él, rascándole en compensación las sedosas orejas, entablando uno de esos diálogos tan comunes ahora entre ellos, mezcla de abrazos y zarandeos, monosílabos, tiernas onomatopeyas por un lado, y gruñidos y ladridos por otro.

Bordeaban el lago. La niña se detuvo, acercando el rostro al tronco frío de un arrayán, deleitosamente recibiendo en su piel ese frescor. El perro escarbaba con ahínco por ahí cerca.

Largo rato duró el afanado pujar del animal, que parecía azuzarse, a sí mismo con ladridos entrecortados. Hasta que desenterró un trozo de madera que llevó triunfante a Margarita. Era un leño retorcido, pulimentado por la intemperie, patinado por las largas lluvias del sur y la humedad del suelo.

Una extraña forma alucinante, que pugnaba por expresar algo.

Margarita lo tomó con recelo, porque parecía estar vivo, lleno de malignidad vital. Lentamente lo hizo girar en el aire. Y de súbito algo la deslumbró: allí, en esa forma de enérgico perfil, que de pronto revenía sobre sí misma, descubrió una nariz... De pronto pensó que hacía mucho tiempo que no pensaba en las narices... Pero aquello en verdad no era pensar: allí estaba en sus manos, inesperada, salida de la tierra, evidente.

La rama en el aire, a contraluz, era igual a la nariz de su padre. Idéntica. Comprendió que la nariz no bastaba: ¡si pudiera completar todo rostro!

--¡Busca!... ¡Busca! --ordenó al perro, como si del instinto del animal dependiera su existencia.

Buscaron los dos. Buscaron todo ese día, todo el siguiente: troncos, pedazos de raíces engrifadas como si defendieran su identidad contra toda ajena suposición de forma; piedras, cerradas en su mudez de siglos, a las que era preciso golpear, manosear para que adquirieran sentido y "dijesen" algo. En informe montón fue arrinconando en la casa aquellos dispares materiales.

--No me toque estas ramas ni estos cascotes, doña Damiana. ¡Que nadie me los vaya a botar!

La vieja miraba, con ojos igualmente maravillados en su comprensiva ignorancia que los del perro, el desconcertante capricho de la niña, quien parecían ser un tesoro todas aquellas basuras. Con idéntica obediencia, respondió al pedido de Margarita, que seguía diciendo:

--Déme un martillo y cola para pegar, y clavos y alambre que no sea muy grueso y un, un ..., ¿cómo se llama? Una de esas tijeras para cortar alambres.

El padre la halló sentada en el suelo, indescriptiblemente sucia, con el perro al frente despatarrado en su cuarto trasero, cabeceando somnolento. Una larga rasmilladura serpeaba por una de las piernas de Margarita. Un trozo de lienzo atado a uno de sus dedos mostraba huellas de sangre. Con mueca voluntariosa endurecía la boca y en sus ojos esplendía la fiebre de trabajo, mientras las manos autoritarias manejaban y vencían la tenaz oposición de la larga liana de un alambre, fijando una rama con otra, una raíz a una piedra.

Al ver de pronto al padre, mostró triunfalmente su obra.

--No dirás que no es tu retrato...

La intención de una sonrisa que se aprestaba a juzgar un juego de niñas fue desvaneciéndose al contemplar aquel inesperado y heteróclito conjunto.

--A ver, a ver...

La niña puesta de pie, echando atrás la cabeza y entrecerrando los párpados, con el gesto del que necesita abarcar un conjunto, miraba su obra. El padre la atrajo tiernamente a su lado, sin quitar los ojos del amasijo de donde surgía evidente, aun de sus errores, el resplandor de un sentido. Una tensión, una fatiga que no era producto de sus afanes del día, se desvanecía en él súbitamente. ¡Al fin! ¡Y qué sencillo y natural era todo! ¡Y qué hermosamente terrible sería todo en adelante!

--¿No hallas que se te parece?

--Si hasta me da un poquito de susto...

--Ya verás cuando esté terminado. Aún le falta trabajo... Pero me tienes que comprar muchas cosas. Herramientas. Una caja. Y otros alambres que no sean tan duros. Te voy a hacer una lista para que no olvides nada.

--El administrador puede prestarte algunas.

--No, no. Yo quiero que mis herramientas sean mías.

"Yo quiero." Ciegamente, desde siempre, había pujado aquella voluntad que al fin irrumpía lúcida. Sí, era realmente maravilloso percibir de pronto el sentido oculto que allí se manifestaba.

--Ahora ya sé por qué me gustaban las narices...

Lo miraba, miraba su nariz, sonriente, maliciosa, tierna y adorable. También lo sabía ahora el padre. Era como si deletreara símbolos sin sentido. Que Margarita aprendería a leerlos. A leerlos de corrido. Y a escribir en ese idioma. La niña continuó con la misma mezcla de expresiones:

--¡Lo que tendremos que pelear con "ellas"! Porque no "les" va a gustar nada que yo haga estas cosas. Pero "nos" defenderemos, ¿no es cierto?

--Nos defenderemos --afirmó suavemente el padre, tendiendo hacia ella una mano, como quien continúa un juego.

Pero no era a la niña, era a sí mismo a quien se prometía la custodia de esa pequeña llama surgida mágicamente entre leños y pedruscos.

 

 

 

BRUNET, Marta. La nariz. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.264-274.