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EL ZARCO

 

Más allá de la bajada de los Caracoles empezó la lluvia a darnos papirotazos con gruesos goterones. Era ya de noche en la quebrada que seguíamos, y arriba, sobre los picachos cordilleranos, unos nubarrones se unían a otros nubarrones, formando un espeso capote gris, negruzco, viejo, desgarrado a trechos, dejando ver la vestimenta azul del cielo en que un botón rutilaba esplendente. Íbamos al paso de las cabalgaduras, mulas hechas a estos caminos peligrosos, sabias en el andar firme, engullidor de leguas. Aún nos faltaba buen trecho que hacer para llegar al sitio donde pernoctaríamos, y cada vez la noche se espesaba más, subiendo por las laderas hasta llegar arriba y confundirse con los nubarrones, formando una masa densa que parecía entrarse por los ojos, por la boca, por los oídos. Solía pasar volando bajo un pájaro de presa, y en lo profundo de la quebrada el río decía su enfado con las piedras que le formaban remolinos de espuma. Las mulas llevaban un paso silencioso, con la madrina adelante, en tintineo jovial, y todos nosotros --capataces, arrieros y yo--fastidiados por aquella lluvia que nos deshacía el agrado del viaje "al otro lado" en busca de un piño de vacunos que mi padre comprara a un estanciero del Neuquén. Fastidiados: ellos, por lo que la lluvia podía significar para mí de molestia, mujer como era de ciudad sin curtidura de vientos, de soles ni de lluvia, creían ellos. Fastidiada: yo, por el prejuicio que mi vida ciudadana ponía en ellos respecto a mi resistencia, y queriendo a cualquier precio demostrarles lo poco que la lluvia me importaba. Pedí el poncho de castilla que en las noches me servía de abrigo cuando dormíamos a campo raso, lo eché sobre mis hombros, alcé el cuello, bajé las alas del cucho maulino y seguí estoicamente bajo la lluvia, que ahora hacía caer sobre nosotros una rociada fina y pareja.

--¡Condenado tiempo! --dijo un arriero junto a mí.

--Tenimos agua pa' rato... --exclamó el viejo Pancho con inquietud--. Lo pior es por usté, patroncita.

--No se preocupen por mí, voy muy bien...

Iba bien, sí, al comienzo, pero poco a poco la manta pesaba sobre los hombros, al par que en las piernas empezaba a sentir la caladura del agua. Y el demonio del cucho maulino, que era mi orgullo, se iba transformando en un trapo mojado que se pegaba a mi cabeza echando por las mejillas dos canales que desembocaban en el cuello, entrándoseme entre la manta y la chaqueta del traje de montar. Seguíamos andando, despacio, que la lluvia hacía resbaloso el camino otra vez en bajada. La ropa se me pegaba cada vez más al cuerpo, y ya transida, el camino se me hizo intolerable. Por eso, cuando el viejo Pancho dijo con su habla sentenciosa:

--Mejor será, patroncita, que subamos un poquito pa' lo alto, buscando la casa de piedra del Zarco. De aquí allá no tenimos más de media hora de camino. Podimos alojar ahí. El Zarco es un chileno que vive por estos laos, medio ideoso, pero güena persona. En cambio, si seguimos pa' lo del amigo Clodomiro, tenimos tres horas más de mojadura.

Cuando el viejo Pancho habló así, sentenciosamente, sentí tal terneza por su lealtad vigilante, que me hubiera echado en sus brazos como cuando era pequeña y me cargaba para llevarme por la montaña --buscaba en ella al lobo de la Caperucita--, y cuyos caminos largos y ásperos me cansaban. Pero contesté por conservar mi empaque:

--Por mí no vale la pena desviar rumbo.

Y como, de pronto, me diera pavor ser creída, agregué muy ligero:

--Pero como las bestias han de estar cansadas, será mejor tirar para donde dice don Pancho. ¿Por dónde se va?

--Vamos llegando al atajo que debimos tomar.

La lluvia seguía cayendo fina y penetrante y en la cara era como una araña que tejiera una red complicada, enervadora, que hacía inclinar la cabeza buscando defenderse de sus hilos helados. Las manos me caían inertes sobre el arzón, y las riendas flojas estaban en poder de Pancho, que desde hacía rato llevaba mi cabalgadura de tiro. Y en el último retazo de camino en fuerte repechada, era yo una especie de pelele, sin músculos, sin ideas, fofa de cansancio y frío.

Hasta que, de súbito, la mula se detuvo, y una luz me dio en los ojos. Un cuadro amarillo se abría enfrente, una puerta y en su vano un hombre que parlamentaba con los arrieros que se adelantaran y que ya estaban descabalgados.

Me bajó el viejo Pancho de la silla y en vilo me depositó adentro, en la casa sin silueta, fundida a la montaña, a la sombra y a la lluvia. Afuera había movimiento: los hombres desensillaban y descargaban las bestias, hablaban, reían, pasaban y repasaban frente a la puerta abierta, abierta porque el viejo Pancho entraba y salía trayéndome la bolsa que contenía mis ropas, la caja de picnic, un brasero con carbones rojos, una tetera que se puso a cantar su canción de hogar, un vaso de aguardiente que me hizo beber aunque me ardiera al pasarlo. Y luego me dejó sola para que cambiara de ropa.

Hasta mucho después, ya con la reacción del fuego, del aguardiente y de la vestimenta seca, no empecé a curiosear con la mirada la habitación donde estaba, una extraña construcción de piedra en que se habían aprovechado oquedades de la roca viva. Una puerta comunicaba con el corredorcillo que corría afuera y otra puerta comunicaba con la segunda habitación, oquedad más pequeña que, como la primera, había sido trabajada a cincel para dar a las paredes superficies lisas. Había unos pocos muebles de rústica hechura, y en el piso --también de piedra-- unos choapinos y unos cueros de puma eran la nota confortable. La pieza en que estaba era el dormitorio. La otra, el comedorcito. Todo ello en orden y aseo a la luz de un reverbero a parafina.

Salí al corredorcillo y como no hallara a nadie, grité:

--¡Pancho! ¡Pancho!

Una voz contestó cerca de mí, bajo la lluvia y desde la sombra:

--Ya viene, señorita; está acomodando a la gente en una cueva que hay más allá, en la cueva del Chivo, que le llaman.

--¡Ah! ¿Quién habla?

--Soy yo, señorita, el que vive por estos lados y al que nombran el Zarco.

--Buenas noches. Muchas gracias por su alojamiento. Lo vamos a molestar; perdónenos; pero llovía demasiado para seguir camino...

--Estoy muy contento de poderles servir a ustedes, a usted, sobre todo, señorita.

--Muchas gracias.

Y como hubiera un silencio y siguiera viendo al hombre frente al corredorcillo, impertérrito bajo la lluvia, dije, pensando en la sensación agobiadora que sintiera antes, recibiendo ese chorro continuo:

--Véngase acá, no se esté en esa forma calándose.

--¿Qué importa, señorita?...

Cuando estuvo bajo techo, dijo modosamente:

--Con su permiso...

Se sacaba la manta, y con un gangocho que cogió de un rincón se limpió las altas botas de cuero. Luego se lavó las manos, y entonces vino hasta cerca de mí, diciendo:

--¿Quisiera servirse algo la señorita? ¿Un matecito para calentarse? No es mucho lo que tengo para ofrecerle; hay que tomar en cuenta sólo la buena voluntad. Tengo charqui... Si gusta, le puedo hacer en un volando un valdiviano. También tengo huevos y queso y mantequilla y tortillas de rescoldo también... Leche no tengo nada, porque esta mañana me dieron vuelta el tarro los condenados de los perros...

Hablaba con una voz humilde, con pausas entre frase y frase.

--Amigo, me ofrece usted un verdadero banquete. Pero no se moleste.

Esperemos que llegue Pancho con las provisiones que nosotros traemos.

--Ustedes son mis alojados y no me van a despreciar...

--Tiene usted razón, amigo. Acepto su pan y su sal.

--Hace mucho viento; mejor será que entre para acá.

Era verdad. La noche se helaba con ráfagas que sonaban como trallazos sobre los altos árboles, como silbidos entre la madera del corredorcillo. Entramos al comedor.

El hombre fue colocando sobre la mesa el mantel de burda tela, unos cubiertos, una fuente con tortillas de rescoldo, un plato con queso, otro con mantequilla, un salero, una soperita diminuta con ají. Y luego trajo un cántaro con agua, uno de esos cántaros que se hacen en Quinchamalí, trabajados en greda negra en forma de una mujer que toca la vihuela, ancha la falda, delgada la cintura, arqueados los brazos sobre el instrumento pequeñito, la cara risueña, y en la cabeza una chupalla abierta en la copa, vertedero para el líquido que se echa adentro, todo ello decorado con motivos indígenas, grafismos en rojo, blanco y amarillo.

--¡Bah! --dije--. ¡Una greda de Quinchamalí! ¿Dónde la consiguió usted?

--Me la mandaron de mi tierra --contestó el hombre lentamente.

--¿Es usted chillanejo?

--Sí, señorita, chillanejo.

--Yo también lo soy, amigo.

Hubo una pausa. Luego el hombre preguntó tímidamente:

--Me gustaría saber su gracia, por si yo conociera a su familia...

--Soy nieta de don Ignacio, el que tenía almacén en la Plaza de la Merced. Mi padre es Ambrosio...

--Cabalmente --y con voz cambiada, firme, grave y caliente de recuerdos, agregó--: Cuando la vi me pareció reconocer los ojos. Se parece usted a su padre. Lo conocí mucho y también a sus tíos... Ignacio Segundo, Manuel, Ramón, el que más queríamos todos; Darío, tan santito, que creíamos que se iba a meter de fraile... Y Rosita, la lisiada, que iba por las calles en su cochecito, bonita como una imagen, dando la gracia de su sonrisa, el consuelo de su palabra y la caridad de su dinero...

--¿Dónde conoció usted a mi padre y a mis tíos?

--En el colegio de doña Pepita Carretero (ahora lo llamarían un kindergarten), al cual íbamos todos los niños de las familias tradicionales. Ramón y yo nos sentábamos en el mismo banco; éramos inseparables...

--¿Y después?

--Después... --dice el hombre y se queda mirándome con una angustia que le atiranta la boca, que se la hace enternecedora como la de una criatura que fuera a llorar.

Lo observo. Tiene raza. Algo, no sé qué, en el porte, un llevar la cabeza donairosamente, unos pies que las botas burdas no alcanzan a deformar, unas manos que el trabajo no logró hacer rudas. Es alto, rubio, fuerte en su delgadez, con la cabeza pequeña y la cara de rasgos acusados, judaicos por la nariz de garduña y los ojos adentrados bajo el arco de las cejas, con las pupilas muy claras, desteñidas de azul, y la boca bellamente diseñada, fina y desdeñosa, mostrando los dientes puntudos, brillantes de pulcritud. El tipo que suele ser de repulsión por el ave de presa que sugiere, en este caso era de cabal nobleza.

Dije, siempre mirándolo y arrastrada por la curiosidad:

--Sí, después... Después de esa infancia... ¿Cómo ha llegado usted a esto?

Me miró a su vez, siempre con la boca en temblor patético, y fue diciendo como si las palabras le salieran amarradas en series, con pausas entre ellas, vaciándose en la confidencia lenta y dolorosamente, con otra construcción en las frases que al evocar el pasado parecían tomar de nuevo la modalidad culta que su educación le diera:

--Después de esa infancia... Después de esa infancia vinieron la ruina de mi casa y mi empleo en el norte, en las salitreras, adolescente aún, junto a un tío que me acogiera como a un pordiosero que es una carga. Así de ardua mi vida junto a él por muchos años... Muerta mi madre, muerta mi única hermana... Mi hermano (mayor que yo diez años) viviendo en Chillón Viejo, en una quintita que le daba apenas para mantenerse, trabajando en compañía de su mujer, vendiendo hortalizas, criando aves, cultivando colmenas. Así los años miserablemente... No sé qué ansia de mi tierra suave de clima me vino en el norte, una especie de idea fija de ver a mi hermano, de conocer a mi cuñada, de acariciar a mi sobrino... Seguía en las salitreras, en mejores condiciones económicas, libre de la tiranía de mi tío, pero el calor me echaba a perder cada vez más la salud y el ánimo, y no tenía otra ilusión que juntar unos pesos para volverme al sur y ver manera de trabajar en otras actividades que fueran más acordes con mis gustos. Me atraía el campo, de familia de agricultores como era... Y volví a Chillán por obra del destino... Vi de nuevo la ciudad de mi infancia, vi a mi hermano, conocí a mi cuñada y pude regalonear a mi sobrino... Había una limpia pobreza en casa de mi hermano. Y había la sonrisa cariñosa de mi cuñada y los juegos de mi sobrino para alegrarlo todo... ¿Cómo se hacen las cosas en uno, a pesar de uno? No quise quererla sino como a una hermana y la quise en distinta forma, a pesar de mí mismo, contra todo mi deseo, arrastrado por no sé qué mala fatalidad. Y a ella, la pobrecita linda, le pasó lo mismo, y aunque callábamos y nada decíamos, sólo sabíamos estar juntos, mirarnos, sonreírnos, sin un mal pensamiento, sin una pinta de maldad, pero queriéndonos, queriéndonos... Y un día... Un día... Sí, un día en que hacía más sol que el de costumbre y estábamos más contentos que nunca y el amor nos rebosaba como jamás nos rebosó, sin saber tampoco cómo, nos encontramos con las bocas en un beso... Y después de este momento de dichosa locura, vino el otro momento de horrenda locura... Porque nos habían visto, y mi hermano avanzaba hacia nosotros con el revólver en alto, apuntando al corazón de ella... Me interpuse, luchamos y el tiro que se escapó fue a herirlo a él, a matarlo a él... De entre la multitud que se agrupó, no sé cómo pude huir... Pero el caso fue que huí, y a pie por los caminos, trabajando aquí y trabajando allá, haciendo todos los oficios, fui ganando el sur, ganando después esta región hasta pasar la frontera, y aquí estoy, haciendo una vida de hombre primitivo, cazando nutrias, chingues y pumas, rastreando en el verano pepitas de oro en los esteros, viviendo en esta cueva, yendo una sola vez al año "al otro lado" para, desde Lonquimay, mandarle a ella el producto de mi trabajo... Esta es mi vida... Este es el "después" por el cual usted preguntaba...

--¿Y ella?

--Ella... Cuando supo dónde estaba, después de mucho tiempo de silencio, y cuando me atreví a mandarle la primera carta y el primer dinero, vino a reunirse conmigo, dispuesta a compartir mi vida... Y no pudimos...

--No pudieron... ¿Por qué?

--Porque con ella estaba el niño, su hijo, el hijo de él, del muerto, del muerto que nos estaba mirando siempre con las pupilas de la criatura, iguales, tan iguales a las suyas, que nos quedábamos a veces fríos de espanto, sin atrevernos a una palabra, a un movimiento, con ese testigo siempre pegado a la falda de la madre, huraño y testarudo, enfermizo y suspicaz. Era una vida imposible. Entonces ella partió... Se fue con el hijo y con los ojos del muerto que nos separaban... Así, lejanos, nos sentimos más unidos... Nos queremos siempre, siempre con el mismo encendido amor...

Calla. Está apoyado contra el muro, con la cabeza echada atrás y la cara desnuda a mi mirada. La emoción le ha afinado los rasgos, se los ha hecho de cera blanca. De pronto una mano con un gesto rápido parece quitar algo que estuviera sobre los ojos. Entonces veo la mirada que vuelve de muy lejos, de todo lo que acaba de evocar y que lentamente se apodera de lo que tiene delante: la habitación conocida y la mujer desconocida que por venir de las tierras familiares le abriera la válvula de la confidencia. Pestañea y dice con la voz primera y empleando los mismos giros serviles que usara antes:

--Perdóneme la señorita... Tanta lesera que le he contado... Y olvídelas, por favorcito... Por favorcito se lo pido, por lo que más quiera en el mundo...

Hago un gesto con la cabeza. Me mira profundamente, y en esta modalidad humilde sigue poniendo la mesa, al par que dice volublemente:

--¡Qué se ha demorado el veterano en acomodar a su gente! Con poquito más que se atrase va a encontrar la comida lista...

Y con la mano firme, cerrada la expresión del rostro corvino, empieza a picar pedacitos de charqui en una olleta de barro. Me vuelvo a mirar por la puerta abierta. Llueve parejo con gorgutir monótono. Estoy dentro, lejos de la lluvia, en la habitación caldeada de brasero; pero, lentamente, por una mejilla me rueda una gota de agua salada.

 

 

 

BRUNET, Marta. El Zarco. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.230-236.