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AVE NEGRA

 

Llevábamos toda la mañana y toda la tarde metidos en unos angostos desfiladeros, por los cuales debíamos marchar de uno en fondo, vigilando atentamente el paso precaucioso de la cabalgadura.

Bordeábamos a gran altura el lecho de un río. Cortadas a pique, las montañas rocosas se alzaban enormes y grises, con manchones de verduras aferrados a los salientes, con despeñarse fragoroso de manantiales neveros, con riscos filudos cubiertos de verdín. La atmósfera era opaca y fría. En las cimas se veía reverberar el sol poniente y esa tibieza que se adivinaba arriba tornaba insoportable la humedad helada de la hondura.

Me iba cogiendo el cansancio. A menudo preguntaba al capataz:

--¿Falta mucho para llegar?

Y el hombre contestaba invariablemente:

--A l'otra güelta, patroncita.

Pero como conozco lo que es para el montañés "l'otra güelta", no me fiaba mucho de la proximidad de la casa donde pernoctaríamos, propiedad de un hijuelero que tenía negocios con mi padre. Íbamos hacia una laguna perdida entre los volcanes mallequinos y de la cual un pintor amigo me hablara maravillas de belleza.

En un paso difícil hubimos de desmontarnos para ir a pie por lo peligroso. Una bandada de pájaros estaba inmóvil sobre nosotros, tan altos que parecían puntos, estrellas de sombra en el cielo opalino. Un mozo dijo:

--Son jotes qu'están aguaitando si alguno se desrisca pa' venir a comérselo.

Tuve la sensación de que un pico corvo y duro me desgarraba las carnes. Me dio miedo y volví a repetir mi pregunta ansiosamente:

--¿Falta mucho para llegar?

Con una gran sonrisa alentadora, el hombre contestó:

--A l'otra güelta, patroncita.

--Pero es que esa vuelta no llega nunca... La noche se nos viene encima... Puede pasarnos cualquier cosa...

--Como pasar no pasa na, y si pasa algo es porque el Destino quería que pasara. Pero créame, su mercé, desde aquel altoncito vamos a divisar las casas.

Hice un gesto de duda y monté nuevamente.

Jirones de velos azulosos empezaban a flotar sobre el río, se movían lentos hasta alcanzarse, y unirse y formar una sola masa de sombra que subía por los riscos, metiéndose en las oquedades, enredada a las breñas, ascendiendo en lenta y firme progresión hasta cubrir las cimas. Había llegado la noche veraniega con un claror turquí, en que temblaban los estoperoles plateados de las estrellas.

--Allá está la casa --y el capataz señaló una luz en el flanco de la montaña.

 

 

 

Acabábamos de comer. Sentada a mi lado, la dueña de casa "cebaba" el mate con grandes prolijidades. Era una mujer cincuentona, que debía de haber sido bonita. Apenas unas pocas arrugas le marchitaban los ojos, extraordinariamente expresivos, brillantes, como si dentro tuvieran fulgores verdosos. Hablaba con viveza, accionando con vehemencia de nerviosa. Se veía que en la casa ella era el eje. El marido apenas si decía una que otra palabra. Tenía facha de burgués pueblerino, rectangular, ventru­do, con gran cabeza, grandes manos y grandes pies. Los hijos eran nueve, todas mujeres, colección de caritas anodinas, sin otra gracia que la piel de manzana y los ojos cándidos, parecidos a los del padre, grises, acuosos y pestañudos. Estaban las nueve amontonadas detrás de la madre, con los párpados bajos, pero llenas de curiosidad, con ganas de mirar, mirando a hurtadillas, huyendo los ojos en cuanto encontraban los míos. La menor tendría ocho años, y en el suelo, sentada en un choapino, fijaba en mí pupilas de animalillo, muy dilatadas, muy fijas, muy sin alma. Era la única que miraba de frente, sin recatarse. Cuando encontraba sus ojos, le sonreía. No parecía ver mi sonrisa. Seguía con la misma inexpresión.

Una hora de reposo, luego de llegar, y mientras daban los últimos toques a la comida, la comida misma que el hambre me hiciera encontrar deliciosa, me habían reconfortado por completo. Tenía todos los sentidos en alerta y ese sentirlos vivos me alegraba recónditamente.

Estábamos afuera, frente a la casita y a la cocina, en plena montaña, con la noche inmensa en torno y un haz de llamas en medio.

La mujer me ofreció el mate. Empecé a sorberlo despaciosa, mezclándolo a bocados de tortilla con queso.

Arriba pasó silenciosamente un ave negra, en vuelo lento, que describía grandes círculos.

--Un jote --dije, y lo seguí con la vista hasta que se ocultó en unos árboles.

Cuando volví los ojos al corro, vi en cada rostro una inquietud. Era como si el ave hubiera dejado una estela de pavuras.

--¿Era un jote? --pregunté.

--Tal vez, no..., los jotes no andan solos nunca...

Pero el mismo pájaro dio la respuesta, al lanzar su voz. Parecía un lamento de perro, o un reir estertorado de loco. O un tocar de sirena llamando a auxilio.

--¡Jesús! --exclamó la mujer. Y presta, con una rapidez inimaginable, se levantó, fue a la cocina y volvió con un puñado de sal, que arrojó a las llamas.

--Sal, sal, espíritu del mal --decían los demás con idéntica angustia.

--Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús.

--Santa María, Madre de Dios, ruega, por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

--Sal, sal, espíritu del mal.

--Sal, sal, espíritu del mal.

Lo repitieron tres veces y sólo entonces me explicaron.

--Es el chonchón.

--Es una bruja.

--El chonchón..., una bruja... --repuse estupefacta, más de esta explicación que de la escena anterior.

--Sí --dijo la mujer--, son las brujas que para salir a hacer el mal se vuelven pájaros la noche del sábado, se vuelven chonchones y gritan sobre las casas donde quieren traer la desgracia. Este ha venido ya varias veces, pero nunca nos encuentra desprevenidos y al tiro le hacemos conjuro, "la contra", y tiene que irse.

--Pero todo eso son tonterías.

--Antes también creía yo lo mismo que su mercé. Pero tuvimos una experiencia tan triste...

--¿Cuál?

--Mire a esta pobrecita. La fatalizó una bruja que vivía en la Montaña Negra, la fatalizó desde antes que naciera --y me indicaba con el gesto a la pequeña que, siempre en el suelo, con las piernas cruzadas, las manecitas en el regazo, y los ojos muy abiertos, seguía mirándome fija y estúpidamente.

--¿Es enfermita?

--Es... inocente --y la mano de la madre se llegó en una caricia hasta la cabeza de la niña, que no hizo un gesto--. Cuando yo recién la estaba esperando, Arturo, mi marido, tuvo un disgusto con doña Bernarda, una vieja que tenía fama de mala persona, medio meica, medio bruja, amparadora de cuatreros y de ladrones, avariciosa, capaz hasta de un crimen si le pagaban bien. La pelea con Arturo fue porque a éste le robaron unas vaquillas, y siguiéndoles las huellas fueron a dar a la Montaña Negra, justo en la hijuela de doña Bernarda. Arturo se le apersonó y le dijo que si no le entregaba al tiro las vaquillas iba a dar parte al retén de carabineros. La vieja se cerró en que ella no sabía nada, que no había visto nada. Y Arturo fue al retén y volvió con los carabineros. La vieja siguió negando. Nunca, en ninguna ocasión, le habían podido probar nada. Era muy matrera la diabla. Pero esta vez le fue mal porque Arturo no paró hasta descubrir las vaquillas en la hijuela de la vieja, escondidas en un monte. Se la llevaron presa. Pero antes juró vengarse de mi marido, en tal forma que la vida entera se arrepentiría de haberla demandado.

"Como le dije, yo estaba esperando guagua. Una noche, al poquito tiempo después, sentimos gritar el chonchón encima de la casa. No le dimos importancia, porque no creíamos en brujas. Al día siguiente amanecí enferma, con todo el cuerpo adolorido y la cabeza zumbando. No podía estar sino acostada. En cuanto me levantaba todo se me daba vueltas y caía sin sentido. A la semana estaba lo mismo, cuando volvió el chonchón a gritar sobre la casa. Era una noche de sábado. Me dio algo de miedo y llamé a mi marido.

"--Mira ve --le dije--, no vaya a ser doña Bernarda. ¿No dicen que es bruja?

"Arturo se rió. Me llamó lesa. Pasé otra semana enferma, empeorando día por día. El estómago no me aguantaba nada. Y tiritaba de que llegara el otro sábado y volviera el chonchón. Llegó el sábado y el chonchón gritó. Entonces me bajó fiebre y estuve tan mal, que, asustado, Arturo mandó a buscar a una de mis hermanas que es profesora en Dillo, muy entendida en remedios y muy dada a estas cosas de hechicería. Se le contó lo que pasaba. Yo seguía peor. El sábado siguiente creyeron que me moría, con los ojos fijos, medio helada y estertorando. Mi hermana aleccionó a mi marido. Se preparó un puñal quemado en una llama y rociado con agua bendita. Cuando llegó la noche, que era de luna (tiene que ser así, noche de luna), Arturo y mi hermana esperaron al chonchón escondidos entre aquellos maquis, allí, en esa sombra. El ave llegó con su vuelo despacioso hecho en redondo. Un momento la luna echó su sombra en el suelo, entonces mi hermana, ligera como relámpago, clavó el puñal en la sombra, diciendo:

"--Sal, sal, espíritu del mal.

"Y mi marido contestaba:

"--Sal, sal, espíritu del mal.

"Rezaron el Ave María, repitiéndolo todo tres veces, tal cual lo hicimos ahorita nosotros. Y el ave, que estaba en el cielo, se desapareció, se hizo humo de repente.

"Mi hermana entró como loca a la casa, me abrazaba, me besaba, me aseguraba que mejoraría, me decía que el chonchón ya no vendría más, que la vieja había muerto, que ya no le haría mal a nadie, Y yo la escuchaba como refrescada con sus palabras, sintiendo alivio.

"Al otro día amanecí sin fiebre. Dos días después pude levantarme. Mi hermana llegaba a bailar de felicidad y a todos los que pasaban por esto, lados les preguntaba por doña Bernarda, pero ninguno le daba noticias de ella. Sólo uno sabía que la vieja estaba en su hijuela hacía tiempo, porque le habían puesto en libertad bajo fianza.

"Pasó la semana. El sábado me empezó a dar un poco de miedo. ¿No iría el chonchón a gritar nuevamente? No dormí una pestañada en toda la noche y en toda la noche no sentí ningún grito. ¡Qué descanso! Al otro día no atinaba sino a reírme y a cantar, y mi hermana lo mismo, y hasta Arturo, que es tan callado, estaba como nosotras de hablador y alegre.

"Ese mismo día pasaron unos arrieros que eran del lado de la Montaña Negra.

"--¿Qué novedades hay? --les preguntó mi hermana.

"--Que murió de repente doña Bernarda. Hoy hace justo una semana que la encontraron muerta en la cama. Como no se levantaba, jueron sus hijas a recordarla y l'hallaron tiesa y helá. Debe habérsele reventado el corazón, porque tenía encima un moretón así tamaño.

"No le hicimos ningún comentario. Apenitas si después, entre nosotros, hacíamos alguno a media voz. Nos pasábamos rezando y a cada rato echábamos agua bendita por todas partes. Teníamos un miedo muy grande de que viniera el ánima de la vieja. Pero un alma tan mala tenía que esta en los infiernos y de los infiernos no se vuelve. Hasta que nos sosegamos.

"Pero nació la niña y creció y creció, y ya ve, su mercé... Así se lo pasa, es como una guagua, no habla, apenas si me conoce a mí..., y ya tiene los ocho años cumplidos. ¡Ella pagó por los demás! ¡Inocente! Y ahora hace como un mes que estamos sintiendo el chonchón otra vez. Creímos que sea la hija de doña Bernarda, la hija mayor, que está tomando fama de tan mala como fue su madre. Pero no podrá hacernos ningún mal, porque en cuanto la sentimos se reza el conjuro. Y ya ve, su mercé, cómo la experiencia que tuvimos fue bien triste. ¡Pobre mi niñita! --y la mano de la madre, con mayor insistencia, torna a acariciar la cabecita inmóvil.

Entonces la pequeña se vuelve lentamente y los ojos se posan fijos, abiertos, sin pestañear, en la cara materna, por donde corre una lágrima, que se prende a una comisura de la boca amargada.

No hablamos. Alargo el mate a la mujer. Y la rueda íntegra del mate se hace en silencio. Apenas hay una leve crepitación en el fuego. Arriba, los estoperoles de plata de las estrellas siguen brillando temblorosamente.

 

 

 

 

BRUNET, Marta. Ave negra. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.240-245.